Cuando llegaron al centro de detención, caminaron juntos por los pasillos hasta la sala de visitas. Las puertas de metal resonaban a su paso, y cada eco parecía recordarle a María Elena la carga de ese encuentro. Anthony, a su lado, le transmitía una calma que ella agradecía silenciosamente.Finalmente, cuando la puerta se abrió, un hombre de rostro cansado y serio los miró desde la mesa. Era Luis Díaz, el hombre que había perdido años de su vida tras la condena que ella había defendido. María Elena sintió un nudo en el estómago, pero Anthony le dio un leve apretón en el hombro.—Vamos —le dijo en voz baja, dándole el impulso que necesitaba para dar el siguiente paso.Luis Díaz los observó con una mezcla de sorpresa y resentimiento. Sus ojos, marcados por el dolor y el tiempo, se clavaron en María Elena con una dureza que la hizo detenerse.—¿Qué hace aquí, doctora? —preguntó él, su tono impregnado de agresividad contenida.María Elena sintió que su garganta se cerraba y el peso de la
Elliot se tensó, pero no soltó a María Elena de inmediato, manteniendo su postura defensiva y sin apartar la vista de Anthony. Una ligera sonrisa de desafío apareció en sus labios.—¿Apoyo? —replicó Elliot, con un tono cortante y desafiante—. ¿Y dónde estaba ese apoyo cuando ambos enfrentaban el mismo caso?Anthony mantuvo la mirada, aunque el comentario lo descolocó.—Lo hice lo mejor que pude, Elliot.Elliot soltó una risa fría.—¿Lo mejor? Si realmente la hubieras apoyado, habrías renunciado a defender a Díaz, pero no, ¿verdad? Seguiste adelante hasta el final, la enfrentaste en el juicio, y cuando las cosas se pusieron mal… la dejaste sola. Toda la culpa ha caído sobre ella, y sí, ella se equivocó, pero tú podrías haber renunciado y apoyarla… y no lo hiciste.Las palabras de Elliot fueron un golpe bajo, y Anthony apretó la mandíbula, sin poder negar la verdad en ellas. El silencio se tensó entre ambos mientras María Elena, aun intentando recomponerse, miraba de reojo a Anthony, no
Después de un largo momento de silencio, María Elena levantó la mirada y le preguntó a Anthony con voz baja, casi en un susurro, como si temiera romper el delicado equilibrio de emociones que habían compartido en el viejo apartamento:—¿Qué hablaste con Luis Díaz cuando te quedaste con él en la sala de visitas?Anthony se detuvo un instante, evaluando cómo responderle, y al final le sostuvo la mirada, con la intención de ser honesto.—Intenté convencerlo de que se deje defender, de que vale la pena reabrir el caso. Pero, María Elena, él ya no cree en la justicia. Para él, esos ocho años lo han destruido de una forma en que todo esto parece inútil… incluso liberarlo.María Elena apretó los labios y desvió la vista, sintiendo que un nudo de rabia e impotencia se formaba en su pecho. Apretó los puños, y tras unos segundos de profundo silencio, murmuró con una voz que apenas contenía la determinación feroz que estaba naciendo en su interior.—Todo esto es mi culpa… pero te prometo que voy
Anthony silenció el micrófono de su móvil.—Rachel trajo a los niños hasta acá, quieren verme, pero tú y nuestro hijo…—Ve a verlos, Anthony —expresó ella con dulzura—. No te preocupes por nosotros. Micky está bien y, si te necesitamos, te llamaré.Anthony sintió una mezcla de alivio y agradecimiento al escucharla. La comprensión de María Elena era un recordatorio de por qué siempre la había amado tanto.—Gracias —susurró y, volviendo a responder por el móvil, añadió—. No se muevan de ahí, salgo para allá.Anthony escuchó los gritos de emoción de los niños. Rachel confirmó que ahí lo esperarían. Cuando Anthony colgó, miró a María Elena y le pidió, en un tono que revelaba su deseo de mantener todo transparente entre ellos:—Dile a Micky la verdad. Él sabe de los niños… y quiero que se conozcan. Claro, si no tienes problema con eso.María Elena le sonrió con ternura, una chispa de comprensión en sus ojos, y asintió sin dudar.—Claro que no, Anthony. Yo también quiero conocerlos —respond
