La lluvia golpeaba con furia el parabrisas, formando un velo distorsionado de luces y sombras. Dentro del auto, Aarón Maxwell apenas parpadeaba, su mirada gris perdida en la pantalla de su teléfono. Sus dedos se deslizaban sobre los documentos electrónicos con la misma frialdad con la que manejaba los asuntos de su empresa… y de su vida. Afuera, la ciudad se extendía en una mezcla de neón y asfalto mojado, un escenario tan indiferente como él mismo.
—El clima está pesado esta noche, señor Maxwell —comentó Marco, su chofer, sin apartar la vista del camino.
Aarón no respondió de inmediato. Su mente vagaba en un lugar al que nunca le gustaba ir. En la imagen de su esposa, sentada sola en el comedor de la mansión, con su mirada dulce y contenida, con la esperanza rota en cada palabra no dicha.
—Desvíate por la avenida central. Quiero evitar el tráfico —ordenó con tono seco.
Marco asintió, girando el volante con precisión. Fue entonces cuando Aarón notó las luces en el retrovisor. Dos faros acercándose a velocidad alarmante.
—Señor…
El impacto fue brutal.
El auto se sacudió como un juguete lanzado contra una pared. El sonido de metal contra metal retumbó en la noche, seguido por el estallido de los cristales. Aarón sintió el aire arrancado de sus pulmones, su cuerpo siendo lanzado contra el asiento. Un segundo choque. Un grito ahogado de Marco. Y luego, el fuego.
El dolor lo consumió. Un ardor abrasador se extendió por su costado, su cabeza zumbaba con un sonido ensordecedor. Su visión se volvió borrosa, y antes de que la oscuridad lo reclamara, solo un pensamiento cruzó su mente:
Aria…
El silbido intermitente de las máquinas era lo único constante en la habitación. Un ritmo monótono, mecánico, como si contara los segundos entre la vida y la muerte.
Aria Maxwell llevaba horas allí, sentada junto a la cama de su esposo, con los dedos aferrados a la sábana blanca como si de ello dependiera su propia estabilidad. Su corazón martillaba en su pecho con cada pitido del monitor, con cada exhalación débil de Aarón. La luz pálida del hospital acentuaba su piel ya de por sí nívea, y sus ojos ámbar reflejaban el peso de noches sin dormir.
—Hola, Aarón…
Su voz fue apenas un murmullo. No sabía si él podía escucharla. No sabía si despertaría.
—No sé si puedes oírme… pero aquí estoy. No quiero que estés solo.
Su mano temblorosa alcanzó la de él. La sintió fría, inerte. Un nudo se formó en su garganta.
Había pasado tanto tiempo deseando que él la mirara, que pronunciara su nombre con algo más que indiferencia. Pero nunca había sucedido. Aarón Maxwell era un muro infranqueable, un hombre que parecía existir en un mundo donde ella no era más que una presencia insignificante.
Y sin embargo, aquí estaba.
—Te ves tan frágil… —susurró, esbozando una sonrisa trémula—. Nunca pensé que vería a Aarón Maxwell así… vulnerable.
Se inclinó apenas, dejando que su frente tocara con suavidad el dorso de su mano. No lloraría. No podía permitírselo.
—No sé por qué me duele tanto verte así… —su voz se quebró—. Después de todo, tú nunca me quisiste, ¿verdad?
Un silencio sepulcral se apoderó de la habitación. Solo el pitido del monitor llenó el espacio entre ellos.
Pero Aarón sí la escuchaba.
En la oscuridad de su mente, sus pensamientos eran un torbellino de memorias. Su indiferencia. Su frialdad. Aria siempre había estado ahí, en las sombras de su vida, esperando… amándolo en silencio.
¿Nunca la quise?
Las imágenes de ella lo golpearon con una intensidad feroz. Sus sonrisas contenidas. Su mirada anhelante. Su voz cuando le deseaba un buen día y él nunca respondía.
El puñal de la verdad se hundió en su pecho.
Y por primera vez en su vida, Aarón Maxwell quiso una segunda oportunidad.
