Entró al campo de entrenamiento (al parecer así le llamaban) con una sensación de malestar en el estómago, siguiendo al resto de jóvenes que charlaban y reían. Trixa, la mestiza de tez oscura y ojos negros que la había ayudado ya tres veces, caminaba unos pasos delante de ella sin prestar atención a lo que la rodeaba, como si caminara por costumbre y se encerrara a sí misma en su propia mente y lo que sea que hubiera dentro. Era prácticamente la única persona con la que había hablado desde que había llegado allí y había conseguido sonsacarle poca cosa:
-Sirve de refugio a quienes, de quedarse arriba, morirían- había respondido sin muchas ganas a la pregunta de qué era aquel lugar, tras confirmar sus sospechas de que se encontraban bajo tierra. Y había añadido, en un balbuceo que apenas había conseguido entender:- Aunque sólo traen a quienes pueden usar.
-¿Usar para qué?
-Para su maldita “rebelión”- había contestado con un rencor genuino, pronunciando con burl
Habían estado conversando alrededor de esa mesita que utilizaban siempre durante casi una hora y habían llegado a la misma maldita conclusión: si Dehna no lo conseguía, nada de todo lo que ellos pudieran planear funcionaría. Y no les quedaba mucho tiempo. Se conocían desde hacía años, manejaban juntos cada parte del plan, cada centímetro de cada refugio, de cada organización, y sabían hasta cierto punto los motivos que tenía cada uno para querer cambiar las cosas. Shasta, sin embargo, que había empezado con todo aquello siendo sólo un muchacho, sabía que era un misterio para todos los demás, veía en sus rostros esa confianza incompleta, ese montón de preguntas que querían hacerle y nunca se habían atrevido. Si nunca hablaba de sí mismo, no obstante, no era solamente porque no quisiera recordar; él no quería cambiar las cosas, le importaba un cuerno cómo se comportaba la sociedad. Y sabía que eso no lo entenderían, por eso seguía aquella farsa de la revolución que le servía d
Daba vueltas por el almacén, buscando algo útil, mientras Enxo la observaba tan fijamente como si quisiera atravesarle la espalda, siguiendo cada uno de sus movimientos, poniéndole los pelos de punta. Llevaban en silencio un tiempo que a Dehna se le hacía eterno y muy incómodo; no confiaba en él, pero menos confiaba en sí misma. Tenía que luchar con sus ganas de voltearse y echarle una mirada de reojo, lo cual, de todos modos, hacía cada tanto de manera inconsciente. Él se mantenía de pie, apoyado en unas cajas mientras comía su segunda manzana, parado con una arrogancia extraña, nueva para ella; la miraba con una seguridad en sí mismo que no había notado jamás en nadie, con una temeridad natural completamente opuesta a la sumisión que llevaba viendo toda su vida. Parecía…, como si todo su ser se transmitiese en su mirada, como si no tuviera nada que ocultar. Pero es un vaxer, se recordó por quinta vez, abriéndose paso entre bolsas para explorar el depósito; mantene
El joven esbozó una nueva sonrisa, una más tenue, pero no dijo nada; se dedicó a mirar hacia el frente sin ver nada, navegando en su propia mente y pensando quién sabe en qué. Ella dejó pasar un rato, disfrutando inconscientemente del silencio; ninguno de los dos abrió la boca durante un largo momento. La luz que se colaba por la pequeña ventanita apenas alcanzaba para definir contornos y colores, llenándolo todo de sombras. Y el aire allí dentro parecía estancado; fuera se podían oír los sonidos propios de un pueblo ajetreado o de una ciudad tranquila. -¿Qué pasa al mediodía?- preguntó él, en cierto punto, desenredando el silencio que se había enlazado entre los dos. -Cambian las guardias. Con un poco de sigilo y costumbre, podremos regresar sin problemas mayores. Luego de responder, se puso de pie, entumecida, y volvió a revolver la enorme cantidad de alimentos; parecía una cantidad enorme, pero lo cierto es que apenas si alcanzaba para alimentar a los guar
