Episodio 3

La tarde avanzaba, y la universidad se llenaba del bullicio típico de los estudiantes. Pero en la mente de James, el eco de la clase seguía resonando, junto con una resolución renovada de llevar su juego un paso más allá. Sabía que cada interacción con Sean era una prueba de límites, y estaba decidido a descubrir hasta dónde podía llegar.

Tamborileaba en su cuaderno con la punta del bolígrafo, sintiendo cómo la monotonía de la clase lo consumía lentamente. Cada palabra de la profesora parecía alargarse interminablemente, y su mente vagaba en busca de algún escape. El aburrimiento se mezclaba con un creciente deseo de buscar al profesor Dante, cuya presencia siempre lograba sacudir su día de alguna manera. La profesora continuaba con su monótono discurso, y James, incapaz de soportarlo más, levantó la mano de manera abrupta, interrumpiendo la lección.

—¿Qué pasa, señor Martín? —preguntó la profesora, notoriamente irritada por la interrupción.

James, con una sonrisa sardónica, respondió sin titubeos:

— ¿Le falta mucho? Es que me estoy cagando.

El salón se sumió en un silencio tenso por un breve instante, antes de que las risas reprimidas de sus compañeros estallaran en fuertes carcajadas, resonando por toda la habitación. La profesora, con el rostro rojo de furia, lo fulminó con la mirada.

—Entonces vaya al baño, pero no interrumpa con estupideces —replicó, su voz cargada de indignación.

James, sin perder su actitud despreocupada, agarró su mochila y salió del salón. Los pasillos de la universidad estaban casi desiertos a esa hora, y sus pasos resonaban en el eco de la soledad. Con una determinación renovada, se dirigió hacia la oficina de Sean. Al llegar, notó que la puerta estaba entreabierta y, sin molestarse en llamar, entró directamente.

Sean levantó la vista de los papeles que revisaba cuando notó la intrusión. James se dejó caer en la silla frente al escritorio y, en un acto de abierta insolencia, subió los pies en la mesa. Sean, sin poder contener su irritación, le dirigió una mirada severa.

—Baje los pies, señor Martín —ordenó Sean, su voz cargada de autoridad.

James soltó una risa desafiante, disfrutando de la tensión que estaba creando.

—Primero que nada, profesor, ¿sabe la rata fea con la que sale, que usted trabaja en un bar gay?

Sean apretó la mandíbula, intentando mantener la calma.

—Se llama Zoe y es mi prometida. No te voy a permitir que la ofendas.

James, ignorando el aviso, repitió con desdén:

—Bueno, la rata fea es horripilante. ¿De dónde la sacó?

La furia de Sean era palpable, su rostro enrojecido y su voz temblando de contención.

—Ya basta, James —gritó, su paciencia al borde del colapso.

James se levantó de la silla y se acercó a Sean, inclinándose peligrosamente cerca de su oído. Su voz se suavizó, pero su tono seguía siendo provocador.

—Escuche, profe, no tiene que enojarse —dijo, acariciando descaradamente el pecho de Sean—. Podría leerme algún fragmento de la obra de Shakespeare, el Soneto 20, es para una tarea.

Sean retrocedió un paso, sacudiéndose del contacto de James, su expresión una mezcla de confusión y rabia. Tomó un profundo aliento, intentando recuperar el control.

—James, esto no es un juego —dijo con firmeza, sus ojos fijos en los del joven—. Si necesitas ayuda con tu tarea, te la proporcionaré, pero no toleraré más faltas de respeto.

James sonrió de manera burlona, pero había un destello de algo más en su mirada, una chispa de desafío que no estaba dispuesto a dejar apagar.

—Está bien, profesor —dijo finalmente, su tono fingiendo sumisión—. Solo quería escuchar cómo lo lee usted. Me encanta cómo hace que Shakespeare cobre vida.

Sean, aún desconcertado por la mezcla de provocación y sinceridad en las palabras de James, se dirigió a su estante de libros y sacó un volumen gastado de Shakespeare. Abrió el libro en la página del Soneto 20, sus manos temblando ligeramente mientras lo sostenía. Con voz clara y firme, comenzó a leer:

—"Un rostro femenino con la propia mano de la Naturaleza pintado, tienes tú, el maestro-amante de mi pasión..."

