Mei estaba de pie frente a Herbert, envuelta en el brillo suave de la luz de la luna que se colaba entre los árboles del jardín. El aire nocturno tenía un toque fresco, haciendo que las hojas de los árboles se movieran lentamente, creando un susurro en el fondo. El vestido blanco que llevaba Mei, con su estilo modesto y líneas sencillas, contrastaba con la opulencia de la mansión y su entorno, pero ella lo llevaba con una elegancia natural, casi etérea. Su cabello negro caía liso sobre sus hombros, y sus ojos verdes, que habían sido siempre su rasgo más distintivo, lo observaban con una mezcla de curiosidad y cautela.
Herbert se permitió un segundo para absorber la escena, y los recuerdos del pasado lo inundaron de manera repentina y abrumadora. Recordaba los días cuando ella y él solían pasear por los parques fuera de la ciudad, hablando de todo y de nada, riendo por cosas insig
Felipe lo miró como si fueran una burla, una presencia inoportuna que no merecía su atención.—¿Qué son? —preguntó con frialdad, su voz dura y tosca, cargada de una impaciencia que Herbert conocía demasiado bien.Herbert contuvo un suspiro, recordando por qué había decidido enfrentar a su padre esa noche. La herida que esas cartas representaban aún dolía en su interior, pero había algo más profundo, una necesidad de cerrar ese capítulo. Con una calma forzada, respondió:—Son cartas.La respuesta, aunque simple, parecía desafiar la actitud siempre dominante de su padre. Felipe levantó la mirada con irritación, sus ojos chispeando con una mezcla de incredulidad y enojo.—Eso ya lo noté, no soy tonto —replicó, apretando las cartas en su mano como si fuera a arrojarlas lejos—. ¿Pero por qué me las das? Si hay algo que tienes que decirme, mejor dímelo directamente.Herbert suspiró, el eco del cansancio asomando en su voz. Estaba acostumbrado a este tipo de reacciones, al constante choque e
—Padre —dijo Herbert con firmeza, su voz cortando el aire frío de la noche—, madre estaba muriendo.Fabián lo miró, perplejo. El impacto de esas palabras lo tomó por una vez más por sorpresa, desmoronando momentáneamente su fachada de ira. El silencio que siguió fue abrumador, como si todo el mundo hubiera quedado en pausa.—¿Qué? —preguntó Fabián con incredulidad, su voz temblando ligeramente—. ¿De qué hablas?Herbert sintió el peso en cada palabra que pronunciaba. Apretó los puños, esforzándose por mantener la calma mientras le explicaba.—El estado de salud de madre se mantuvo en secreto, incluso dentro de la familia —explicó—. Su enfermedad era algo que se manejó con mucho cuidado, porque había personas que habrían usado esa información en nuestra contra. Su condición era delicada mucho antes de que yo naciera. Lo que hizo que se mantuviera distante... lo que te pareció frialdad... fue un acto de protección. No quería que te encariñaras más con ella, porque sabía que no viviría m
—¿A qué te refieres? —preguntó Fabián, rompiendo el silencio. Su voz sonaba vacilante, confundida.El hombre siempre había sido autoritario, alguien que rara vez dudaba de sus decisiones, pero en ese momento, frente a su hijo mayor, se sentía pequeño. Vulnerable.Herbert lo miró con seriedad, sin rastro de emoción en su rostro. Hablaba con una tranquilidad que contrastaba con la intensidad de sus palabras.—Cumplí la última voluntad de mi madre —comenzó, su tono frío pero firme—. En vida, ella no pudo darte estas cartas porque, aunque no lo pareciera, era una mujer cobarde con sus propios temores. Siempre guardó silencio, y tú nunca supiste la verdad de lo que sentía. Yo, a pesar del tiempo, ahora cumplo con esa tarea y te las entrego. Con esto, finalmente me libero de mi responsabilidad como hijo hacia ti. A partir de aho