Amira dio un paso cauteloso hacia él, con los ojos fijos en su mirada, atenta a cualquier indicio de que fuera a atacar. “Que tu adversario nunca sepa dónde vas a golpear” le había dicho la última vez; no era algo fácil si su adversario era él. Shasta la observaba divertido, siguiendo también sus ojos con atención, inmóvil y tranquilo. Dio otro paso. El corazón le latía con fuerza. ¿Dónde voy a golpear? El tercer paso fue mucho más rápido, casi fugaz, y la patada que lanzó hacia su pantorrilla como un farol lo distrajo lo suficiente como para permitirle asestar un puñetazo en su… No, lo suficiente no. Maldijo mientras, una vez más, él sujetaba su muñeca (ambas, ni bien la joven intentaba defenderse con su otra mano) y se las sostenía tras su propia espalda, obligándola a erguirse al tiempo en que colocaba un cuchillo salido quién sabe de dónde bajo su barbilla. Había sucedido algo similar todas las veces. -Tienes las manos inmovilizadas y una daga e
Buscó a su alrededor, desesperada, algo que reaccionara ante su llamado. Se imaginó empujándolo, tensó su cuerpo, clavó la mirada en él…, lo intentó casi todo, sin que nada diera resultado. La daga dio otra vuelta en la mano que, separándose de pronto del cuerpo, se preparó y… la arrojó hacia delante. Amira soltó un chillido mientras veía el brillo del filo acercarse y, en un instante, todo se tornó rojo. Los vanix a su alrededor brillaron con fuerza y empujaron el cuchillo que salió disparado hacia el otro lado… junto con el aire, el polvo, el sonido, la luz y todo lo que se encontrara en un radio de cinco metros. Con excepción de Shasta, que se cubrió con una luz celeste de pies a cabeza. El repentino vacío la arrojó hacia delante y, por un segundo, no pudo respirar. El efecto no duró mucho y una ráfaga de viento le revolvió el cabello, devolviendo el aire, regresando el sonido. Amira tosió, con el corazón latiéndole al galope y las manos temblorosas. Levantó el ro
Enxo cavaba con una fuerza innecesaria y furiosa a pesar de las quejas que emitía su cuerpo en forma de dolor. Un ligero ceño fruncido en su rostro era lo único que delataba, más allá del estruendo que provocaba la roca al romperse, su frustración, producto de aquella mujer que lo sacaba de quicio tanto como de sus propios pensamientos. Habían pasado (en realidad no llevaba la cuenta del tiempo cuando estaba ahí abajo) al menos dos días desde que ambos se habían encontrado en el depósito y esos dos días, o cuantos fueran, él había estado buscándola por todos lados. En cuanto la encontraba, ella se escabullía tal como hacía antes, tal como si nada hubiese cambiado. Para él comenzaba a cambiar todo. Podía verla, si levantaba la cabeza, picando la piedra al otro lado de aquel enorme espacio; había estado taladrándola con la mirada durante toda la mañana, sin éxito. La única vez en que se habían cruzado sus miradas y el espacio que los separaba había parecido desaparecer
Formaba fila, para que le rellenaran el plato con papas y alguna otra cosa que no alcanzaba a distinguir; era una de las últimas y, cuando llegó su turno, la papa se acabó. El que repartía las raciones, un hombre que rondaba la treintena, que ella había visto alguna vez en los entrenamientos y que debía ser también el cocinero, maldijo en voz alta y se un instante para hablar con alguien. Volvió maldiciendo, se acercó, y Amira estaba a punto de decir que no tenía hambre y de irse cuando el hombre se dirigió directamente a ella con desgana. -Bonita, ¿nos haces un favor?- preguntó y, antes de que la joven atinara a asentir con la cabeza, continuó:- ¿Puedes ir a buscar Lenia y preguntarle si se llevó la llave del depósito? -Creo que están en reunión- gritó una voz de mujer desde lo que debía ser la cocina, tras una puerta entreabierta. -¡Que me jodan si me interesa! ¡No voy es esperar aquí todo el maldito día sólo porque ella olvidó devolver la puta llave!
Amira notó cómo la llama que le daba fuerzas intentaba quemar el miedo que aceleraba su corazón cada vez más. Pero, por una vez en su vida, no escuchó ninguna vocecita que la detuviera o le preguntara en qué se estaba metiendo. -¿Es una venganza, entonces? ¿Una guerra en la que muere gente por tu venganza? Shasta dio un paso hacia ella y la joven sintió cómo en cada parte de su cuerpo se le erizaba la piel. Va a matarme, pensó mientras su respiración se aceleraba. Iba a matarla frente a la creciente cantidad de personas que se habían reunido y que escuchaban la discusión atentamente, con los ojos muy abiertos y los labios separados. Debían pensar que estaba loca. Y muerta. -Princesa…- advirtió, dando un segundo paso, con una voz tan escalofriante como su expresión. No obstante el odio que le desfiguraba el semblante, parecía, detrás de sus ganas de asesinarla, desesperado por preguntar cómo lo sabía. “Cierra la boca”. Fue la amenaza implícit