El día había comenzado temprano para Aarón Maxwell. Se encontraba en su oficina, con la mirada fija en la pantalla de su computadora, revisando informes financieros y contratos. El peso del tiempo se sentía diferente ahora. Antes, habría abordado su trabajo con la misma frialdad y eficiencia de siempre, pero ahora, cada decisión, cada número, parecía recordarle lo que estaba en juego.
Se apoyó en su bastón mientras se levantaba de su asiento. A pesar de la costumbre, el peso del objeto en su mano siempre le recordaba su fragilidad, la cicatriz imborrable de un pasado que no estaba listo para enfrentar por completo. Desde su secuestro en la infancia, su cuerpo nunca había sido el mismo, pero nunca permitió que eso lo detuviera. El bastón se había convertido en una extensión de sí mismo, una herramienta que usaba con la misma indiferencia con la que manejaba los negocios y a su familia.
—Señor Maxwell, la junta directiva lo espera en la sala de reuniones —anunció Daniel, su asistente, desde la puerta.
Aarón asintió sin apartar la vista de sus documentos.
—Voy en un momento. Asegúrate de que todo esté listo.
Daniel asintió y salió de la oficina con rapidez. Aarón tomó su bastón con firmeza y caminó con paso decidido hacia la sala de reuniones. Sabía lo que le esperaba: un grupo de ejecutivos esperando cualquier señal de debilidad. Su abuelo le había enseñado que el poder se mantenía con control, con una presencia implacable. Y eso era lo que él debía proyectar.
Cuando entró en la sala, todas las miradas se posaron en él. Luciano Maxwell, su primo y constante rival en la empresa, esbozó una sonrisa falsa.
—Siempre tan puntual, Aarón. Me preguntaba si el accidente te había dejado… afectado —comentó con tono casual, pero sus ojos destilaban malicia.
Aarón no le dio el gusto de reaccionar. Se sentó en su lugar habitual, dejando su bastón apoyado contra la mesa.
—Estoy perfectamente —respondió con voz fría—. Así que empecemos.
La reunión transcurrió con los usuales juegos de poder. Luciano intentaba desafiarlo, pero Aarón tenía años de práctica en ignorar sus provocaciones. Sin embargo, esta vez, su mente divagaba más de lo habitual. Pensaba en Aria, en su expresión cuando lo miraba, en la forma en que su presencia había sido un bálsamo en el hospital.
No podía permitir que su debilidad lo dominara. Pero, por primera vez, se preguntaba si su frialdad con Aria había sido realmente una muestra de fortaleza… o simplemente miedo.
Cuando la reunión terminó, Aarón se quedó en la sala unos minutos más. Su mirada se posó en su reflejo en la pared de vidrio. Seguía siendo el mismo hombre, el mismo líder, pero algo dentro de él estaba cambiando. No podía ignorarlo.
Unos golpes secos en la puerta lo sacaron de sus pensamientos.
—Adelante —ordenó con voz firme.
La figura imponente de su abuelo, Arthur Maxwell, apareció en el umbral. Su porte era tan dominante como siempre, con sus ojos afilados escrutándolo con la misma intensidad que cuando era niño.
—Necesitamos hablar, Aarón —dijo el anciano con tono inquebrantable.
Aarón asintió y lo siguió hasta su despacho privado. Una vez dentro, su abuelo se sentó detrás de su escritorio de caoba y entrelazó los dedos sobre la superficie.
—Escuché que has estado… distraído desde el accidente. Eso no es propio de un Maxwell.
Aarón sostuvo su mirada sin inmutarse.
—Estoy bien, abuelo. El accidente no ha cambiado nada.
Arthur bufó, con una expresión de incredulidad.
—No me mientas. Eres mi nieto, pero también eres el heredero de este imperio. No puedes darte el lujo de debilitarte. No ahora. Sabes que la junta está esperando cualquier excusa para cuestionarte.
Aarón apretó la mandíbula. Sabía que su abuelo tenía razón. Había construido su vida sobre el control absoluto, sobre la idea de que los sentimientos eran un lujo que no podía permitirse. Pero la imagen de Aria volvía a su mente como un recordatorio constante de lo que nunca había valorado.
—Nada ha cambiado —repitió con frialdad, aunque en su interior supiera que no era cierto.
Arthur lo observó por un largo momento antes de asentir lentamente.
—Eso espero, Aarón. Porque si demuestras debilidad, no solo perderás la empresa. Perderás todo lo que has construido.
Las palabras de su abuelo resonaron en su mente mientras salía de la oficina. En el pasillo, se encontró con Daniel nuevamente, quien lo miró con precaución.
—Señor Maxwell, la señora Aria llamó hace unos minutos. Quiere saber si regresará temprano hoy.
Aarón se detuvo. No solía recibir llamadas de su esposa durante el día. Ella sabía que su trabajo era su prioridad.
—Dile que no lo sé aún. Pero si vuelve a llamar… pásamela directamente.
Daniel asintió sorprendido, mientras Aarón retomaba su camino. Tomando su bastón con firmeza, salió del edificio con una nueva determinación. Había cosas que debía arreglar, secretos que debía desentrañar. Y, sobre todo, una esposa a la que debía empezar a mirar de verdad.
