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Por: Jhon W
La invitación

El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando cerré mi laptop por décima vez esa noche, con la misma frustración con la que alguien cierra una puerta tras discutir con su ex. La pantalla en blanco parecía burlarse de mí. "Vamos, Havana, eres una escritora. Escribe", me dije. Pero mi cerebro, ese ingrato, había decidido tomarse unas vacaciones sin avisarme.

Mi apartamento en el piso 27 era mi templo minimalista: muebles elegantes, ventanales gigantes y una vista espectacular de la ciudad, lo que significaba que podía contemplar el éxito ajeno mientras me revolcaba en mi propio bloqueo creativo. Decidí que tal vez un poco de vino solucionaría mi problema (porque, claro, el alcohol siempre ha sido un excelente consejero… o eso me decía cada vez que enviaba mensajes vergonzosos a mi ex a las tres de la mañana).

Justo cuando estaba a punto de resignarme a otra noche improductiva, noté algo fuera de lugar: un sobre negro descansando frente a mi puerta. Primero pensé que era propaganda de algún restaurante de sushi de lujo queriéndome tentar con nigiris de caviar. Pero no. Cuando lo recogí, sentí el peso de la exclusividad en mis manos. Y si algo me intrigaba más que un chisme de la realeza, era un buen misterio.

Dentro había una tarjeta con letras doradas que rezaban: "El Club de Medianoche espera por ti. Esta noche, a las 11. Una sola regla: déjate llevar." Oh, vaya. ¿Un club secreto? ¿Misterio? ¿Posiblemente un asesinato al estilo Agatha Christie? Mi vena dramática de escritora hizo una voltereta de emoción.

Escaneé el código QR que venía con la invitación, medio esperando que fuera una broma que me llevara a un canal de YouTube de gatitos bailando salsa, pero no. Me apareció un mapa con un punto parpadeante y un mensaje: “Sé puntual. Tu acceso depende de ello.”

Me quedé mirando la pantalla y luego al sobre. ¿Debería ir? Respuesta obvia: ¡Por supuesto! Si me iban a secuestrar, al menos quería una buena historia antes de eso.

A las diez y media estaba lista. Me enfundé en un vestido negro de seda que gritaba "misteriosa pero accesible". Tomé un taxi hasta la dirección y lo primero que vi fue un edificio completamente anodino. Ni luces de neón ni una fila de personas esperando entrar. Solo una puerta negra de acero y un hombre vestido de negro, de esos que tienen cara de haber sido guardaespaldas de algún dictador.

"Nombre", dijo sin pizca de emoción.

"Havana Belmont", respondí con mi mejor voz de femme fatale, aunque probablemente soné más como alguien que finge saber a dónde va.

El hombre revisó una tablet y asintió. Sin más, abrió la puerta.

Dentro, el cambio era brutal. Mientras que por fuera el lugar parecía un almacén donde escondían órganos robados, por dentro era pura opulencia. Terciopelo negro, luces doradas, una araña de cristal tan grande que si caía nos mataba a todos, y un ambiente tan exclusivo que hasta el oxígeno debía costar dinero.

Me pregunté si había entrado en la dimensión desconocida, pero antes de que pudiera procesarlo, una mujer espectacular se me acercó. Alta, piel de ébano y un vestido rojo que gritaba "podría arruinar tu vida y ni siquiera me esforzaría".

"Bienvenida, Havana", dijo con una sonrisa que me hizo sentir que tenía información comprometedora sobre mí. "Te estábamos esperando."

"¿Esperando para qué?" pregunté con cautela. Porque, vamos, no soy tan ingenua. Sé que cuando alguien dice "te estábamos esperando" en un sitio así, las opciones suelen ser: a) un culto extraño, b) un club de apuestas ilegales o c) una orgía. Y solo una de esas opciones me parecía razonablemente aceptable.

"Pronto lo descubrirás", fue su única respuesta mientras me guiaba por un pasillo.

El camino nos llevó a una escalera en espiral que descendía a una sala más íntima. La decoración aquí era igual de lujosa, pero con un aire más secreto, más prohibido. Había sofás de terciopelo, luces tenues y un escenario en el centro que parecía sacado de una película noir.

Me senté en un sofá cerca del frente, sintiéndome como la protagonista de una novela de misterio, lista para descubrir qué demonios estaba pasando.

Entonces las luces bajaron y el murmullo cesó. Una figura emergió de entre las sombras y, juro por todo lo sagrado, el aire se electrificó. Un hombre vestido de negro, con una presencia que hacía que todos los demás parecieran decorado. Su mirada recorrió la sala antes de detenerse en mí.

Y ahí supe dos cosas con certeza:

Uno, estaba metida en algo mucho más grande de lo que imaginaba.

Dios, probablemente iba a arrepentirme… pero no hoy.

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