Aria Maxwell caminaba por los pasillos de la mansión con pasos lentos, su vestido de tonos suaves rozando el suelo de mármol. La inmensidad de aquella casa nunca había logrado hacerla sentir cómoda. Aquel no era un hogar, sino una prisión dorada en la que se había encerrado desde el día en que aceptó casarse con Aarón Maxwell.
El aroma del té de jazmín flotaba en el aire cuando entró en la sala principal. Sus padres la esperaban, sentados con expresiones de expectación calculada. Su madre, Helena Duarte, tenía las manos cruzadas sobre el regazo con la elegancia fría que siempre la caracterizaba, mientras que su padre, Roberto Duarte, observaba a su hija con una mezcla de impaciencia y desdén.
—Aria, querida —dijo Helena con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Estás radiante hoy. ¿Cómo está Aarón?
Aria tomó asiento con delicadeza, sintiendo el peso de la conversación que se avecinaba.
—Se está recuperando —respondió con voz tranquila—. Volvió al trabajo esta semana.
Su padre soltó un resoplido y se inclinó hacia adelante.
—Bien. Un hombre como Aarón Maxwell no puede permitirse debilidades. Pero tú, Aria… es hora de que cumplas tu deber como esposa.
Aria sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía exactamente a qué se refería.
—Padre…
—No, no hay peros —la interrumpió Helena, con su tono usual de superioridad—. Llevas casada un año y aún no has concebido. La familia Maxwell necesita un heredero, y tú eres la encargada de dárselo.
El estómago de Aria se revolvió. No era la primera vez que sus padres le insinuaban aquello, pero ahora su insistencia era aún más descarada. Su madre esbozó una sonrisa medida, inclinando la cabeza.
—Querida, ¿o acaso hay… problemas? —inquirió con un brillo malicioso en los ojos.
—Aarón y yo estamos enfocados en otras cosas por ahora —respondió Aria, manteniendo su tono sereno.
—No tienes ese lujo —espetó su padre con dureza—. Tu matrimonio con Aarón es la mejor inversión que nuestra familia ha hecho. No olvides que aún le debemos mucho dinero a los Maxwell. Y la única forma de asegurar tu lugar es con un hijo.
Antes de que Aria pudiera responder, una voz melosa y cargada de falsa dulzura interrumpió la conversación.
—Vaya, siempre tan exigentes con Aria…
Isabella Duarte, su hermana menor, entró en la sala con la elegancia de una reina, su largo cabello oscuro cayendo en ondas perfectas sobre sus hombros. Sus labios pintados de rojo se curvaron en una sonrisa que, para todos los presentes, parecía afectuosa, pero Aria conocía mejor que nadie la naturaleza venenosa que escondía.
—No es su culpa si su esposo no la toca, ¿verdad, hermanita? —dijo con una risa ligera, como si fuera un comentario inofensivo.
Aria sintió que la sangre le hervía, pero se obligó a respirar hondo. Con Isabella, cualquier reacción era una victoria para ella.
—No hables de lo que no sabes, Isabella —respondió con calma.
—Oh, pero me preocupa tu felicidad —continuó Isabella, sentándose a su lado y tomando su mano con aparente cariño—. ¿No te sientes sola en esa gran mansión? Debe ser difícil tener a un marido tan… frío.
Aria apartó la mano con sutileza y le sostuvo la mirada.
—Aarón y yo tenemos un matrimonio sólido. No necesito tu preocupación.
Isabella dejó escapar un suspiro exagerado y se encogió de hombros.
—Si tú lo dices. Aunque, sinceramente, si yo estuviera en tu lugar, ya me habría asegurado de tener el control con un hijo. Dicen que los Maxwell valoran mucho a quienes les dan herederos.
Aria sintió una opresión en el pecho. Su familia no la veía como una persona, sino como un medio para un fin. Un instrumento para asegurar su futuro económico y su estatus. Sus padres la querían sumisa, cumpliendo su “deber”, e Isabella la quería derrotada, relegada a la sombra.
Pero Aria no estaba dispuesta a seguir jugando su juego.
Se levantó con elegancia, alisándose el vestido con lentitud.
—Gracias por su preocupación, pero mi matrimonio es asunto mío. Ahora, si me disculpan, tengo cosas más importantes que atender.
Se giró para salir de la sala, pero la voz de su padre la detuvo.
—Aria, no olvides lo que está en juego —advirtió con frialdad—. No nos hagas lamentar nuestra decisión.
Ella no respondió. Solo salió de la habitación con la cabeza en alto, pero con el corazón latiendo con fuerza. Aquel matrimonio había sido un sacrificio para salvar a su familia, pero en ese momento se preguntó si realmente valía la pena seguir soportándolo.
Y lo más inquietante era que, últimamente, Aarón parecía estar cambiando. Lo miraba de una forma diferente, con una intensidad que antes no existía. ¿Era solo su imaginación, o algo en él realmente estaba despertando?
Aria suspiró. Fuera lo que fuera, tenía que estar preparada. Porque en ese mundo, cualquier muestra de debilidad podía ser su ruina.
