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Capítulo 4: Una invitación no esperada

Aquella jornada vespertina estaba resultando gratamente agotadora. Isabella estaba realmente agradecida por aquel empleo, aun así, resultara bastante cansado el realizarlo. Su hijo estaba a salvo en compañía de las cuidadoras y otros niños que, al igual que Ferdinand, sus padres realizaban diferentes trabajos en aquel hotel de lujo. No se había encontrado ni por casualidad con el dueño del lugar, y, sinceramente, agradecía por ello, pues realmente aquel encuentro había resultado algo incomodo para ella.

Escuchaba hablar a sus compañeras sobre sus planes para esa noche; se estaban poniendo de acuerdo para, al salir de allí, ir a algún bar cercano a pasar una buena noche. La habían invitado, por supuesto, pero no tenia a nadie que le ayudase a cuidar de Fer, por lo cual, no podría en demasiado tiempo darse el lujo de salir a una noche de fiesta. Tenia ya mucho tiempo sin salir a divertirse, pues la maternidad era muy exigente, y sin el apoyo de nadie, ella no podía darse el lujo.

Recordaba sus épocas siendo soltera, y como había imaginado una vida completamente diferente. Deseaba ser ingeniera, y, de hecho, estaba estudiando para ello cuando se entero de que estaba embarazada. Sus padres, como era de esperarse, la sacaron de la universidad y le retiraron todo apoyo para luego echarla a la calle. Negando en silencio, reconoció que habían sido tiempos muy duros, pero, aun así, no se quejaría de su pequeño retoño, quizás en algún momento, ella podría retomar sus estudios y hacer realidad su sueño.

En su oficina, Joseph Harrington miraba una fotografía que yacía enmarcada sobre su escritorio. En ella, se podía apreciar la fotografía de un niño que no parecía tener más allá de los 4 o 5 años. Sus cabellos eran castaños, sus ojos verdes muy llenos de vida, y aquella enorme sonrisa que extrañaría por el resto de la eternidad, le traía memorias tan felices como las mas desgraciadas.

Alguna vez había sido el hombre mas feliz de la tierra, sin embargo, una vez que la desgracia toco su vida, había perdido toda esperanza y pasado de ser un hombre gallardo y orgullosamente dichoso, a ser casi como un alma en pena que sollozaba en los rincones oscuros de su enorme y demasiado solitaria mansión.

Los jardines que se alzaban a la vista desde aquellos ventanales, alguna vez albergaron a su hijo cuando ocasionalmente lo llevaba al hotel para jugar, le traían recuerdos de tiempos mejores en los que la dicha parecía ser eterna, sin embargo, la única verdad de la vida, es que es verdaderamente impredecible…tanto que había pasado de ser el hombre mas afortunado del mundo, al ser el mas infeliz en tan solo segundos. Aquella estatua que desde sus ventanales se alcanzaba a ver, la había colocado en memoria de lo mas amado y cuya perdida lamentaría para siempre. El niño que miraba al cielo…su amado hijo.

Sus ojos grises se quedaron quietos mirando algo. Aquella mujer, la madre de Ferdinand, el cándido niñito de gran sonrisa inocente y ojos tan vivaces, barría las hojas que el viento había arrastrado hasta las calzadas y que podrían llegar a dar una mala imagen de su hotel.

Parecía tan cansada, realmente agotada, como si llevase el peso del resto del mundo sobre sus delgados hombros. Aun así, aquellos ojos que contemplo en ella y que le hablaban de mil batallas, eran firmes, sin rastro de duda en ellos, y aquello, lo había cautivado en un primer lugar. De pronto, un sentimiento se hizo presente, quizás el jamás podría enamorarse, no de nuevo, no después de perder a su esposa y a su amado hijo, sin embargo, si podía ayudar a aquella mujer y a su encantador hijito, que parecían haber estado solos durante demasiado tiempo.

Tomando su saco, dio una ultima mirada a la mujer que barría con tanta enjundia las calzadas y plazoletas de los jardines del lujoso hotel, quería volver a sentirse útil…y quizás amado.

Ferdinand jugaba con otros niños usando el carro de juguete que Santa le había traído la navidad pasada. Inocentemente y alejado de los otros pequeños que parecían ignorarlo, no se percataba del rechazo que siempre sufría al ser un niño sin padre. Su madre y el habían pasado momentos realmente duros, tanto así que muchas veces, sin darse cuenta, la mujer que le dio la vida se quitaba el pan de la boca para que él no se quedara sin cena o almuerzo. Ferdinand no conocía de malicia, de carencias o de sufrimientos; era solo un niño inocente que deseaba tener a un padre mas que a nada en el mundo.

Joseph lo miraba con atención, parado en la puerta de aquella guardería, miraba a ese pequeño que tanto y tanto le recordaba a su hijo. Caminando hacia él, el hombre lo saludaba de nuevo, y al escuchar su voz, el pequeño Ferdinand se levantaba de su lugar de juego para correr directamente hacia aquel señor que tan amable había sido con él.

La soledad que había estado sintiendo, parecía calmarse poco a poco sintiendo las manos de aquel inocente pequeño tocando su cara, animándolo a jugar a con el mientras le compartía el único coche de juguete que decía que tenía. Mirándolo con atención, pudo notar como su ropa era abrigadora y nueva, aun cuando sus zapatitos no eran de una marca reconocida, se notaba a leguas el enorme esfuerzo que la madre hacia para mantener a su pequeño bien vestido y limpio. Ella, sin embargo, no lucia de la misma manera. Su rostro cansado, su ropa desgastada, su aspecto descuidado y aquellas marcadas ojeras, eran toda una evidencia de los sacrificios hechos y los sufrimientos atravesados.

