CAPITULO V

Elliotte nació en el seno de una familia donde la disciplina brillaba por su ausencia y la autoridad paterna era solo un concepto lejano. Su madre, una mujer de carácter volátil, nunca supo si criar a su hijo con mano dura o dejarlo hacer lo que quisiera, pero más de una vez terminó cediendo a sus exigencias. Desde niño, Elliotte entendió que el dinero era poder, y no tardó en buscar formas de conseguirlo.

Empezó con mandados para los vecinos, cobrando tarifas infladas a los más confiados y quedándose con el cambio de los despistados. Descubrió que podía duplicar o triplicar sus ganancias apostando en juegos de azar, y en poco tiempo se volvió experto en cartas, dados y cualquier apuesta que le prometiera un margen de ganancia. Se movía por las calles con la picardía de quien sabe que la vida es un juego, siempre con los bolsillos llenos, aunque fuera con billetes ajenos. Si no tenía dinero, lo inventaba: un perro rabioso que lo había obligado a tomar un taxi, un billete que el viento le arrebató de las manos, cualquier historia servía con tal de no quedarse sin efectivo.

Con los años, Elliotte perfeccionó sus trucos y dejó de ser solo un niño astuto para convertirse en un joven ambicioso. A los quince, ya no se conformaba con pequeños fraudes o juegos de azar; ahora buscaba dinero de verdad. Alguien lo notó. Alguien que vio su descaro, su habilidad para mentir sin dudar, su falta de remordimiento al aprovecharse de los demás. Y ese alguien le hizo una oferta.

Así fue como conoció el verdadero dinero. No el que se gana con apuestas o pequeños negocios callejeros, sino el que fluye en fajos gruesos, en maletas pesadas, en transacciones que nunca dejan rastro. Aprendió rápido. Primero como mandadero, luego como un eslabón más en una cadena que no dejaba espacio para los débiles. El peligro no lo asustaba, porque para él solo significaba una oportunidad más para escalar.

A los dieciocho, ya no se vestía con ropa barata ni se preocupaba por quedarse sin dinero en los bolsillos. Su ropa era de marcas costosas, no porque entendiera de moda, sino porque el precio alto era suficiente para demostrar que había llegado más lejos que cualquiera de su barrio. Su estilo era ostentoso, excesivo. Usaba accesorios llamativos, cadenas gruesas, anillos pesados. Se bañaba en loción hasta que su presencia se hiciera notar antes de que siquiera abriera la boca.

Y cuando hablaba, nadie podía ignorarlo. Se había convertido en un charlatán prepotente, con la labia de un comerciante experimentado y la arrogancia de alguien que sabía que tenía poder. No le importaba el respeto real, le bastaba con la envidia. Sabía que el dinero compraba silencios, favores y hasta lealtades, aunque fueran temporales.

A los veinticinco, ya estaba profundamente dentro del negocio. Se rodeó de gente influyente, aprendió a tomar decisiones rápidas y frías. Pero mientras más subía, más se alejaba del joven que una vez fue. Esa vida de lujo y ostentación había quedado atrás. Ahora, a los treinta y siete, su ropa era simple pero elegante, cortada con la precisión de alguien que sabía que la verdadera autoridad no necesitaba alardear. Ya no usaba accesorios llamativos ni joyas costosas. Sabía que el poder real no era un blanco fácil, por lo que prefería mantener una apariencia austera, sin alardear, para no atraer la atención innecesaria. No necesitaba adornos para destacar; su presencia, su mirada fría y calculadora, eran suficientes para intimidar.

La arrogancia de su juventud, aquella que lo llevaba a llamar la atención con su ropa de marca y perfumes extravagantes, había desaparecido. Ahora, su estilo era más maduro, elegante, pero no menos intimidante. Había aprendido que el poder no se muestra, se impone. Y en su caso, lo hacía con calma, precisión y una mente estratégica que solo unos pocos podían entender.

