El peso de la verdad.

El sobre blanco resbaló de las manos de Reishel y aterrizó en el suelo con un crujido seco. Las palabras de Rubén Santillano —su padre— parecían arder en el aire, cada letra un recordatorio de la traición más íntima. Amapola, de pie frente a ella, retorció el delantal entre sus dedos temblorosos, mientras Marisol, la madrina, se refugiaba tras la puerta de la cocina, muda ante el huracán de emociones.

—¿Cuánto tiempo llevas viéndote con él? —preguntó Reishel, su voz un filo que cortó el silencio. El sol de la mañana se colaba por la ventana, iluminando el polvo que danzaba entre ellas como testigo mudo.

Amapola bajó la mirada. Una lágrima cayó sobre la mesa de madera gastada.

—Desde que que empezaste a quedarte donde los Monteros… Él insistió tanto, hija. Iba a la iglesia, hablaba con el padre Miguel… Juró que solo quería compensar el daño.

—¡Y tú le creíste! —Reishel golpeó el tope de la cómoda con la palma de la mano, haciendo saltar los adornos—¿Olvidaste que nos dejó morir
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