El sol se filtraba por las cortinas de la habitación de Aria Maxwell, tiñendo de tonos cálidos la estancia, pero ella no sentía ese calor. Estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre su regazo, observando su propio reflejo como si se tratara de una extraña. El anillo en su dedo resplandecía bajo la luz matutina, recordándole la carga que llevaba sobre sus hombros.
Un matrimonio arreglado.
Eso era lo que unía su destino al de Aarón Maxwell, un hombre que nunca la había mirado con verdadero interés. No por amor, ni siquiera por afecto. Solo un contrato, un pacto entre familias que selló su destino el día que aceptó la petición de su padre.
—Aria, cariño, ¿ya estás lista? —La voz de Martha, el ama de llaves, la sacó de sus pensamientos. La mujer mayor asomó la cabeza por la puerta, con su sonrisa amable de siempre.
Aria le devolvió una sonrisa débil. —Sí, solo me tomé un momento para pensar.
Martha suspiró y se acercó a ella, posando una mano en su hombro. —No es fácil, lo sé. Pero las cosas pueden cambiar, querida.
¿Cambiar? No estaba segura de que algo así fuera posible. Desde el momento en que se convirtió en la esposa de Aarón, había sabido que su vida no le pertenecía. Su padre, Samuel Duarte, había acumulado una deuda enorme con los Maxwell, una que jamás podría pagar con dinero. Así que, en un intento desesperado por salvar a su familia, la entregó en matrimonio.
—No es un mal hombre —había dicho su padre aquella noche—. Quizás, con el tiempo, puedas aprender a quererlo.
Pero ese no era el problema. Ella no necesitaba aprender a quererlo. Ya lo hacía.
Desde antes de casarse, Aarón la había cautivado. Incluso cuando apenas la trataba, cuando su presencia era solo una sombra en los eventos de la alta sociedad. Había algo en él, en sus silencios, en su frialdad, que la atraía de una manera inexplicable. Pero enamorarse de un hombre que la veía como una obligación fue la peor de las condenas.
—El señor Maxwell te espera en la mesa —continuó Martha con suavidad—. Desayunar juntos podría ser un buen comienzo.
Aria asintió con resignación. No importaba cuánto intentara acercarse a Aarón, él siempre encontraba una manera de mantenerla a distancia. Pero no tenía otra opción. Se levantó y caminó hacia el comedor con pasos inseguros.
Aarón estaba ahí, como siempre. Impecable en su traje, sosteniendo una taza de café con la misma elegancia y frialdad de siempre. Sus ojos grises se elevaron hacia ella apenas un segundo antes de volver a concentrarse en su teléfono.
—Buenos días —saludó ella, forzándose a sonar natural.
Él no levantó la mirada. —Buenos días.
Nada más. No un “¿cómo dormiste?”, ni un “¿te sientes bien?”. Solo esas dos palabras pronunciadas con la misma indiferencia de siempre.
Aria se sentó frente a él, intentando no dejarse afectar. Al fin y al cabo, este era el hombre con el que había elegido compartir su vida. Un hombre que jamás le prometió amor ni compañía. Sólo estabilidad.
—Tu abuelo llamó ayer en la noche —comentó, buscando conversación.
Aarón finalmente dejó el teléfono y la miró, aunque su expresión era inescrutable. —¿Para qué?
—Quería asegurarse de que todo esté en orden —respondió ella, bajando la mirada—. Sabes cómo es. Quiere que todo se cumpla según su voluntad.
El abuelo de Aarón, el patriarca de la familia Maxwell, era un hombre implacable. Había sido su decisión que Aarón se casara antes de los treinta para asegurar la continuidad del linaje. Sin un heredero legítimo, Aarón no tendría derecho a heredar la empresa familiar.
—Siempre quiere asegurarse de que seguimos las reglas —murmuró Aarón con una sonrisa sin humor.
Aria jugó con la servilleta en su regazo. —¿Te molesta?
Él soltó un leve suspiro, pero no respondió. Su expresión se endureció, como si cualquier emoción que pudiera haber mostrado se disipara en un instante. Ese era Aarón Maxwell. Siempre distante, siempre inalcanzable.
El silencio entre ellos se hizo pesado, hasta que él rompió la tensión poniéndose de pie. —Tengo que irme.
Aria lo observó recoger su maletín y caminar hacia la salida sin siquiera despedirse. Sus labios se separaron, queriendo llamarlo, detenerlo… pero se contuvo. Como siempre lo hacía.
Observó su reflejo en la taza de café. ¿Cuánto más podría soportar esto?
No lo sabía. Pero lo único que tenía claro era que, aunque Aarón no la amara, ella seguiría amándolo en silencio.
Por ahora.