La lluvia golpeaba con furia el parabrisas, formando un velo distorsionado de luces y sombras. Dentro del auto, Aarón Maxwell apenas parpadeaba, su mirada gris perdida en la pantalla de su teléfono. Sus dedos se deslizaban sobre los documentos electrónicos con la misma frialdad con la que manejaba los asuntos de su empresa… y de su vida. Afuera, la ciudad se extendía en una mezcla de neón y asfalto mojado, un escenario tan indiferente como él mismo.—El clima está pesado esta noche, señor Maxwell —comentó Marco, su chofer, sin apartar la vista del camino.Aarón no respondió de inmediato. Su mente vagaba en un lugar al que nunca le gustaba ir. En la imagen de su esposa, sentada sola en el comedor de la mansión, con su mirada dulce y contenida, con la esperanza rota en cada palabra no dicha.—Desvíate por la avenida central. Quiero evitar el tráfico —ordenó con tono seco.Marco asintió, girando el volante con precisión. Fue entonces cuando Aarón notó las luces en el retrovisor. Dos faro
Hace unos días...Aria recorrió con la mirada la mesa del comedor, perfectamente servida, con platos que nadie tocaría. La casa Maxwell, imponente y fría, se sentía más vacía que nunca. Un silencio abrumador flotaba en el aire, roto solo por el tenue tic-tac del reloj de pared.Se humedeció los labios, tratando de contener la punzada de desilusión que se instalaba en su pecho. Una vez más, Aarón no había venido a cenar. Ni siquiera había enviado un mensaje para avisarle.Aria apretó los puños sobre su regazo. Se había acostumbrado a la indiferencia, pero eso no significaba que doliera menos. Con un suspiro, se puso de pie y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. La brisa nocturna meció su cabello, pero la frescura no alivió la sensación de soledad que la envolvía.Aarón Maxwell, su esposo, era un fantasma en su propia vida. Un hombre intocable, impenetrable. Para los demás, era un genio de los negocios, un heredero poderoso, calculador y meticuloso. Para ella... para ella er
El sonido monótono del monitor cardíaco retumbaba en la habitación, marcando un ritmo constante, inquebrantable. Aarón Maxwell sintió primero el peso de su cuerpo, luego el ardor en su costado y, finalmente, la conciencia arrastrándose de vuelta a su mente. No abrió los ojos de inmediato. Su cerebro estaba atrapado en una maraña de recuerdos y sensaciones confusas. La explosión. El fuego. El dolor. Y luego… nada.—Doctor, sus signos vitales están estables. La actividad cerebral muestra mejoras. —Una voz femenina resonó cerca de él. Su tono era profesional, pero con un atisbo de alivio.—Sigue en estado de coma inducido, pero si todo marcha bien, despertará pronto —respondió otra voz más grave, seguramente un médico.Un murmullo de pasos se movió por la habitación, seguidos por un suspiro entrecortado que reconoció al instante.—Aarón…Aria.El simple sonido de su nombre en la voz de ella le provocó una reacción visceral, un eco de emociones enterradas que jamás había permitido salir a
El sol se filtraba por las cortinas de la habitación de Aria Maxwell, tiñendo de tonos cálidos la estancia, pero ella no sentía ese calor. Estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre su regazo, observando su propio reflejo como si se tratara de una extraña. El anillo en su dedo resplandecía bajo la luz matutina, recordándole la carga que llevaba sobre sus hombros.Un matrimonio arreglado.Eso era lo que unía su destino al de Aarón Maxwell, un hombre que nunca la había mirado con verdadero interés. No por amor, ni siquiera por afecto. Solo un contrato, un pacto entre familias que selló su destino el día que aceptó la petición de su padre.—Aria, cariño, ¿ya estás lista? —La voz de Martha, el ama de llaves, la sacó de sus pensamientos. La mujer mayor asomó la cabeza por la puerta, con su sonrisa amable de siempre.Aria le devolvió una sonrisa débil. —Sí, solo me tomé un momento para pensar.Martha suspiró y se acercó a ella, posando una mano en su hombro. —No es fácil, lo sé. P
El día había comenzado temprano para Aarón Maxwell. Se encontraba en su oficina, con la mirada fija en la pantalla de su computadora, revisando informes financieros y contratos. El peso del tiempo se sentía diferente ahora. Antes, habría abordado su trabajo con la misma frialdad y eficiencia de siempre, pero ahora, cada decisión, cada número, parecía recordarle lo que estaba en juego.Se apoyó en su bastón mientras se levantaba de su asiento. A pesar de la costumbre, el peso del objeto en su mano siempre le recordaba su fragilidad, la cicatriz imborrable de un pasado que no estaba listo para enfrentar por completo. Desde su secuestro en la infancia, su cuerpo nunca había sido el mismo, pero nunca permitió que eso lo detuviera. El bastón se había convertido en una extensión de sí mismo, una herramienta que usaba con la misma indiferencia con la que manejaba los negocios y a su familia.—Señor Maxwell, la junta directiva lo espera en la sala de reuniones —anunció Daniel, su asistente, d