Capítulo 2

Hace unos días...

Aria recorrió con la mirada la mesa del comedor, perfectamente servida, con platos que nadie tocaría. La casa Maxwell, imponente y fría, se sentía más vacía que nunca. Un silencio abrumador flotaba en el aire, roto solo por el tenue tic-tac del reloj de pared.

Se humedeció los labios, tratando de contener la punzada de desilusión que se instalaba en su pecho. Una vez más, Aarón no había venido a cenar. Ni siquiera había enviado un mensaje para avisarle.

Aria apretó los puños sobre su regazo. Se había acostumbrado a la indiferencia, pero eso no significaba que doliera menos. Con un suspiro, se puso de pie y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. La brisa nocturna meció su cabello, pero la frescura no alivió la sensación de soledad que la envolvía.

Aarón Maxwell, su esposo, era un fantasma en su propia vida. Un hombre intocable, impenetrable. Para los demás, era un genio de los negocios, un heredero poderoso, calculador y meticuloso. Para ella... para ella era una sombra, alguien que pasaba a su lado sin mirarla realmente.

El sonido de la puerta principal resonó en el pasillo. Aria enderezó la espalda y giró rápidamente. Su corazón dio un vuelco cuando vio a Aarón entrar, alto y elegante con su traje impecable, el rostro cincelado en una máscara de absoluta indiferencia.

—Has llegado tarde —dijo Aria, con una sonrisa forzada. Quiso sonar despreocupada, pero su voz traicionó la esperanza de que él al menos se disculpara.

Aarón apenas le dedicó una mirada antes de colgar su abrigo en el perchero.

—Tenía trabajo.

Frío. Monótono. Como siempre.

Aria tragó en seco y miró la mesa.

—Preparé la cena. Pensé que tal vez podríamos comer juntos.

—Ya comí —respondíó él sin una pizca de interés. Luego, como si acabara de notar su insistencia, agregó—: No tienes que esperarme todas las noches.

Era un recordatorio. Una advertencia sutil de que no esperaba ni deseaba su compañía.

Aria cerró los ojos un instante, conteniendo la mezcla de frustración y tristeza que amenazaba con desbordarse. Cuando los abrió, Aarón ya había desaparecido en la escalera que llevaba a su estudio. Así era su matrimonio. Un bucle constante de distancia, de noches solitarias y palabras no dichas.

—¿No lo intentarás, aunque sea una vez? —susurró en la soledad del comedor.

Pero su pregunta se perdió en el vacío.

***

El día siguiente, en la Torre Maxwell, Aarón repasaba documentos con la misma precisión quirúrgica de siempre. Su oficina en el último piso era un reflejo de su personalidad: amplia, ordenada, carente de cualquier elemento innecesario. Nada aquí era sentimental, nada distraía de su propósito.

Su asistente, Daniel, entró con una expresión calculadamente neutral.

—El señor Luciano Maxwell quiere verte.

Aarón entrecerró los ojos. Su primo. El eterno oportunista. Con un ademán de desinterés, indicó que lo dejara pasar.

Luciano entró con su aire despreocupado, la sonrisa ladeada de alguien que disfrutaba de los juegos de poder.

—Vaya, Aarón, siempre tan ocupado —comentó, dejándose caer en una de las sillas frente al escritorio—. No es saludable vivir solo para el trabajo.

Aarón apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos.

—Di lo que tengas que decir y vete.

Luciano soltó una carcajada.

—Siempre tan cordial. Bueno, solo quería recordarte que en la próxima reunión de accionistas se discutirá el proyecto que tanto te interesa. Lástima que algunos de nosotros no estemos convencidos de que sea la mejor inversión.

Aarón mantuvo su expresión imperturbable, pero una chispa de advertencia brilló en sus ojos.

—No juegues con fuego, Luciano.

—Oh, pero el fuego es tan entretenido... —Luciano se puso de pie, con una sonrisa cargada de intención—. Por cierto, ¿cómo está Aria? Me pregunto cómo es estar casado con alguien tan... leal.

El ambiente se tensó. Aarón sintió una irritación sorda en la base del cuello, pero no le daría el placer de reaccionar.

—Vete.

Luciano río bajo y se marchó sin prisa.

Aarón exhaló lentamente, volviendo la vista a los documentos. Aria. No pensaba en ella en su horario laboral. En realidad, rara vez pensaba en ella en absoluto.

Pero por alguna razón, las palabras de Luciano lo dejaron inquieto.

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