El sonido monótono del monitor cardíaco retumbaba en la habitación, marcando un ritmo constante, inquebrantable. Aarón Maxwell sintió primero el peso de su cuerpo, luego el ardor en su costado y, finalmente, la conciencia arrastrándose de vuelta a su mente. No abrió los ojos de inmediato. Su cerebro estaba atrapado en una maraña de recuerdos y sensaciones confusas. La explosión. El fuego. El dolor. Y luego… nada.
—Doctor, sus signos vitales están estables. La actividad cerebral muestra mejoras. —Una voz femenina resonó cerca de él. Su tono era profesional, pero con un atisbo de alivio.
—Sigue en estado de coma inducido, pero si todo marcha bien, despertará pronto —respondió otra voz más grave, seguramente un médico.
Un murmullo de pasos se movió por la habitación, seguidos por un suspiro entrecortado que reconoció al instante.
—Aarón…
Aria.
El simple sonido de su nombre en la voz de ella le provocó una reacción visceral, un eco de emociones enterradas que jamás había permitido salir a la superficie. Intentó moverse, pero su cuerpo no respondía. Solo podía escuchar. Sentir.
—No sé si puedes escucharme… —la voz de Aria sonaba frágil, como si estuviera al borde de romperse—, pero estoy aquí. Siempre estoy aquí.
La culpa lo golpeó con una fuerza devastadora. Porque sabía que era verdad. Aria siempre había estado ahí. En cada noche de silencio en su mansión, en cada cena donde él apenas le dirigía la palabra, en cada momento en que había decidido ignorarla. Y ahora, en la frontera entre la vida y la muerte, su voz era lo único que lo anclaba a la realidad.
El peso del cansancio y el dolor lo arrastró de nuevo a la inconsciencia, pero esta vez no fue el vacío lo que lo recibió. Fue un torrente de recuerdos.
***
En el presente...
Aarón despertó de golpe, con un jadeo ahogado. Su pecho subía y bajaba con rapidez, sus pupilas recorrieron el techo alto y las paredes de madera oscura de su habitación. La habitación que conocía a la perfección.
No el hospital.
—¿Qué demonios…? —murmuró, llevándose una mano a la cabeza.
Su respiración seguía errática mientras su mente procesaba lo imposible. El dolor del accidente, la oscuridad envolviéndolo… había muerto. Estaba seguro de ello. Y sin embargo, ahí estaba, en su habitación en la mansión Maxwell, intacto, sin rastros de heridas o cicatrices. Como si nada hubiera pasado.
El sonido de la puerta abriéndose lo sobresaltó. Su mirada se afiló instintivamente, listo para enfrentarse a lo desconocido. Pero no era un desconocido quien entró.
—Buenos días, señor Maxwell —saludó Martha, la ama de llaves, con la misma serenidad de siempre—. Su desayuno estará listo en diez minutos. ¿Desea que le sirva el café aquí o en el comedor?
Aarón la miró fijamente. Martha llevaba trabajando en la casa de los Maxwell desde que él era un niño. Conocía cada detalle de la rutina de la mansión… y de su vida. Pero lo que más le perturbó no fue su presencia, sino el hecho de que ella no pareciera notar nada extraño.
—Martha… —su voz sonó más ronca de lo normal—. ¿Qué día es hoy?
La mujer arqueó una ceja ante la pregunta inusual, pero respondió sin titubear.
—El 12 de octubre, señor.
Aarón sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Eso era imposible. El accidente había ocurrido en mayo… años después de esa fecha.
Con un movimiento brusco, se levantó de la cama y caminó hacia el espejo. Sus manos temblaban cuando tocó su propio reflejo. Su rostro estaba libre de las marcas que había adquirido con el tiempo, su cuerpo no mostraba ninguna cicatriz del accidente. Pero lo más aterrador de todo…
—He vuelto… —susurró, el peso de la revelación cayendo sobre él como una avalancha.
No era un sueño. No era una ilusión. De alguna forma inexplicable, había retrocedido en el tiempo.
Cuando finalmente decidió salir de su despacho, su cuerpo se tensó al verla.
Aria estaba en el invernadero, con un libro en las manos y una taza de té humeante a su lado. La luz del atardecer le confería un aura casi irreal. Por un instante, Aarón solo se quedó ahí, observándola, asimilando el hecho de que la tenía frente a él otra vez.
Como si sintiera su presencia, Aria levantó la mirada. Su expresión cambió de sorpresa a cautela en cuestión de segundos. Se puso de pie con suavidad, dejando el libro sobre la mesa.
—No esperaba verte por aquí —dijo en un tono neutro, pero había algo más en su voz. Algo que Aarón no había notado antes. ¿Resignación?
Él tardó un segundo en responder. Su mente aún estaba procesando la magnitud de su nueva realidad.
—Quería ver cómo estabas —dijo al fin.
Aria parpadeó, claramente desconcertada por su respuesta. Y no la culpaba. En su vida anterior, él jamás se había molestado en buscarla. Su matrimonio había sido poco más que un contrato… o eso había querido creer.
Ella pareció debatirse entre responder o no. Finalmente, suspiró.
—Estoy bien, gracias —murmuró, sin mirarlo a los ojos.