James se dejó caer nuevamente en la silla, esta vez con una expresión más seria. Escuchaba atentamente cada palabra, sus ojos fijos en Sean. El salón parecía haberse desvanecido, dejando solo a los dos en una burbuja de tensión y palabras poéticas.

Sean continuó leyendo, su voz llenando el espacio con la cadencia y la belleza de los versos de Shakespeare. Y aunque la situación seguía siendo incómoda, había algo en el acto de leer juntos que parecía, al menos momentáneamente, calmar la tormenta entre ellos.

—"Un rostro femenino con la propia mano de la Naturaleza pintado, tienes tú, el maestro-amante de mi pasión;

Un rostro femenino con el corazón de un hombre ganado, una apariencia más justa no podría tener la ilusión."

James, hipnotizado por la entonación de Sean, dejó que las palabras fluyeran a través de él. Las tensiones parecían disiparse, al menos por el momento, y en el silencio que siguió al último verso, ambos se miraron, entendiendo que había algo más profundo en juego.

Sean cerró el libro y dejó escapar un suspiro, mirando a James con una mezcla de exasperación y algo que podría ser simpatía.

—Espero que esto haya satisfecho tu curiosidad, James. Pero recuerda, el respeto es fundamental. No lo olvides.

James asintió, aún con una chispa de desafío en sus ojos, pero algo en él había cambiado. Sin decir una palabra más, se levantó y salió de la oficina, dejando a Sean con un sentimiento de incertidumbre y un destello de esperanza de que, tal vez, había llegado a él de alguna manera.

Se levantó, sintiendo el peso del cansancio en sus hombros. Cerró su portátil y la guardó con cuidado en su maletín, asegurándose de no dejar nada atrás. Sus ojos recorrieron una última vez su oficina, asegurándose de que todo estaba en orden antes de apagar las luces y salir.

Mientras caminaba hacia la salida, sus pensamientos se dirigieron inevitablemente hacia su próximo destino: el bar de Arón. Ese segundo trabajo era una necesidad, no un lujo.

La dualidad de su vida laboral era un recordatorio constante de las responsabilidades que había asumido, y de los sacrificios que estaba dispuesto a hacer por un futuro mejor.

El estacionamiento de la universidad estaba casi vacío. Subió a su coche, un vehículo modesto pero confiable, y se encaminó hacia el bar. El tráfico a esa hora del día era denso, y Sean luchaba contra la impaciencia que sentía cada vez que se detenía en un semáforo. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, dando inicio a la vibrante vida nocturna de Roma.

Llegó al bar de Arón justo a tiempo, parecía un noche tranquila de trabajo. El bar tenía el bullicio habitual de conversaciones mezcladas con el ruido de las bolas de billar chocando en la mesa. Sean, con poco menos de una semana trabajando allí, intentaba ignorar la sensación persistente de que algo malo podía suceder en cualquier momento. La incertidumbre no desaparecía, pero la buena paga lograba hacer que valiera la pena.

Sean se movía con agilidad entre las mesas, llevando una bandeja cargada de bebidas. Su uniforme, aunque sencillo, se ajustaba perfectamente a su cuerpo, resaltando su figura atlética. Mientras servía a los clientes, no podía evitar echar un vistazo hacia la mesa de billar, donde James estaba rodeado por un grupo de hombres. James era el tipo de persona que atraía miradas, no solo por su apariencia, sino por la forma en que se movía, con una confianza y sensualidad que desarmaban a cualquiera.

Cada vez que Sean miraba a James, sentía como si su mirada lo quemara. James no se limitaba a mirarlo; le sonreía de una manera que era a la vez provocadora y lasciva, enviándole gestos con la boca que encendían una chispa en su interior. Era imposible no sentir algo, una mezcla de atracción y desconcierto que le hacía difícil concentrarse en su trabajo.

Intentando ignorar la creciente tensión, Sean se centró en su tarea. Agarró la bandeja con las bebidas y comenzó a llevarlas mesa por mesa, asegurándose de que cada cliente recibiera su pedido con una sonrisa cortés. A pesar de sus esfuerzos, sus ojos se desviaban constantemente hacia James, como si una fuerza invisible lo atrajera hacia él.

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