Capítulo 4

El sol se filtraba por las cortinas de la habitación de Aria Maxwell, tiñendo de tonos cálidos la estancia, pero ella no sentía ese calor. Estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre su regazo, observando su propio reflejo como si se tratara de una extraña. El anillo en su dedo resplandecía bajo la luz matutina, recordándole la carga que llevaba sobre sus hombros.

Un matrimonio arreglado.

Eso era lo que unía su destino al de Aarón Maxwell, un hombre que nunca la había mirado con verdadero interés. No por amor, ni siquiera por afecto. Solo un contrato, un pacto entre familias que selló su destino el día que aceptó la petición de su padre.

—Aria, cariño, ¿ya estás lista? —La voz de Martha, el ama de llaves, la sacó de sus pensamientos. La mujer mayor asomó la cabeza por la puerta, con su sonrisa amable de siempre.

Aria le devolvió una sonrisa débil. —Sí, solo me tomé un momento para pensar.

Martha suspiró y se acercó a ella, posando una mano en su hombro. —No es fácil, lo sé. Pero las cosas pueden cambiar, querida.

¿Cambiar? No estaba segura de que algo así fuera posible. Desde el momento en que se convirtió en la esposa de Aarón, había sabido que su vida no le pertenecía. Su padre, Samuel Duarte, había acumulado una deuda enorme con los Maxwell, una que jamás podría pagar con dinero. Así que, en un intento desesperado por salvar a su familia, la entregó en matrimonio.

—No es un mal hombre —había dicho su padre aquella noche—. Quizás, con el tiempo, puedas aprender a quererlo.

Pero ese no era el problema. Ella no necesitaba aprender a quererlo. Ya lo hacía.

Desde antes de casarse, Aarón la había cautivado. Incluso cuando apenas la trataba, cuando su presencia era solo una sombra en los eventos de la alta sociedad. Había algo en él, en sus silencios, en su frialdad, que la atraía de una manera inexplicable. Pero enamorarse de un hombre que la veía como una obligación fue la peor de las condenas.

—El señor Maxwell te espera en la mesa —continuó Martha con suavidad—. Desayunar juntos podría ser un buen comienzo.

Aria asintió con resignación. No importaba cuánto intentara acercarse a Aarón, él siempre encontraba una manera de mantenerla a distancia. Pero no tenía otra opción. Se levantó y caminó hacia el comedor con pasos inseguros.

Aarón estaba ahí, como siempre. Impecable en su traje, sosteniendo una taza de café con la misma elegancia y frialdad de siempre. Sus ojos grises se elevaron hacia ella apenas un segundo antes de volver a concentrarse en su teléfono.

—Buenos días —saludó ella, forzándose a sonar natural.

Él no levantó la mirada. —Buenos días.

Nada más. No un “¿cómo dormiste?”, ni un “¿te sientes bien?”. Solo esas dos palabras pronunciadas con la misma indiferencia de siempre.

Aria se sentó frente a él, intentando no dejarse afectar. Al fin y al cabo, este era el hombre con el que había elegido compartir su vida. Un hombre que jamás le prometió amor ni compañía. Sólo estabilidad.

—Tu abuelo llamó ayer en la noche —comentó, buscando conversación.

Aarón finalmente dejó el teléfono y la miró, aunque su expresión era inescrutable. —¿Para qué?

—Quería asegurarse de que todo esté en orden —respondió ella, bajando la mirada—. Sabes cómo es. Quiere que todo se cumpla según su voluntad.

El abuelo de Aarón, el patriarca de la familia Maxwell, era un hombre implacable. Había sido su decisión que Aarón se casara antes de los treinta para asegurar la continuidad del linaje. Sin un heredero legítimo, Aarón no tendría derecho a heredar la empresa familiar.

—Siempre quiere asegurarse de que seguimos las reglas —murmuró Aarón con una sonrisa sin humor.

Aria jugó con la servilleta en su regazo. —¿Te molesta?

Él soltó un leve suspiro, pero no respondió. Su expresión se endureció, como si cualquier emoción que pudiera haber mostrado se disipara en un instante. Ese era Aarón Maxwell. Siempre distante, siempre inalcanzable.

El silencio entre ellos se hizo pesado, hasta que él rompió la tensión poniéndose de pie. —Tengo que irme.

Aria lo observó recoger su maletín y caminar hacia la salida sin siquiera despedirse. Sus labios se separaron, queriendo llamarlo, detenerlo… pero se contuvo. Como siempre lo hacía.

Observó su reflejo en la taza de café. ¿Cuánto más podría soportar esto?

No lo sabía. Pero lo único que tenía claro era que, aunque Aarón no la amara, ella seguiría amándolo en silencio.

Por ahora.

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