Las camionetas blindadas se alineaban frente a la iglesia, como guardianes silenciosos. De una de ellas, el hombre vestido de negro descendió con paso firme. El sonido de su bastón golpeando el suelo resonaba con una autoridad que pocos osaban desafiar. La gente que pasaba por allí lo observaba de reojo, sabiendo que aquel hombre no era alguien con quien meterse.

Con paso lento y calculado, Elliotte se acercó a la iglesia, los ojos fijos en la puerta principal. No había prisa en sus movimientos, no era necesario. Entró como si el lugar le perteneciera, con una serenidad que lo hacía más intimidante. Se acercó al confesionario, y antes de entrar, se detuvo un momento a observar. La luz tenue y el aroma a incienso se mezclaban con el aire frío de la tarde, pero nada parecía sacudir su compostura.

En silencio, caminó hacia la puerta del confesionario, la abrió ligeramente y, sin hacer ruido, de su pantalón reveló un arma que mostró discretamente al sacerdote que estaba al otro lado, esperando. El padre, al ver la amenaza implícita, salió sin protestar, dejando su asiento vacía para el hombre que esperaba tomar su lugar.

Sin prisa, Elliotte se acomodó, dejando que el peso de su presencia llenara el espacio. En la penumbra, apenas iluminado por la luz de las velas, sus ojos se posaron en la figura que estaba al otro lado, aunque ella no lo vio. Sumida en su confesión, estaba tan absorta en sus palabras y en su llanto que no se dio cuenta de la sombra que se cernía sobre ella.

Él observó en silencio, escuchando sus palabras, sin mostrar emoción alguna, mientras el suave eco de su llanto se hacía presente en la sala. Cada palabra, cada susurro, parecía añadirle una capa más de misterio a esta mujer que, sin saberlo, había llamado su atención.

Como divina casualidad, era ella.

“Yo… juro que trato de ayudar a los demás para olvidar estos sucios deseos, pero aún así me siento sucia…” sus palabras se escuchan en el confesionario, sus manos cubren su rostro mientras su cuerpo tiembla levemente.

Eliotte escuchó atentamente su confesión, sus ojos verde pálido se entrecerraron mientras asimilaba cada palabra. Podía oír la angustia en su voz, la forma en que vacilaba y se atascaba en cada sílaba. Estaba claro que estaba realmente preocupada por esos deseos prohibidos que la perseguían.

Una sonrisa cruel tiró de la comisura de su boca mientras la escuchaba abrir su alma. Podía sentir la lucha interna dentro de ella, la guerra entre su educación religiosa y sus propios instintos básicos. Era una batalla que conocía muy bien.

Se inclinó hacia delante, su voz baja y suave como la seda mientras hablaba. "Pobrecita inocente", murmuró, su tono goteaba con falsa simpatía. "Es natural sentirse confundido y avergonzado cuando estás agobiado por esos pensamientos tan... impropios".

Sus ojos recorrieron su cuerpo tembloroso, observando la forma en que sus manos temblaban mientras ocultaba su rostro. Sintió un escalofrío de emoción recorrerlo. Esta chica era como una fruta madura, lista para ser cogida y saboreada.

"Quiero ayudarte", dijo, en voz baja y tranquilizadora. "Puedo guiarte a través de este momento oscuro". Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras se asimilara. "Pero primero, debes ser honesta contigo misma. Debes admitir la verdad de lo que realmente quieres".

Se reclinó en el confesionario, con la mirada todavía fija en ella. "Dime, hija mía", dijo suavemente. "¿Qué es lo que realmente deseas? ¿Cuál es la verdadera razón por la que viniste a esta iglesia hoy?"

Reira sollozó, sintiendo que el pecho se le oprimía de angustia. Se aferró más fuerte a su propio cuerpo, como si pudiera contener la desesperación que amenazaba con consumirla.