El día había comenzado temprano para Aarón Maxwell. Se encontraba en su oficina, con la mirada fija en la pantalla de su computadora, revisando informes financieros y contratos. El peso del tiempo se sentía diferente ahora. Antes, habría abordado su trabajo con la misma frialdad y eficiencia de siempre, pero ahora, cada decisión, cada número, parecía recordarle lo que estaba en juego.Se apoyó en su bastón mientras se levantaba de su asiento. A pesar de la costumbre, el peso del objeto en su mano siempre le recordaba su fragilidad, la cicatriz imborrable de un pasado que no estaba listo para enfrentar por completo. Desde su secuestro en la infancia, su cuerpo nunca había sido el mismo, pero nunca permitió que eso lo detuviera. El bastón se había convertido en una extensión de sí mismo, una herramienta que usaba con la misma indiferencia con la que manejaba los negocios y a su familia.—Señor Maxwell, la junta directiva lo espera en la sala de reuniones —anunció Daniel, su asistente, d
Aria Maxwell caminaba por los pasillos de la mansión con pasos lentos, su vestido de tonos suaves rozando el suelo de mármol. La inmensidad de aquella casa nunca había logrado hacerla sentir cómoda. Aquel no era un hogar, sino una prisión dorada en la que se había encerrado desde el día en que aceptó casarse con Aarón Maxwell.El aroma del té de jazmín flotaba en el aire cuando entró en la sala principal. Sus padres la esperaban, sentados con expresiones de expectación calculada. Su madre, Helena Duarte, tenía las manos cruzadas sobre el regazo con la elegancia fría que siempre la caracterizaba, mientras que su padre, Roberto Duarte, observaba a su hija con una mezcla de impaciencia y desdén.—Aria, querida —dijo Helena con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Estás radiante hoy. ¿Cómo está Aarón?Aria tomó asiento con delicadeza, sintiendo el peso de la conversación que se avecinaba.—Se está recuperando —respondió con voz tranquila—. Volvió al trabajo esta semana.Su padre soltó
La lluvia golpeaba con furia el parabrisas, formando un velo distorsionado de luces y sombras. Dentro del auto, Aarón Maxwell apenas parpadeaba, su mirada gris perdida en la pantalla de su teléfono. Sus dedos se deslizaban sobre los documentos electrónicos con la misma frialdad con la que manejaba los asuntos de su empresa… y de su vida. Afuera, la ciudad se extendía en una mezcla de neón y asfalto mojado, un escenario tan indiferente como él mismo.—El clima está pesado esta noche, señor Maxwell —comentó Marco, su chofer, sin apartar la vista del camino.Aarón no respondió de inmediato. Su mente vagaba en un lugar al que nunca le gustaba ir. En la imagen de su esposa, sentada sola en el comedor de la mansión, con su mirada dulce y contenida, con la esperanza rota en cada palabra no dicha.—Desvíate por la avenida central. Quiero evitar el tráfico —ordenó con tono seco.Marco asintió, girando el volante con precisión. Fue entonces cuando Aarón notó las luces en el retrovisor. Dos faro
Hace unos días...Aria recorrió con la mirada la mesa del comedor, perfectamente servida, con platos que nadie tocaría. La casa Maxwell, imponente y fría, se sentía más vacía que nunca. Un silencio abrumador flotaba en el aire, roto solo por el tenue tic-tac del reloj de pared.Se humedeció los labios, tratando de contener la punzada de desilusión que se instalaba en su pecho. Una vez más, Aarón no había venido a cenar. Ni siquiera había enviado un mensaje para avisarle.Aria apretó los puños sobre su regazo. Se había acostumbrado a la indiferencia, pero eso no significaba que doliera menos. Con un suspiro, se puso de pie y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. La brisa nocturna meció su cabello, pero la frescura no alivió la sensación de soledad que la envolvía.Aarón Maxwell, su esposo, era un fantasma en su propia vida. Un hombre intocable, impenetrable. Para los demás, era un genio de los negocios, un heredero poderoso, calculador y meticuloso. Para ella... para ella er
El sonido monótono del monitor cardíaco retumbaba en la habitación, marcando un ritmo constante, inquebrantable. Aarón Maxwell sintió primero el peso de su cuerpo, luego el ardor en su costado y, finalmente, la conciencia arrastrándose de vuelta a su mente. No abrió los ojos de inmediato. Su cerebro estaba atrapado en una maraña de recuerdos y sensaciones confusas. La explosión. El fuego. El dolor. Y luego… nada.—Doctor, sus signos vitales están estables. La actividad cerebral muestra mejoras. —Una voz femenina resonó cerca de él. Su tono era profesional, pero con un atisbo de alivio.—Sigue en estado de coma inducido, pero si todo marcha bien, despertará pronto —respondió otra voz más grave, seguramente un médico.Un murmullo de pasos se movió por la habitación, seguidos por un suspiro entrecortado que reconoció al instante.—Aarón…Aria.El simple sonido de su nombre en la voz de ella le provocó una reacción visceral, un eco de emociones enterradas que jamás había permitido salir a