Hace unos días...Aria recorrió con la mirada la mesa del comedor, perfectamente servida, con platos que nadie tocaría. La casa Maxwell, imponente y fría, se sentía más vacía que nunca. Un silencio abrumador flotaba en el aire, roto solo por el tenue tic-tac del reloj de pared.Se humedeció los labios, tratando de contener la punzada de desilusión que se instalaba en su pecho. Una vez más, Aarón no había venido a cenar. Ni siquiera había enviado un mensaje para avisarle.Aria apretó los puños sobre su regazo. Se había acostumbrado a la indiferencia, pero eso no significaba que doliera menos. Con un suspiro, se puso de pie y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. La brisa nocturna meció su cabello, pero la frescura no alivió la sensación de soledad que la envolvía.Aarón Maxwell, su esposo, era un fantasma en su propia vida. Un hombre intocable, impenetrable. Para los demás, era un genio de los negocios, un heredero poderoso, calculador y meticuloso. Para ella... para ella er
El sonido monótono del monitor cardíaco retumbaba en la habitación, marcando un ritmo constante, inquebrantable. Aarón Maxwell sintió primero el peso de su cuerpo, luego el ardor en su costado y, finalmente, la conciencia arrastrándose de vuelta a su mente. No abrió los ojos de inmediato. Su cerebro estaba atrapado en una maraña de recuerdos y sensaciones confusas. La explosión. El fuego. El dolor. Y luego… nada.—Doctor, sus signos vitales están estables. La actividad cerebral muestra mejoras. —Una voz femenina resonó cerca de él. Su tono era profesional, pero con un atisbo de alivio.—Sigue en estado de coma inducido, pero si todo marcha bien, despertará pronto —respondió otra voz más grave, seguramente un médico.Un murmullo de pasos se movió por la habitación, seguidos por un suspiro entrecortado que reconoció al instante.—Aarón…Aria.El simple sonido de su nombre en la voz de ella le provocó una reacción visceral, un eco de emociones enterradas que jamás había permitido salir a
El sol se filtraba por las cortinas de la habitación de Aria Maxwell, tiñendo de tonos cálidos la estancia, pero ella no sentía ese calor. Estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre su regazo, observando su propio reflejo como si se tratara de una extraña. El anillo en su dedo resplandecía bajo la luz matutina, recordándole la carga que llevaba sobre sus hombros.Un matrimonio arreglado.Eso era lo que unía su destino al de Aarón Maxwell, un hombre que nunca la había mirado con verdadero interés. No por amor, ni siquiera por afecto. Solo un contrato, un pacto entre familias que selló su destino el día que aceptó la petición de su padre.—Aria, cariño, ¿ya estás lista? —La voz de Martha, el ama de llaves, la sacó de sus pensamientos. La mujer mayor asomó la cabeza por la puerta, con su sonrisa amable de siempre.Aria le devolvió una sonrisa débil. —Sí, solo me tomé un momento para pensar.Martha suspiró y se acercó a ella, posando una mano en su hombro. —No es fácil, lo sé. P
El día había comenzado temprano para Aarón Maxwell. Se encontraba en su oficina, con la mirada fija en la pantalla de su computadora, revisando informes financieros y contratos. El peso del tiempo se sentía diferente ahora. Antes, habría abordado su trabajo con la misma frialdad y eficiencia de siempre, pero ahora, cada decisión, cada número, parecía recordarle lo que estaba en juego.Se apoyó en su bastón mientras se levantaba de su asiento. A pesar de la costumbre, el peso del objeto en su mano siempre le recordaba su fragilidad, la cicatriz imborrable de un pasado que no estaba listo para enfrentar por completo. Desde su secuestro en la infancia, su cuerpo nunca había sido el mismo, pero nunca permitió que eso lo detuviera. El bastón se había convertido en una extensión de sí mismo, una herramienta que usaba con la misma indiferencia con la que manejaba los negocios y a su familia.—Señor Maxwell, la junta directiva lo espera en la sala de reuniones —anunció Daniel, su asistente, d
Aria Maxwell caminaba por los pasillos de la mansión con pasos lentos, su vestido de tonos suaves rozando el suelo de mármol. La inmensidad de aquella casa nunca había logrado hacerla sentir cómoda. Aquel no era un hogar, sino una prisión dorada en la que se había encerrado desde el día en que aceptó casarse con Aarón Maxwell.El aroma del té de jazmín flotaba en el aire cuando entró en la sala principal. Sus padres la esperaban, sentados con expresiones de expectación calculada. Su madre, Helena Duarte, tenía las manos cruzadas sobre el regazo con la elegancia fría que siempre la caracterizaba, mientras que su padre, Roberto Duarte, observaba a su hija con una mezcla de impaciencia y desdén.—Aria, querida —dijo Helena con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Estás radiante hoy. ¿Cómo está Aarón?Aria tomó asiento con delicadeza, sintiendo el peso de la conversación que se avecinaba.—Se está recuperando —respondió con voz tranquila—. Volvió al trabajo esta semana.Su padre soltó