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Capítulo 2: Abandonada

Naiara

El tiempo pasó y yo crecí lejos del imperio. De niña escuchaba historias de Aveyron. El imperio y sus casas, con familias, sus grandes señores, sus ríos, sus bosques, sus lagos, sus animales… pero yo no sabía nada de eso más que en libros. Conocía solo palabras, imágenes y de lo que me contaba mi madre y señores. 

Me críe en un templo con las sacerdotisas que ayudaron a mi madre a traerme al mundo. Mi familia eran ellas, algunos criados y los señores que nos salvaron. Era un pequeño valle, húmedo, con muchos árboles dispersos, con pantanos, con lagunas y con pequeños barcos para movernos de un lado a otro.

Tuve clases de historia, de idiomas, de espada, arco y flecha, de lucha cuerpo a cuerpo, de navegación y de las estrellas y sus secretos.

No era una niña común, era una persona tan odiada como amada. Odiaba por mis enemigos que escondían mi nacimiento, amada por una facción de imperio que esperaba mi regreso, así como un profeta esperando que lo que dice se haga verdad. 

Para mi madre y los señores había un solo objetivo: gobernar. Yo tenía que volver al palacio imperial y tomar el trono que me correspondía. Me habían quitado mi familia, mi padre, mi legado, mi puesto como princesa. 

Princesa.

Ni siquiera me consideraban una, porque la verdad es que yo no era nada para la gente del imperio. Yo ni siquiera existía para ellos. Mi medio hermano Markus se encargó de borrar cualquier rastro de que mi madre estuviera viva y embarazada, se proclamó el último Caelum, el último heredero de tan noble casa. Nadie se acordaba de mí, y mi propia existencia pasó a ser un mito. ¡Pero yo existía! ¡Aquí estaba! Y, sin embargo… no podía salir y decir al mundo que aquí vivía, respiraba, soñaba, dormía y corría por los valles. 

Princesa para convertirme en emperatriz.

Había jurado seguir ese camino, no importa lo que se necesitara, no importa lo que ocurriera, yo tenía que hacerlo. Se lo debía a mi madre y a su familia para vengarla. Se lo debía a mi difunto padre que nunca conocí, se lo debía a los señores que habían expuesto sus vidas para que yo naciera y me protegían, y se lo debía a mis súbditos, a mi pueblo que sufría en manos de Markus. 

Decían que el imperio era peligroso, que los caminos no eran como antes. Mis consejeros clamaban que Markus gastaba las reservas y el oro y que hacía tratos con vecinos indeseados. Solo le importaba él, solo mantenerse en el poder, con un grupo de aduladores. 

Mi joven madre había ido al imperio varias veces de incógnita y había hablado con los grandes señores para ganarse su favor. Algunos la aceptaron, otros intentaron matarla, y la mayoría… la obviaron y ni la reconocieron. 

La rechazaron como si no fuera nadie ¡Ella que era la emperatriz!. Le decían que no había una heredera, ni ninguna emperatriz, que el emperador solo tuvo un hijo, Markus. Hablar de mí se convirtió en un pecado, que incluso podría causar la muerte. Y así pasé al olvido, algunos ni sabían que Naiara vivía ¿Quién era ella?

La tristeza la consumió, poco a poco. Sé que su corazón sobrevivió tanto, solo por mí. Le rompía el alma dejarme sola, y, sin embargo… un día no pudo más. Su salud se debilitó y no pudieron hacer nada para ayudarla. Cuando se fue de este mundo creo fielmente que era feliz, tomaba la mano y me decía “Voy con Otelo, hija mía” y sonreía, llorando de tristeza y felicidad. 

Hasta que una mañana no escuché más mi nombre, ni el de mi padre, ni el de mi tía Nara… simplemente se quedó en un sueño eterno. Me quedé sin lágrimas de llorar, pero en el fondo de mi corazón sabía que ella se había reunido con él, y que quizás si yo tenía suerte, podría verlos alguna vez. 

Ahora había sido abandonada una vez más, estaba sola, rodeada de gente que esperaba lo mejor de mí, que tenían su fe puesta en mí, y crecí con esa presión, con sus deseos, con sus creencias de que yo estaba destinada para más y mejor. Me pedían que luchara, pero no podía ir al imperio, me pedían que tuviera paciencia, pero nada sucedía, me decían que tenía que luchar por una gente que no conocía. 

