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Capítulo 4: La Marca del Destino

Ragnar

El viento rugía con furia, como si el bosque estuviera al borde de estallar en un frenesí salvaje. Cada gota de lluvia que caía era un latido en mi pecho, sincronizado con el ritmo incesante de mi propia ansiedad. El olor a tierra mojada y hojas podridas llenaba mis pulmones mientras caminaba a través del denso manto de árboles, pero había algo más. Algo diferente.

Una fragancia dulce, embriagadora, que no podía apartar de mi mente. Su fragancia.

Había pasado años en este bosque, patrullando los límites del territorio de mi manada, cuidando de mi gente, vigilando los movimientos de los vampiros y las brujas. Sabía exactamente cómo olían cada uno de esos seres. Pero Aldara… ella olía a algo completamente diferente. No como las brujas, no como los humanos.

Olía a casa.

Cada fibra de mi ser lo sabía desde el momento en que la saqué del agua, desde el instante en que mis manos tocaron su piel fría y húmeda. Mi instinto me gritaba que era ella, mi compañera. La elegida por el destino. Esa conexión que todos los lobos alfas sueñan con encontrar alguna vez en la vida.

Y sin embargo… algo no encajaba.

Los lobos encontrábamos a nuestras compañeras por el olor, pero ella no olía como debería. El rastro de una bruja siempre tenía un dejo metálico, amargo, algo que nos ponía en alerta inmediata. Pero Aldara… olía a flores salvajes, al rocío del amanecer. A vida.

El hechizo que llevaba encima estaba fuerte, casi perfecto. Era humano en todos los sentidos. Solo en momentos, como cuando la vi bajo la luna, algo en mí se removía. El leve destello en sus ojos cuando la tormenta se acercaba, o esa extraña energía que la rodeaba cuando estaba asustada. No podía ser solo una humana.

—Ragnar. —La voz de Caelan, mi segundo al mando, rompió mis pensamientos.

Me giré para encontrarlo acercándose con paso firme a través de los árboles, el resto de la manada detrás de él, sus ojos brillando bajo la luz tenue de la tormenta. Sabían que algo no estaba bien. Sentían la tensión en el aire.

—¿Qué está pasando? —preguntó Caelan, su tono firme, pero con un deje de preocupación. Había estado a mi lado durante años, había visto más batallas de las que podía contar, pero nunca me había visto así: inquieto, atrapado entre lo que debía hacer y lo que sentía que era correcto.

—Es ella —respondí con voz baja, mirando a la distancia, hacia la cabaña donde había dejado a Aldara. No sabía cómo explicar lo que sentía. No sabía cómo decirles que mi propia naturaleza me estaba empujando hacia algo que parecía imposible.

Caelan frunció el ceño, mirándome fijamente.

—¿La chica? —Su voz estaba cargada de incredulidad. Sabía que algo me había cambiado desde que la había traído al campamento. Sabía que mis órdenes eran erráticas, que algo más profundo me estaba afectando.

—Es mi compañera —admití finalmente, dejando que la verdad saliera como una confesión. Las palabras colgaron en el aire, pesadas y llenas de significado.

La sorpresa en el rostro de Caelan fue instantánea. No estaba preparado para escuchar esas palabras. Ninguno de nosotros lo estaba.

—¿Cómo es posible? —preguntó, casi en un susurro. Sabía que para los lobos, el lazo de una compañera era sagrado, algo que no se podía cuestionar. Y sin embargo, aquí estábamos, en medio de la noche, discutiendo la posibilidad de que una humana —o lo que sea que fuera Aldara— pudiera ser la mía.

Sacudí la cabeza, pasando una mano por mi cabello empapado por la lluvia.

—No lo sé, Caelan. Todo en mí dice que es ella, pero algo no está bien. Su olor… no es normal. No es como el de las demás brujas. Pero tampoco es completamente humano. —Hice una pausa, tratando de encontrar las palabras adecuadas—. Es como si hubiera algo más, algo oculto dentro de ella.

Caelan asintió lentamente, su rostro sombrío.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó finalmente.

La pregunta flotó en el aire, y por un momento me sentí incapaz de responder. Mi deber como alfa era proteger a mi manada, asegurarme de que todos estuvieran a salvo. Pero cada vez que pensaba en Aldara, todo lo demás se desvanecía. Mi instinto de protegerla, de cuidarla, superaba cualquier otro pensamiento.

—No sé si puedo seguir con esto —admití en voz baja. Era la primera vez que decía algo así frente a mi manada. Mi lealtad siempre había estado clara, y ahora sentía que estaba traicionando mis principios más básicos.

Caelan me miró durante un largo momento antes de asentir una vez más.

—Confío en ti, Ragnar. Y la manada también. Haremos lo que sea necesario.

Sentí un peso aliviado de mis hombros con esas palabras. Sabía que Caelan no lo diría si no lo creyera. Y sabía que mi manada me seguiría, sin importar lo que decidiera.

Pero aún quedaba una pregunta sin respuesta. ¿Qué era realmente Aldara? Y si era tan peligrosa como temía… ¿sería capaz de elegir entre mi manada y mi compañera?

De repente, un estruendo retumbó a lo lejos. Era diferente de los truenos que habían sacudido el cielo. Algo mucho más profundo, más primitivo. Como un grito ahogado, pero distorsionado por el viento y la lluvia.

Mis ojos se ensancharon, y mi corazón saltó.

—Aldara —susurré, sin esperar la confirmación de Caelan. Mi cuerpo se movió antes de que mi mente pudiera procesar lo que estaba pasando.

Corrí. Cada músculo de mi cuerpo se tensó mientras me abría paso a través del bosque, saltando entre ramas y troncos caídos. La cabaña no estaba lejos, pero con cada segundo que pasaba, el miedo crecía en mi interior.

Cuando finalmente llegué, la puerta estaba entreabierta, y un escalofrío recorrió mi columna. Entré, empapado por la tormenta, pero no me importaba. La cabaña estaba oscura, salvo por el leve resplandor de la chimenea casi apagada.

Aldara estaba allí, de pie, temblando en medio de la sala. Sus ojos estaban muy abiertos, y su piel pálida brillaba a la luz de las llamas moribundas. Pero no fue eso lo que me detuvo en seco.

A su alrededor, flotando en el aire, había pequeñas motas de luz. Pequeñas, pero poderosas, como si estuvieran formadas por pura energía. Y a pesar de lo increíble que era, supe inmediatamente lo que significaban.

—¿Qué está pasando? —preguntó Aldara, su voz apenas un susurro.

No supe qué responder. Pero sabía una cosa con certeza. Lo que estaba viendo no era magia cualquiera.

Era su magia.

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