Aarón sintió algo retorcerse en su interior. En su otra vida, nunca se había percatado de los pequeños detalles. Como la forma en que Aria evitaba su mirada. Como la ligera curvatura de sus labios cuando hablaba con cautela. Como el peso de la tristeza contenida en cada palabra.
No había querido verla antes.
Pero ahora… no podía dejar de hacerlo.
El sol se filtraba por las cortinas de la habitación de Aria Maxwell, tiñendo de tonos cálidos la estancia, pero ella no sentía ese calor. Estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre su regazo, observando su propio reflejo como si se tratara de una extraña. El anillo en su dedo resplandecía bajo la luz matutina, recordándole la carga que llevaba sobre sus hombros.Un matrimonio arreglado.Eso era lo que unía su destino al de Aarón Maxwell, un hombre que nunca la había mirado con verdadero interés. No por amor, ni siquiera por afecto. Solo un contrato, un pacto entre familias que selló su destino el día que aceptó la petición de su padre.—Aria, cariño, ¿ya estás lista? —La voz de Martha, el ama de llaves, la sacó de sus pensamientos. La mujer mayor asomó la cabeza por la puerta, con su sonrisa amable de siempre.Aria le devolvió una sonrisa débil. —Sí, solo me tomé un momento para pensar.Martha suspiró y se acercó a ella, posando una mano en su hombro. —No es fácil, lo sé. P
El día había comenzado temprano para Aarón Maxwell. Se encontraba en su oficina, con la mirada fija en la pantalla de su computadora, revisando informes financieros y contratos. El peso del tiempo se sentía diferente ahora. Antes, habría abordado su trabajo con la misma frialdad y eficiencia de siempre, pero ahora, cada decisión, cada número, parecía recordarle lo que estaba en juego.Se apoyó en su bastón mientras se levantaba de su asiento. A pesar de la costumbre, el peso del objeto en su mano siempre le recordaba su fragilidad, la cicatriz imborrable de un pasado que no estaba listo para enfrentar por completo. Desde su secuestro en la infancia, su cuerpo nunca había sido el mismo, pero nunca permitió que eso lo detuviera. El bastón se había convertido en una extensión de sí mismo, una herramienta que usaba con la misma indiferencia con la que manejaba los negocios y a su familia.—Señor Maxwell, la junta directiva lo espera en la sala de reuniones —anunció Daniel, su asistente, d
Aria Maxwell caminaba por los pasillos de la mansión con pasos lentos, su vestido de tonos suaves rozando el suelo de mármol. La inmensidad de aquella casa nunca había logrado hacerla sentir cómoda. Aquel no era un hogar, sino una prisión dorada en la que se había encerrado desde el día en que aceptó casarse con Aarón Maxwell.El aroma del té de jazmín flotaba en el aire cuando entró en la sala principal. Sus padres la esperaban, sentados con expresiones de expectación calculada. Su madre, Helena Duarte, tenía las manos cruzadas sobre el regazo con la elegancia fría que siempre la caracterizaba, mientras que su padre, Roberto Duarte, observaba a su hija con una mezcla de impaciencia y desdén.—Aria, querida —dijo Helena con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Estás radiante hoy. ¿Cómo está Aarón?Aria tomó asiento con delicadeza, sintiendo el peso de la conversación que se avecinaba.—Se está recuperando —respondió con voz tranquila—. Volvió al trabajo esta semana.Su padre soltó
La lluvia golpeaba con furia el parabrisas, formando un velo distorsionado de luces y sombras. Dentro del auto, Aarón Maxwell apenas parpadeaba, su mirada gris perdida en la pantalla de su teléfono. Sus dedos se deslizaban sobre los documentos electrónicos con la misma frialdad con la que manejaba los asuntos de su empresa… y de su vida. Afuera, la ciudad se extendía en una mezcla de neón y asfalto mojado, un escenario tan indiferente como él mismo.—El clima está pesado esta noche, señor Maxwell —comentó Marco, su chofer, sin apartar la vista del camino.Aarón no respondió de inmediato. Su mente vagaba en un lugar al que nunca le gustaba ir. En la imagen de su esposa, sentada sola en el comedor de la mansión, con su mirada dulce y contenida, con la esperanza rota en cada palabra no dicha.—Desvíate por la avenida central. Quiero evitar el tráfico —ordenó con tono seco.Marco asintió, girando el volante con precisión. Fue entonces cuando Aarón notó las luces en el retrovisor. Dos faro
Hace unos días...Aria recorrió con la mirada la mesa del comedor, perfectamente servida, con platos que nadie tocaría. La casa Maxwell, imponente y fría, se sentía más vacía que nunca. Un silencio abrumador flotaba en el aire, roto solo por el tenue tic-tac del reloj de pared.Se humedeció los labios, tratando de contener la punzada de desilusión que se instalaba en su pecho. Una vez más, Aarón no había venido a cenar. Ni siquiera había enviado un mensaje para avisarle.Aria apretó los puños sobre su regazo. Se había acostumbrado a la indiferencia, pero eso no significaba que doliera menos. Con un suspiro, se puso de pie y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. La brisa nocturna meció su cabello, pero la frescura no alivió la sensación de soledad que la envolvía.Aarón Maxwell, su esposo, era un fantasma en su propia vida. Un hombre intocable, impenetrable. Para los demás, era un genio de los negocios, un heredero poderoso, calculador y meticuloso. Para ella... para ella er