Pero lo único que hacía era estar sentada, leyendo, analizando cartas, recorriendo mapas con mis ojos, como si desde la capital Halia a donde estoy fueran dos pasos con mis dedos, como se veía en este dibujo. 

A veces creía que era un peón más en una batalla entre piezas más poderosas que yo. Se hablaban de planes, de profecías en las que yo estaba involucrada, pero según yo era solo una niña. Al agonizar mi madre, vinieron los grandes caballeros que me habían apoyado, los fieles cuatro. La mayoría habían enviado a sus hijos, sobrinos o nietos para ocupar sus lugares. 

Habían jurado protegerme y hacer cumplir mi destino de emperatriz de Aveyron. Fidela, Miraes, Bousquet y Haggard, esas eran las familias que habían jurado protegerme, ellos eran mis señores. Sus descendientes enviados habían prometido dedicar su vida a mi triunfo, vestían de negro y habían jurado no casarse ni tener hijos, solo por mi causa. Un sacrificio que yo nunca pedí.

De esos cuatro señores, mi madre le había pedido al Duque de Bousquet que ayudara dentro del reino, que investigara, infiltrado. Eso nadie lo sabía, solo ella y yo. Joseph Fidella y Dart Miraes seguían conmigo aconsejándome, dos hijos de señores como mis soldados personales, siguiéndome día y noche. Y Haggard… el señor Conde había enviado a su brillante joven sobrino, que se unió a la causa sin pestañear. 

Layne Isaac Haggard. 

Recuerdo cuando lo vi ya hace años. Mi madre estaba enferma cuando llegó ese joven al templo. Alto, de piel muy pálida, vestido de negro, ojos verdes como esmeraldas, rostro calmo con una sonrisa cuidada que no transmitía mucho, sino la apariencia de tener todo bajo control. Era joven, mucho más que los demás, recién había cumplido la mayoría de edad, y mi corazón no pudo evitar flecharse con él. ¿Como no hacerlo?

Layne era un seguidor devoto de mi madre, de la luna y de todas las buenas causas. Decían que era capaz de hacer cualquier cosa porque Markus fuera derrocado. Mi madre decía que él ansiaba triunfo, ambición, pero que su corazón era noble. La ambición es necesaria, decía ella… pero en el corazón correcto.

Recuerdo sus palabras de aliento, los libros que me leía, sus historias del imperio. Por las mañanas se unía a mis entrenamientos, exigiendo más y más. Sus recomendaciones eran las que más escuchaba, sus palabras, las más esperadas.

Pensé que era una niña con un pequeño enamoramiento, de un joven inteligente y encantador, con el don de las palabras, de manos grandes y blancas, de un señor de negro, de cuervos y murciélagos. Layne era misterio, era brillo, era inquietud y paz al mismo tiempo. 

Pero cuando él se fue a recorrer el reino y luchar por mi trono, cuando se propuso buscar la forma de llevarme al poder, yo entendí que era necesario… pero lo extrañaba. Era solo un muchacho con el alma dispuesta en la causa de su casa familiar y devoto enteramente a mí, una simple niña.

Luego lo vi una vez más y cuando apareció me volví a llenar de esos sentimientos. Layne hablaba y todos callábamos, hasta los señores más experimentados que él… así de poderoso era Layne, con su sola presencia. 

Se separó de mí y se despidió…prometiendo volver algún día, cuando tuviera noticias de que era mi momento de “mi gran hora” como le gustaba decirme. La paciencia es una virtud de los conquistadores y que tenía toda la vida para esperar mi momento. Sentía que él también me había abandonado. No podía evitar sentirme triste.

Con los años que siguieron, yo particularmente esperaba sus palabras con locura, divisaba sus cuervos y murciélagos anhelando leer saber de él, cuando leía esos pequeños pedazos de pergamino, escuchaba su voz en mi cabeza e imaginaba como sus labios se juntaban para pronunciar las palabras que me decía. 