El primer rayo de sol se coló entre las cortinas, iluminando suavemente la habitación. El aire fresco de la mañana llenaba el espacio, y todo estaba en calma. Hyunjae fue el primero en despertar, su cuerpo aun sintiendo el cansancio acumulado de la noche anterior. El ambiente tranquilo aun cargaba con los ecos de los recientes eventos, como si aún resonaran en las paredes del cuarto.Hyunjae observó a Maggi, su respiración pausada, su rostro relajado en el sueño. Con un gesto suave y tierno, acomodó un mechón rebelde de cabello detrás de su oreja. No pudo evitar sonreír con cierta melancolía; amaba cada parte de ella. Y aunque esa realización había tardado en cristalizar dentro de él, ahora era un hecho innegable: ella lo era todo para él.Sus pensamientos eran un torbellino de emociones, una mezcla de amor y temor. Había tantas cosas que quería
El pensamiento lo llevó a una decisión: debía encontrar el anillo perfecto para ella. Antes de dirigirse a la oficina, hizo una pausa en su recorrido habitual y decidió pasear por la ciudad en busca de una joyería que le inspirara confianza. Maggi, ajena a sus pensamientos, se despidió de él con un beso rápido antes salir del auto y de dirigirse a su trabajo, mientras él se internaba en las calles más tranquilas del centro de la ciudad.Después de dejar su auto en una zona segura para estacionar y tras unos minutos de caminata, sus ojos se fijaron en una joyería pequeña, discreta pero muy elegante, con vitrinas cuidadosamente decoradas que reflejaban destellos de luz sobre las piezas de joyería expuestas. Parecía el lugar adecuado. Empujó la puerta de vidrio y fue recibido por el sonido suave de un timbre. Dentro, el ambiente era acogedor y clásico, las pared
Cuando llegó a su auto, se acomodó en el asiento del conductor y cerró los ojos por un momento, tratando de calmar el enjambre de pensamientos que se enredaban en su mente. El sonido del motor encendiéndose fue interrumpido por la vibración de su teléfono. Miró la pantalla: era Herbert, su jefe. Con un suspiro, respondió la llamada.—Hyunjae, he estado intentando comunicarme contigo en la oficina —dijo Herbert, su tono marcando una mezcla entre irritación y preocupación—. No llegaste temprano como siempre.Hyunjae apretó los labios, buscando una excusa rápida mientras sus dedos jugaban nerviosamente con la llave del auto.—Bueno, he tenido otros asuntos que atender —dijo, evitando dar más detalles, esperando que Herbert no insistiera.Pero su jefe no era de los que dejaban pasar las cosas fácilmente.—Imagino que son
Herbert colgó el teléfono y se dejó caer contra el respaldo del lujoso asiento de cuero de su avión privado. Afuera, las nubes se arremolinaban suavemente bajo el ala del avión mientras cruzaba el cielo azul pálido. El sonido constante de los motores proporcionaba un extraño confort, un recordatorio de que, aunque su vida estuviera girando fuera de control, al menos, por ahora, estaba literalmente volando por encima de todo.Suspiró profundamente y se llevó la mano derecha a la frente, masajeándola con fuerza. Su cabeza palpitaba, una mezcla de cansancio y dolor de cabeza que no se había disipado en las ultimas horas. Los últimos eventos lo habían dejado completamente descolocado. En cuestión de horas, lo que parecía ser un viaje personal para despejarse un poco había tomado un giro surrealista e inesperado.Ante él, sentados en un par de butacas opues
El viaje había sido, a pesar de todo, más tranquilo de lo que Herbert había esperado. Los problemas iniciales con las puertas de transportación habían generado cierta preocupación entre los cazadores, ya que últimamente parecían fallar con más frecuencia. Sin embargo, para su alivio, encontró una que funcionaba perfectamente y que lo llevó directamente a Roma. Allí dejó a un delegado encargado de los asuntos del gremio mientras él continuaba su misión.Al llegar, el majestuoso edificio se alzaba frente a él, imponente, como si se burlara de su inminente tarea. Las paredes blancas y doradas relucían bajo el sol, y las torres puntiagudas parecían arañar el cielo. A pesar de su apariencia casi celestial, la entrada no fue tan sencilla como Herbert esperaba. Sabía, por experiencia, que las regulaciones en Europa y Asia eran notoriamente estri