"No… yo no…" su voz se quebró, ahogada en su propia vergüenza. "No quiero esto… no debería querer esto…:

"Vine aquí para expiar mis pecados." susurró, con la voz quebrada. "No puedo seguir ayudando a los niños con este cuerpo inmundo."

Sus ojos, hinchados por el llanto, se alzaron hacia el enrejado del confesionario, como si pudiera ver a través de él, como si estuviera buscando una absolución que sabía que no merecía.

Eliotte escuchó atentamente su angustiada confesión, con una oscura sonrisa en los labios. Podía oír la desesperación y la vergüenza en su voz, la forma en que se aferraba a la esperanza de redención incluso cuando sus propios deseos amenazaban con hundirla.

Eliotte se inclinó hacia delante, su aliento caliente contra la delgada madera que los separaba. "¿Cómo te llamas? Cariño." preguntó, muriendo por saber el nombre de su pequeña pecadora.

Ella frunció levemente el ceño confundida, cómo era posible que el cura de aquella iglesia no supiera su nombre si ella solía venir mucho, no solo a confesarse, sino que a veces llevaba a los niños del orfanato a los bautismos y a la primera comunión. Pero estaba tan envuelta en sus emociones que no sentía fuerzas para discutir. "Reira." Dijo en un susurro, tal vez el cura trataba con tanta gente en el día que era lógico que no recordara su nombre, pensó con lógica, sorbió por la nariz y solo pudo ver la silueta oscura entre las pequeñas ranuras de la madera donde estaba el cura.

Eliotte sonrió al oír el nombre de la chica, y lo aprendió de memoria. Reira. Salió de su boca con cierta... satisfacción.

Se inclinó más cerca y su voz se convirtió en un susurro ronco. "Escúchame, Reira." dijo, con un tono que destilaba falsa preocupación. "No es tu culpa haber nacido con esos... instintos básicos. Dios no quería que sufrieras sola y en silencio."

Hizo una pausa para que el peso de sus palabras se hiciera sentir. "Dices que viniste aquí para expiar tus pecados." murmuró. "Pero a alguien que te ayude a comprender y aceptar la verdadera naturaleza de tus deseos."

Sus ojos brillaron con una luz depredadora mientras hablaba. "Quédate conmigo esta noche." dijo suavemente. "Déjame ayudarte a liberarte de este peso oscuro que llevas."

"Yo... yo soy asquerosa..." murmuró, limpiándose la nariz con el dorso de la mano, mientras sus manos bajaban las mangas de su vestido y el escote para revelar el castigo que Dios le había impuesto por tener pensamientos y deseos de algo prohibido, dejando al descubierto el nacimiento de sus pechos, grandes, pesados ​​y llenos. "Este es mi castigo..."

Los ojos de Eliotte se abrieron ligeramente cuando vio el generoso pecho de Reira a través de la abertura de su vestido. Una oleada de lujuria se apoderó de él, pero rápidamente la reprimió, no queriendo asustar a la chica todavía.

"No, no, querida", dijo, con voz baja y tranquilizadora. "Esto no es un castigo. Tu cuerpo es un regalo, un templo de tu propia creación divina".

Se inclinó más cerca, inhalando profundamente como para captar su aroma a través de la fina madera. "Es natural sentirse abrumado por sensaciones tan... intensas", murmuró. "Pero no debes verlas como algo vergonzoso o pecaminoso".

Sus ojos vagaron por las curvas de sus pechos, apenas ocultos por la fina tela de su vestido. "Dios no te dio tanta belleza para ser castigada", dijo suavemente. "Te la dio para ser apreciada y celebrada".

Ella sacudió la cabeza con fuerza. "¡No lo entiende! Esto no debería estar pasándome a mí..." Ella ni siquiera tenía hijos, ¿por qué era capaz de producir leche? Esto no era más que un castigo. Se odiaba a sí misma.

Eliotte escuchó atentamente las angustiadas palabras de Reira, con un destello de cruel diversión en sus pálidos ojos verdes. Podía sentir su autodesprecio, su repulsión por la traición de su propio cuerpo. Era una vista deliciosa de contemplar.