La puerta del apartamento se cerró de golpe, y el sonido resonó en la sala silenciosa. María Elena Duque estaba de pie, con el rostro endurecido por la rabia que no podía contener. Su cabello castaño claro, largo y ondulado, caía desordenado sobre su rostro. Sus ojos azules, normalmente calmados, ahora brillaban con incredulidad y furia. Alta y esbelta, irradiaba una energía contenida, lista para explotar.Cuando Anthony entró, sus miradas se encontraron. Los ojos dulces de María Elena, que él tanto conocía, ahora lo miraban con una mezcla de ira y decepción que jamás había visto en ella.—No puedo creerlo —espetó ella, su voz se quebraba por la rabia contenida—. ¿Cómo puedes defender a un asesino?Anthony detuvo el paso, su porte elegante y confiado comenzaba a tambalear bajo la presión. Alto, musculoso, con su cabello oscuro y ondulado enmarcando su rostro de facciones finas, intentó mantener el control. Sus ojos azules, que siempre transmitían serenidad, ahora reflejaban la tensión
El sol de la tarde se colaba por los ventanales del elegante despacho de Anthony Lennox, proyectando sombras sobre las paredes de madera oscura. La mesa de reuniones, de cristal y acero, estaba rodeada por los socios de su firma. La discusión giraba en torno a un caso penal complejo, uno de esos que podían marcar el destino de la firma y de las personas implicadas. Anthony, sentado al final de la mesa, escuchaba en silencio, sus dedos tamborileando sobre los documentos mientras sus colegas intercambiaban opiniones.—El caso es complicado —comentó uno de los abogados—. La evidencia no es concluyente y la presión mediática está en nuestra contra.—No hay manera de ganar esto sin un acuerdo —agregó otro socio—. Si forzamos el juicio, arriesgamos mucho.Anthony, siempre implacable y calculador, alzó la mirada. Con un gesto de la mano, indicó que era hora de hablar. El silencio en la sala fue inmediato. Todos sabían que cuando Lennox hablaba, había una dirección clara que seguir.—Un acuer
El reloj en la pared marcaba las 7:30 a.m., y el ajetreo matutino en el apartamento de María Elena Duque estaba en su apogeo. Mientras intentaba encontrar sus llaves y revisar su agenda para el día, su hijo Michael comía su cereal tranquilamente, completamente ajeno a la prisa de su madre.—Michael, cariño, apúrate con ese desayuno. El bus escolar ya casi llega, y no podemos llegar tarde —dijo María Elena, apresurándose de un lado a otro.Michael, siempre curioso, levantó la vista de su tazón y la observó con sus grandes ojos claros, tan parecidos a los de Anthony.—Mamá, en la escuela dijeron que hay un evento la próxima semana, y tienen que ir todos los papás. —Michael la miró directamente, sus palabras saliendo con total naturalidad—. ¿Por qué mi papá no está conmigo? ¿Cuándo va a venir?La pregunta de su hijo la descolocó por completo. Cada vez que Michael preguntaba por su padre, sentía el mismo nudo en el estómago. Anthony. El hombre que nunca supo que tenía un hijo. Michael se
El aire en la sala se volvía más denso con cada segundo. María Elena sentía cómo la adrenalina subía por su cuerpo, alimentada por la furia y el desconcierto. Sin pensarlo, dio un paso hacia el hombre que acababa de soltar esa confesión devastadora. Lo agarró del brazo y lo zarandeó, sus ojos azules llenos de rabia.—¿¡Qué dijiste!? —espetó, con la voz temblorosa de indignación—. ¡¿Vienes ahora, después de ocho años, a decirme que Luis Díaz es inocente?! ¡¿Por qué callaste todo este tiempo?!El hombre, visiblemente asustado, levantó las manos en un intento de defenderse, pero no se apartó. Sabía que merecía ese reclamo.—¡Tenía miedo! —respondió con la voz rota—. ¡Estaba amenazado! Si hablaba, iban a matarme... a mí, a mi familia. No podía hacer nada. Pero no puedo seguir con esto. No puedo dormir, doctora. Luis Díaz es inocente, ¡no fue él! El verdadero asesino fue su socio... Roberto Medina.María Elena sintió un frío recorrerle la espalda al escuchar el nombre. Recordaba a Medina,