MOLESTIAS A FLOR DE PIEL.

La charla amena continuó rumbo a la mansión; entre pláticas, Arturo me había contado cómo había conocido a los agradables amigos que nos habían interpretado una canción y de las veces que Ébano le ocasiono fracturas a Daniel. Continuó con las narraciones de sus viajes, mientras yo permanecía en silencio; prefería mil veces oír su voz que la mía, que sonaba a agonía. Sin darnos cuenta ya estábamos en la mansión; antes de entrar me di nuevamente valor para preguntarle por el relicario, debía hacerlo. Arturo contempló que me había rezagado un poco.

—¿Sucede algo?

—En realidad no… Bien, deseo hacerle una consulta —mi voz sonó torpe.

—Entonces, hazla —las facciones de su rostro me permitían ver que se ponía a la defensiva.

—¿La noche en la que me encontró, no llevaba un relicario conmigo? —su rostro cambió de forma veloz y, ante mí, el brillo que lo acompañaba se apagó, aflorando la frialdad característica de él—.

—¿Era esa joya muy valiosa para usted?

—Sí, tenía y tiene
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