Nos escribíamos todo el tiempo y me contaba hasta las cosas más sencillas. A veces me enviaba pequeñas flores, semillas, piedras preciosas que encontraba y yo guardaba todo en un pequeño baúl, revisándolo todas las noches, recordando lo que me decía. Me sabía casi de memoria sus mensajes, los adoraba. 

No lo vi más, yo ya había cumplido mi mayoría de edad hace tiempo y era una joven esperando aún, como tonta, viendo mapas, viendo mi pequeño baúl de tesoros. Pensando en lo que podría ser, en mi deber y si me haría vieja aquí esperando mi momento que no llega. Hasta que… un día todo cambió, los hechos en el imperio se empezaron a mover con un simple, pero espantoso hecho… el Duque de Bousquet había muerto.

Nos dice también que sobrevivió su hija Marchelina, que está en el poder de Layne y que el ducado seguirá apoyándonos. Ese nombre hacía acelerar mi corazón, esas cinco letras me hacían suspirar. Se juntaron en Miraes para decidir su boda. Pobre chica, pensaba.

Y a la vez entendía lo que podía pasarle. Yo misma me encontraba en ese mismo puesto desde hace un tiempo. Sabía que tarde o temprano… me tocaría a mí también. 

Ese horrible hecho fue como si se destrabara una roca de una rueda, y ahora la rueda se movía, inclinada hacia abajo, lentamente, pero es cuestión de tiempo para que ruede más rápidamente, sin poder detenerse. 

Estaba sentada en la mesa de estrella de cinco puntas, con mis señores, Joseph, Dart y dos de mis consejeras, Kira y Fedra. En uno de esos puestos me imaginaba a Layne ¿Cómo lucirá ahora luego de que los años han pasado? ¿Cómo me verá? ¿Seguiré siendo para él una pequeña niña? Esperaba que no.

—Su alteza…— me decía Joseph. 

Él era un hombre mayor con el cabello ya con varias canas, era serio y a la vez comprensivo. Lo conocía desde hace tanto tiempo que era como un padre para mí, lo más cercano a un padre que quizás alguna vez tendré.

—¿Qué ha sucedido?— pregunta Kira y Joseph suspira. 

—La emperatriz Aurora, le había pedido al fallecido Duque de Bousquet que investigara sobre la profecía de la luna— dice.

—¿La profecía? Pensé que era solo una leyenda— digo anonadada.

—Su madre creía que no. Pocos la saben, es la verdad, ha estado dividida hace años. Nunca supimos si Bousquet encontró algo… pero parece que de alguna manera… ha comenzado, la profecía ahora parece cierta. El caballero Layne me preguntó por ella. Dice tener una pista— menciona y el clima en el salón cambia. 

—Entonces ahora es que comienzan nuestros planes— señala Fedra y todos asienten.

—Tenemos que buscar aliados, reforzar su causa para el trono, princesa— dice Joseph y yo suspiro —Tiene que casarse, idealmente, con alguien de su rango, el cual no existe en el imperio, por lo tanto, tenemos algunas opciones… fuera, de señores de otros reinos que estarían dispuestos a casarse con usted y poner al servicio sus hombres, su ejército, sus caballeros—

—Para unir nuestros territorios… para que él gobernara— digo firme y todos me observan. No soy una mujer seria, ni fría, ni severa… pero tampoco soy una ingenua.

—No su alteza… usted sería la emperatriz… gobernarían juntos. El territorio de su esposo se anexaría al Aveyron, eso es clave— dice Joseph y lo veo tragando saliva y carraspeando.

—Mi señora… no tenemos hombres que apoyen su causa, solo algunos nobles, pero no un gran ejército como su medio hermano. Una alianza es necesaria… y solo se logra mediante…— dice Dart hablando por primera vez, es el más militar de todos.

—Matrimonio… lo sé— realmente lo entendía, ese era mi destino. 

Quizás si mi padre viviera me hubiese casado con un gran señor. Hubiese hecho concursos y pedido regalos para conseguir mi mano. En este caso no… tenía esas ceremonias. Iba a ser una transacción como si se vendieran un par de cabras y un camello, por oro.

Una mujer por un ejército, una mujer por poder, una mujer por un trono. Quien saben con quién sería, algún rey bárbaro, algún guerrero o algún príncipe mimado. Tenía miedo, era la verdad. Miedo de mi destino.

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