Fiebre

Una vez llegué a la iglesia, dejé a la chica en mi cama y me dispuse a preparar toallas limpias, alcohol, vendas y una aguja esterilizada para suturar, lo que en efecto, es una herida de bala. Tenía muchas preguntas, entre ellas: ¿por qué una mujer tan joven se encontraba en esta situación en medio de la carretera? Tal vez sea alguien importante y quisieron robarla, o quizás es alguien a quien debo dejar en manos de las autoridades. No sabía qué hacer, pero tampoco tengo tiempo para juzgar su proceder, más cuando su vida pende de mí.

Limpié toda la sangre con la ayuda de las toallas y el alcohol, dejando su piel limpia para proceder a realizar el siguiente paso. La bala la pude apreciar, brillando en el medio de su carne, por lo que, con mucho cuidado de no hacer ningún movimiento en falso, la logré retirar con un par de pinzas que encontré en el botiquín de los primeros auxilios. Ella se quejó, más no abrió los ojos.

—Padre, salva a tu hija de la muerte, aún no es momento para que la llames a tus brazos. Te pido que la salves en el nombre de tu Hijo y del Espíritu Santo... — rezaba mientras limpiaba una vez más toda la sangre que salía de ese pequeño agujero.

Seguidamente, tomé la aguja con el hilo y traté de hacer lo mejor posible, pero es muy difícil tratar de cerrar una herida con este tipo de hilo; no obstante, está siendo útil, pues la sangre a dejado de salir. Tan pronto despierte, la voy a convencer para llevarla a un hospital. Debe ser tratada por profesionales, no por un cura.

Toqué su frente y, al darme cuenta que hervía en fiebre, me dediqué a ponerle paños húmedos cada cinco minutos. Esta noche será larga, más porque ella parece estar cada segundo peor que el anterior. No sé si llevarla al hospital o esperar a que despierte por su cuenta.

Luego de limpiar y botar las toallas manchadas de sangre, me recosté un poco en el único escritorio que hay en mi habitación y no tardé en quedarme dormido, pero no fue un sueño de esos que descansan los músculos, pues cada cierto tiempo me despertaba para comprobar que aún tenía fiebre.

La noche se me hizo eterna, pues a la mujer no parecía bajarle la fiebre por más paños húmedos que le colocara en la frente. Me sentía agotado, más porque no dormí casi nada, pero tengo responsabilidades que cumplir y un deber con el pueblo y con Dios que el cansancio no comprende. Contra toda voluntad, me di un baño, me puse mi ropa fúnebre, como muchos suelen llamarla, el clériman y, por último, mis hábitos para dar la misa de las siete de la mañana.

Antes de salir a cumplir con mi deber con mi iglesia, le dejé una nota a la mujer por si llegaba a despertar mientras me encontraba en la misa. Espero que pronto despierte y pueda hablar mejor de lo ocurrido con ella, además de que lo más conveniente es que vaya a un hospital y se haga ver esa herida que milagrosamente logré cerrar con éxito.

La misa terminó a las once de la mañana, pero tuve que quedarme, cómo era lo habitual, en el confesionario a escuchar las confesiones del ser humano. Por dentro estaba muy ansioso de volver a la parte que es mi hogar y saber cómo se encontraba la mujer, más no podía dejar de lado a quienes necesitan de mí.

—¿Padre? — escuché que me llamaban a lo lejos, por lo que fruncí el ceño e hice un agudo ruido con mi garganta—. Padre ¿me escucha?

—Sí, hija, te estoy escuchando.

—Oh, que bien, creí que se había quedado dormido — su risita me hizo sentir culpable, porque en efecto era lo que estaba tratando de hacer—. ¿Cree que he obrado mal, padre Logan? Pero es que esa mujer saca lo peor de mí y no puedo evitar, por más que quiera, tratar de socializar de buena manera con ella...

—¡Padre Logan! — escuché el grito desesperado de una mujer—. ¡Padre, ayúdenos!

—Espérame un momento, Clarisa, ya regreso — salí del confesionario apurado, encontrándome con la chica en los brazos de una de las feligreses—. ¿Qué pasó?

—No sabemos de dónde ha salido, pero está mal herida, desnuda y con sangre...

Me quité la sotana y cubrí su cuerpo desnudo con ella, luego la tomé entre mis brazos y la llevé hasta la nave con las demás mujeres siguiendo mis pasos.

—¿Llamamos a emergencias, padre?

—¡No! — rugió ella, aferrándose de mi cuello con fuerza.

—Pero está muy mal...

—Tranquilas, yo me hago cargo de ella.

—¿Seguro, padre?

—Sí, muy seguro. Adela, me podrías hacer el favor de conseguir un vestido, lo más suelto posible para ella.

—Sí, padre, ya mismo lo traigo.

—¿En qué podemos ayudar?

—Vayan a casa, mañana seguiremos con las confesiones. Y por ella no se preocupen, yo mismo la llevaré a emergencias para que la puedan atender.

Las mujeres salieron de la iglesia envueltas en murmullos, pero una risita en mi cuello y la calidez de su aliento me hizo estremecer.

—Me merezco un Oscar por tremenda actuación, ¿no cree, padrecito? — en sus labios se ensanchó una sonrisa maliciosa, pero a la vez angelical, logrando que los latidos de mi corazón se aceleraran de repente—. ¿Aún puede confesarme? Porque le confieso que acabo de pecar al tener pensamientos suculentos con usted — soltó otra risita, acariciando con la punta de su nariz mi cuello.

—Ten un poco más de respeto... — murmuré, pero al fijarme muy bien en lo caliente de su piel, me di cuenta que estaba bajo el efecto de la fiebre.

—No sé sobre esa palabra, pero le aseguro que podemos irrespetarnos mutuamente si se deja querer como yo quiero, padre.

—Te guste o no, te llevaré a un hospital para que traten esa fiebre. Y te pido que no digas más esas cosas. Respeta la casa de Dios.

—Si amas tu vida de m****a como párroco, no me llevará a ningún lado — sus ojos azules tiene un hado de maldad y pureza que atrapan con facilidad—. Cierre la iglesia, padre, que sus más sucios deseos se harán realidad.

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