Aria Maxwell caminaba por los pasillos de la mansión con pasos lentos, su vestido de tonos suaves rozando el suelo de mármol. La inmensidad de aquella casa nunca había logrado hacerla sentir cómoda. Aquel no era un hogar, sino una prisión dorada en la que se había encerrado desde el día en que aceptó casarse con Aarón Maxwell.El aroma del té de jazmín flotaba en el aire cuando entró en la sala principal. Sus padres la esperaban, sentados con expresiones de expectación calculada. Su madre, Helena Duarte, tenía las manos cruzadas sobre el regazo con la elegancia fría que siempre la caracterizaba, mientras que su padre, Roberto Duarte, observaba a su hija con una mezcla de impaciencia y desdén.—Aria, querida —dijo Helena con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Estás radiante hoy. ¿Cómo está Aarón?Aria tomó asiento con delicadeza, sintiendo el peso de la conversación que se avecinaba.—Se está recuperando —respondió con voz tranquila—. Volvió al trabajo esta semana.Su padre soltó
La lluvia golpeaba con furia el parabrisas, formando un velo distorsionado de luces y sombras. Dentro del auto, Aarón Maxwell apenas parpadeaba, su mirada gris perdida en la pantalla de su teléfono. Sus dedos se deslizaban sobre los documentos electrónicos con la misma frialdad con la que manejaba los asuntos de su empresa… y de su vida. Afuera, la ciudad se extendía en una mezcla de neón y asfalto mojado, un escenario tan indiferente como él mismo.—El clima está pesado esta noche, señor Maxwell —comentó Marco, su chofer, sin apartar la vista del camino.Aarón no respondió de inmediato. Su mente vagaba en un lugar al que nunca le gustaba ir. En la imagen de su esposa, sentada sola en el comedor de la mansión, con su mirada dulce y contenida, con la esperanza rota en cada palabra no dicha.—Desvíate por la avenida central. Quiero evitar el tráfico —ordenó con tono seco.Marco asintió, girando el volante con precisión. Fue entonces cuando Aarón notó las luces en el retrovisor. Dos faro
Hace unos días...Aria recorrió con la mirada la mesa del comedor, perfectamente servida, con platos que nadie tocaría. La casa Maxwell, imponente y fría, se sentía más vacía que nunca. Un silencio abrumador flotaba en el aire, roto solo por el tenue tic-tac del reloj de pared.Se humedeció los labios, tratando de contener la punzada de desilusión que se instalaba en su pecho. Una vez más, Aarón no había venido a cenar. Ni siquiera había enviado un mensaje para avisarle.Aria apretó los puños sobre su regazo. Se había acostumbrado a la indiferencia, pero eso no significaba que doliera menos. Con un suspiro, se puso de pie y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. La brisa nocturna meció su cabello, pero la frescura no alivió la sensación de soledad que la envolvía.Aarón Maxwell, su esposo, era un fantasma en su propia vida. Un hombre intocable, impenetrable. Para los demás, era un genio de los negocios, un heredero poderoso, calculador y meticuloso. Para ella... para ella er
El sonido monótono del monitor cardíaco retumbaba en la habitación, marcando un ritmo constante, inquebrantable. Aarón Maxwell sintió primero el peso de su cuerpo, luego el ardor en su costado y, finalmente, la conciencia arrastrándose de vuelta a su mente. No abrió los ojos de inmediato. Su cerebro estaba atrapado en una maraña de recuerdos y sensaciones confusas. La explosión. El fuego. El dolor. Y luego… nada.—Doctor, sus signos vitales están estables. La actividad cerebral muestra mejoras. —Una voz femenina resonó cerca de él. Su tono era profesional, pero con un atisbo de alivio.—Sigue en estado de coma inducido, pero si todo marcha bien, despertará pronto —respondió otra voz más grave, seguramente un médico.Un murmullo de pasos se movió por la habitación, seguidos por un suspiro entrecortado que reconoció al instante.—Aarón…Aria.El simple sonido de su nombre en la voz de ella le provocó una reacción visceral, un eco de emociones enterradas que jamás había permitido salir a
El sol se filtraba por las cortinas de la habitación de Aria Maxwell, tiñendo de tonos cálidos la estancia, pero ella no sentía ese calor. Estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre su regazo, observando su propio reflejo como si se tratara de una extraña. El anillo en su dedo resplandecía bajo la luz matutina, recordándole la carga que llevaba sobre sus hombros.Un matrimonio arreglado.Eso era lo que unía su destino al de Aarón Maxwell, un hombre que nunca la había mirado con verdadero interés. No por amor, ni siquiera por afecto. Solo un contrato, un pacto entre familias que selló su destino el día que aceptó la petición de su padre.—Aria, cariño, ¿ya estás lista? —La voz de Martha, el ama de llaves, la sacó de sus pensamientos. La mujer mayor asomó la cabeza por la puerta, con su sonrisa amable de siempre.Aria le devolvió una sonrisa débil. —Sí, solo me tomé un momento para pensar.Martha suspiró y se acercó a ella, posando una mano en su hombro. —No es fácil, lo sé. P