Hace unos días...
Aria recorrió con la mirada la mesa del comedor, perfectamente servida, con platos que nadie tocaría. La casa Maxwell, imponente y fría, se sentía más vacía que nunca. Un silencio abrumador flotaba en el aire, roto solo por el tenue tic-tac del reloj de pared.
Se humedeció los labios, tratando de contener la punzada de desilusión que se instalaba en su pecho. Una vez más, Aarón no había venido a cenar. Ni siquiera había enviado un mensaje para avisarle.
Aria apretó los puños sobre su regazo. Se había acostumbrado a la indiferencia, pero eso no significaba que doliera menos. Con un suspiro, se puso de pie y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. La brisa nocturna meció su cabello, pero la frescura no alivió la sensación de soledad que la envolvía.
Aarón Maxwell, su esposo, era un fantasma en su propia vida. Un hombre intocable, impenetrable. Para los demás, era un genio de los negocios, un heredero poderoso, calculador y meticuloso. Para ella... para ella era una sombra, alguien que pasaba a su lado sin mirarla realmente.
El sonido de la puerta principal resonó en el pasillo. Aria enderezó la espalda y giró rápidamente. Su corazón dio un vuelco cuando vio a Aarón entrar, alto y elegante con su traje impecable, el rostro cincelado en una máscara de absoluta indiferencia.
—Has llegado tarde —dijo Aria, con una sonrisa forzada. Quiso sonar despreocupada, pero su voz traicionó la esperanza de que él al menos se disculpara.
Aarón apenas le dedicó una mirada antes de colgar su abrigo en el perchero.
—Tenía trabajo.
Frío. Monótono. Como siempre.
Aria tragó en seco y miró la mesa.
—Preparé la cena. Pensé que tal vez podríamos comer juntos.
—Ya comí —respondíó él sin una pizca de interés. Luego, como si acabara de notar su insistencia, agregó—: No tienes que esperarme todas las noches.
Era un recordatorio. Una advertencia sutil de que no esperaba ni deseaba su compañía.
Aria cerró los ojos un instante, conteniendo la mezcla de frustración y tristeza que amenazaba con desbordarse. Cuando los abrió, Aarón ya había desaparecido en la escalera que llevaba a su estudio. Así era su matrimonio. Un bucle constante de distancia, de noches solitarias y palabras no dichas.
—¿No lo intentarás, aunque sea una vez? —susurró en la soledad del comedor.
Pero su pregunta se perdió en el vacío.
***
El día siguiente, en la Torre Maxwell, Aarón repasaba documentos con la misma precisión quirúrgica de siempre. Su oficina en el último piso era un reflejo de su personalidad: amplia, ordenada, carente de cualquier elemento innecesario. Nada aquí era sentimental, nada distraía de su propósito.
Su asistente, Daniel, entró con una expresión calculadamente neutral.
—El señor Luciano Maxwell quiere verte.
Aarón entrecerró los ojos. Su primo. El eterno oportunista. Con un ademán de desinterés, indicó que lo dejara pasar.
Luciano entró con su aire despreocupado, la sonrisa ladeada de alguien que disfrutaba de los juegos de poder.
—Vaya, Aarón, siempre tan ocupado —comentó, dejándose caer en una de las sillas frente al escritorio—. No es saludable vivir solo para el trabajo.
Aarón apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos.
—Di lo que tengas que decir y vete.
Luciano soltó una carcajada.
—Siempre tan cordial. Bueno, solo quería recordarte que en la próxima reunión de accionistas se discutirá el proyecto que tanto te interesa. Lástima que algunos de nosotros no estemos convencidos de que sea la mejor inversión.
Aarón mantuvo su expresión imperturbable, pero una chispa de advertencia brilló en sus ojos.
—No juegues con fuego, Luciano.
—Oh, pero el fuego es tan entretenido... —Luciano se puso de pie, con una sonrisa cargada de intención—. Por cierto, ¿cómo está Aria? Me pregunto cómo es estar casado con alguien tan... leal.
El ambiente se tensó. Aarón sintió una irritación sorda en la base del cuello, pero no le daría el placer de reaccionar.
—Vete.
Luciano río bajo y se marchó sin prisa.
Aarón exhaló lentamente, volviendo la vista a los documentos. Aria. No pensaba en ella en su horario laboral. En realidad, rara vez pensaba en ella en absoluto.
Pero por alguna razón, las palabras de Luciano lo dejaron inquieto.