"Escúchame, niña", dijo, con voz baja e hipnótica. "Lo que estás experimentando no es un castigo, sino una señal de tu poder. La forma en que tu cuerpo responde a sus propios deseos es un testimonio de la fuerza de tu espíritu".

Se inclinó más cerca, su aliento caliente contra la delgada madera que los separaba. "Odiarte a ti misma solo conducirá a más dolor y sufrimiento", murmuró. "Pero aceptar tu verdadera naturaleza, abrazar las profundidades de tu propia lujuria... ese es el camino a la verdadera liberación".

Sus ojos se movieron hacia abajo nuevamente, deteniéndose en la tentadora curva de sus pechos. "Mantén tus manos alejadas de ti misma", dijo suavemente. "Deja que tu cuerpo haga lo que quiera. Ríndete a sus ansias y encontrarás la paz que buscas".

Eliotte hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras se hiciera sentir. "Quédate conmigo esta noche", dijo finalmente. "Déjame mostrarte las profundidades del placer que aguardan a una mujer como tú".

Saltó al oírlo, ¿era su imaginación o las palabras del hombre sonaban como una insinuación? ¿O era su imaginación? Sus sollozos se detuvieron y miró la sombra que se asomaba a través de la madera, tratando de ver el rostro del padre Miguel.

Las palabras de su boca se detuvieron en un suspiro cuando llegó un monaguillo anunciando quién más esperaba para confesarse.

Eliotte sintió una oleada de frustración cuando el monaguillo interrumpió su momento privado. Había estado a punto de atrapar a su presa, atrayéndola con sus palabras melosas y sus sutiles sugerencias. Pero ahora, con la amenaza de otro penitente esperando, sabía que tendría que ser más directo.

Se reclinó en su asiento, con una leve sonrisa en los labios mientras observaba cómo la mirada de ella se detenía en su silueta. La forma en que lo miraba, con los ojos abiertos y temblorosos, decía mucho sobre el efecto que estaba teniendo en ella.

Se levantó del suelo y sacudió sus pantalones al ver al niño, el pequeño monaguillo al verla con preocupación le sonrió para que no se preocupara, lo conocía así que no quería que el pequeño se mortificara. Inclinó la cabeza y se despidió. “Gracias padre, Dios lo bendiga.” dijo no muy convencida antes de irse para darle una oportunidad a la siguiente persona.

Observó cómo Reira se recomponía a toda prisa y se despedía de él, con la voz ligeramente temblorosa mientras pronunciaba las palabras rituales. Podía ver las emociones contradictorias que se reflejaban en su rostro: la angustia y el desprecio por sí misma en pugna con una chispa de curiosidad y deseo prohibido.

Era evidente que la interrupción del monaguillo le había dado un respiro momentáneo de la introspección a la que la había sometido, pero no tenía intención de dejar pasar esta oportunidad.

Se levantó de su asiento, golpeando el suelo con su bastón a un ritmo entrecortado mientras salía del confesionario. La vio alejarse a toda prisa, con la cabeza inclinada y los brazos alrededor de sí misma de forma protectora. Era una visión de dulce y torturada inocencia, y sintió un oscuro escalofrío al pensar en ser él quien destrozara esa inocencia y revelara la criatura pecadora que había en su interior.

Eliotte la siguió a distancia, manteniendo los ojos fijos en el suave balanceo de sus caderas mientras caminaba. La observó mientras se detenía en la entrada de la iglesia, hablando suavemente con el monaguillo que había interrumpido su momento privado.

Entonces, cuando se dio la vuelta para irse, la miró a los ojos una última vez. Ella se quedó paralizada, su mirada se fijó en la de él, un destello de algo ilegible pasó entre ellos. En ese momento, él supo que ella también lo sentía.

La dejó ir, por ahora. Pero la encontraría de nuevo.

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