Isabella era por si misma una mujer admirable, fuerte y decidida, capaz de ganarse el respeto y la admiración de cualquiera. Aun cuando eran muchos los temores e inseguridades las que cargaba a las espaldas, nunca permitía que nada de ello la detuviera. No había mas remedio que seguir hacia adelante, esperando que el futuro fuese mas gentil con ella y lograr darle aquella vida de ensueño a su pequeño hijo. Terminaba de barrer aquella plazoleta, cuando en el centro admiro una hermosa estatua de un pequeño que, si era a tamaño real, solo seria un poco mas grande que su Ferdinand. Era de cobre por lo menos, y parecía recibir mantenimiento constante, pues lucía muy bien cuidada. Solo había una fecha: 11 de marzo del 2016, y no especificaba si era fecha de nacimiento…o de algo más. El niño sostenía una paloma con sus alas extendidas hacia el cielo en las manos, y su vista tambien estaba dirigida hacia allí, era una estatua hermosa…pero desgarradora en su simbolismo.

Caminando hacia la guardería, sentía como aquel dolor de espalda se le clavaba sin piedad alguna, aun así, no podía ni quería quejarse, ella tan solo debía seguirse esforzando. Había barrido toda el área de los jardines, pues los fuertes vientos de esa tarde, habían tirado muchas de las hojas desde las copas de los altos árboles. Sin embargo, no era aquello lo que la tenia así de pensativa, mas bien, era saber quien era el pequeño de aquella estatua conmemorativa que había en el centro de la plazoleta principal de esa área. ¿Seria el hijo del dueño? Aquel que su hijo menciono y que, lamentablemente, había fallecido.

Negando en silencio, considero que seria impropio e imprudente el preguntar, después de todo, ¿Qué padre querría hablar de un acontecimiento tan desgarrador? Algunas lagrimas le picaron los ojos al imaginar por solo un instante, la magnitud de ese dolor tan grande y trágico que solo el perder un hijo podría dar. No quería imaginarlo, pues el solo pensar en perder a su Ferny…no podría con ello, estaba segura de que cualquier sufrimiento lo podría superar…menos ese.

Entrando a la guardería, se sorprendió al mirar al señor Harrington de nuevo allí, jugando con su hijo, y Ferdinand parecía estar tan cómodo con él, como si lo conociera de toda la vida. Quizás, era el deseo de su hijo por tener un padre, y aquel hombre parecía tan roto y tan triste que buscaba un hijo. No sabia que hacer o sentir al respecto, pero algo dentro de sí misma le decía que aquello no estaba mal.

Una vez mas su hijo, al mirarla, corrió hacia sus brazos para envolverla en un cálido y pequeño abrazo que parecía que le regresaba mil años de vida a su agotado cuerpo. Mil veces eran las que se hallaba justo en el límite, sintiendo en su mente, cuerpo y alma que ya no podía más, pero aquel amor, aquellos abrazos que su hijo le brindaba, le regresaban la vida que sentía perder poco a poco en cada amargura y decepción vivida una tras otra.

Joseph miro aquella escena llena de amor, miro a aquel pequeño y a esa madre trabajadora que parecía cargar con el peso del mundo entero sobre ella. Una sonrisa se había dibujado en su rostro. Había tomado una decisión. No se enamoraría, no podría, aunque quisiera, pero quería ser el ángel guardián de esa pequeña familia que parecía demasiado rota. Quería ayudar a esa madre, quería ayudar a ese pequeño, al menos lograr que su odisea fuese mas sencilla.

Con pasos firmes y después de levantarse del suelo aun con ese carrito entre sus manos. Joseph Harrington se acercó a ellos, sin saber lo que aquella decisión que había tomado, seria el primer paso para marcar eternamente su destino, así como el destino de los involucrados.

—Buenas tardes señora Bianco — saludo con caballerosidad el apuesto hombre.

Isabella se sintió un poco avergonzada de nuevamente cruzar palabras con aquel hombre tan importante.

—B-Buenos días señor Harrington — saludo de vuelta dejando ver su nerviosismo.

Joseph sonrió, e inclinándose ante aquella mujer como en la vieja usanza, pudo le dijo algunas palabras.

—Me complace mucho el invitarla a cenar esta noche, a usted y al pequeño Ferdinand, espero acepte la invitación de este atrevido hombre que solo desea conocerlos mejor, si es que acaso eso no le molesta — dijo Joseph con entera sinceridad.

Isabella sintió como todos lo colores del mundo se le subían desde la punta de los dedos de los pies, hasta las mejillas de su cara, y un repentino mareo apareció ante ella. ¿El dueño del hotel la estaba invitando a cenar? ¿Aquello era verdad? Se sentía tan irreal como el cuento de Cenicienta, tan increíble como los unicornios, y tan extraño como aquel sentimiento abrazador que la trae la primavera consigo después de un invierno demasiado largo.

Se había quedado repentinamente muda y congelada, las palabras no le salían de los labios y el asombro no terminaba de pasarle. Isabell Bianco había asentido sin pensarlo, sin meditarlo, y sin pronunciar palabra alguna mas que aquella afirmación que había hecho tímidamente con la cabeza.

Joseph sonrió, y luego, tomo la mano de aquella madre soltera que se sentía como flotando en una nube de irrealidad tan grande como el sol, para luego besar su palma como lo harían los príncipes de los cuentos de hadas. Con las mejillas rojas, Isabella no sabia que aquel siempre acto, cambiaria para siempre su destino y el de su hijo.

—Pasare por ustedes a las 9 de la noche, muchas gracias por aceptarme tan generosamente —

Aquellas palabras dichas por el dueño del hotel la regresaron a la realidad, ¿Qué acababa de pasarle?

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