El sonido monótono del monitor cardíaco retumbaba en la habitación, marcando un ritmo constante, inquebrantable. Aarón Maxwell sintió primero el peso de su cuerpo, luego el ardor en su costado y, finalmente, la conciencia arrastrándose de vuelta a su mente. No abrió los ojos de inmediato. Su cerebro estaba atrapado en una maraña de recuerdos y sensaciones confusas. La explosión. El fuego. El dolor. Y luego… nada.—Doctor, sus signos vitales están estables. La actividad cerebral muestra mejoras. —Una voz femenina resonó cerca de él. Su tono era profesional, pero con un atisbo de alivio.—Sigue en estado de coma inducido, pero si todo marcha bien, despertará pronto —respondió otra voz más grave, seguramente un médico.Un murmullo de pasos se movió por la habitación, seguidos por un suspiro entrecortado que reconoció al instante.—Aarón…Aria.El simple sonido de su nombre en la voz de ella le provocó una reacción visceral, un eco de emociones enterradas que jamás había permitido salir a
El sol se filtraba por las cortinas de la habitación de Aria Maxwell, tiñendo de tonos cálidos la estancia, pero ella no sentía ese calor. Estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre su regazo, observando su propio reflejo como si se tratara de una extraña. El anillo en su dedo resplandecía bajo la luz matutina, recordándole la carga que llevaba sobre sus hombros.Un matrimonio arreglado.Eso era lo que unía su destino al de Aarón Maxwell, un hombre que nunca la había mirado con verdadero interés. No por amor, ni siquiera por afecto. Solo un contrato, un pacto entre familias que selló su destino el día que aceptó la petición de su padre.—Aria, cariño, ¿ya estás lista? —La voz de Martha, el ama de llaves, la sacó de sus pensamientos. La mujer mayor asomó la cabeza por la puerta, con su sonrisa amable de siempre.Aria le devolvió una sonrisa débil. —Sí, solo me tomé un momento para pensar.Martha suspiró y se acercó a ella, posando una mano en su hombro. —No es fácil, lo sé. P
El día había comenzado temprano para Aarón Maxwell. Se encontraba en su oficina, con la mirada fija en la pantalla de su computadora, revisando informes financieros y contratos. El peso del tiempo se sentía diferente ahora. Antes, habría abordado su trabajo con la misma frialdad y eficiencia de siempre, pero ahora, cada decisión, cada número, parecía recordarle lo que estaba en juego.Se apoyó en su bastón mientras se levantaba de su asiento. A pesar de la costumbre, el peso del objeto en su mano siempre le recordaba su fragilidad, la cicatriz imborrable de un pasado que no estaba listo para enfrentar por completo. Desde su secuestro en la infancia, su cuerpo nunca había sido el mismo, pero nunca permitió que eso lo detuviera. El bastón se había convertido en una extensión de sí mismo, una herramienta que usaba con la misma indiferencia con la que manejaba los negocios y a su familia.—Señor Maxwell, la junta directiva lo espera en la sala de reuniones —anunció Daniel, su asistente, d
Aria Maxwell caminaba por los pasillos de la mansión con pasos lentos, su vestido de tonos suaves rozando el suelo de mármol. La inmensidad de aquella casa nunca había logrado hacerla sentir cómoda. Aquel no era un hogar, sino una prisión dorada en la que se había encerrado desde el día en que aceptó casarse con Aarón Maxwell.El aroma del té de jazmín flotaba en el aire cuando entró en la sala principal. Sus padres la esperaban, sentados con expresiones de expectación calculada. Su madre, Helena Duarte, tenía las manos cruzadas sobre el regazo con la elegancia fría que siempre la caracterizaba, mientras que su padre, Roberto Duarte, observaba a su hija con una mezcla de impaciencia y desdén.—Aria, querida —dijo Helena con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Estás radiante hoy. ¿Cómo está Aarón?Aria tomó asiento con delicadeza, sintiendo el peso de la conversación que se avecinaba.—Se está recuperando —respondió con voz tranquila—. Volvió al trabajo esta semana.Su padre soltó
La lluvia golpeaba con furia el parabrisas, formando un velo distorsionado de luces y sombras. Dentro del auto, Aarón Maxwell apenas parpadeaba, su mirada gris perdida en la pantalla de su teléfono. Sus dedos se deslizaban sobre los documentos electrónicos con la misma frialdad con la que manejaba los asuntos de su empresa… y de su vida. Afuera, la ciudad se extendía en una mezcla de neón y asfalto mojado, un escenario tan indiferente como él mismo.—El clima está pesado esta noche, señor Maxwell —comentó Marco, su chofer, sin apartar la vista del camino.Aarón no respondió de inmediato. Su mente vagaba en un lugar al que nunca le gustaba ir. En la imagen de su esposa, sentada sola en el comedor de la mansión, con su mirada dulce y contenida, con la esperanza rota en cada palabra no dicha.—Desvíate por la avenida central. Quiero evitar el tráfico —ordenó con tono seco.Marco asintió, girando el volante con precisión. Fue entonces cuando Aarón notó las luces en el retrovisor. Dos faro