PROPUESTA INDECENTE
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Por: Jhon W
La invitación

El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando cerré mi laptop por décima vez esa noche. La pantalla en blanco parecía un espejo de mi mente: vacía, estancada, incapaz de hilvanar siquiera un párrafo coherente. Había prometido entregar mi nueva novela a la editorial hacía semanas, pero la inspiración seguía siendo una amante esquiva, siempre a punto de aparecer pero nunca lo suficientemente tangible como para quedarse.

Mi apartamento, ubicado en un piso 27, era mi refugio. Diseño minimalista, ventanales de piso a techo que ofrecían una vista panorámica de la ciudad. Las luces danzantes de los rascacielos y el ruido sordo del tráfico lejano componían una sinfonía que había aprendido a amar. Pero esa noche, ni siquiera la energía vibrante de la metrópoli lograba calmar la frustración que hervía en mi interior.

“Necesito algo… diferente”, murmuré mientras me levantaba del escritorio. Caminé descalza hasta la cocina y me serví una copa de vino blanco, esperando que el líquido frío pudiera enfriar también mis pensamientos desordenados. Mientras bebía, mi mirada se perdió en el horizonte, en las luces de neón que parpadeaban como un código secreto que no podía descifrar.

Fue entonces cuando lo vi. Un sobre negro, elegante, descansaba en el suelo frente a mi puerta. Al principio pensé que era un error, pero la curiosidad —esa fuerza irresistible que me había metido en más problemas de los que quería admitir— me llevó a abrir la puerta y recogerlo. Mi nombre estaba escrito a mano con una caligrafía impecable: “Havana Belmont”.

Volví al interior del apartamento, cerré la puerta con un giro rápido de la llave y examiné el sobre. Era grueso, de un material que se sentía caro al tacto, como si cada detalle hubiera sido cuidadosamente diseñado para transmitir exclusividad. Dentro encontré una tarjeta minimalista, con letras doradas en relieve:

“El Club de Medianoche espera por ti. Esta noche, a las 11. Una sola regla: déjate llevar.”

No había dirección. Solo un código QR impreso en la parte inferior. Arqueé una ceja. La mezcla de misterio y opulencia despertó algo en mí: un cosquilleo de anticipación que no había sentido en meses.

Tomé mi teléfono y escaneé el código. En segundos, apareció un mapa con un punto parpadeante, acompañado de un mensaje: “Sé puntual. Tu acceso depende de ello.”

“¿Qué demonios es esto?” murmuré, aunque la sonrisa que curvó mis labios delataba que ya había decidido asistir.


A las diez y media, estaba lista. Había optado por un vestido negro de seda que abrazaba mis curvas con la cantidad justa de insinuación. Mis tacones resonaron contra el suelo de mármol del edificio mientras caminaba hacia el ascensor, sintiendo que cada paso me acercaba a algo que no podía explicar. Era una sensación inquietante y embriagadora a la vez.

El mapa me guió a una calle poco transitada en el corazón de la ciudad. El edificio frente a mí era discreto, sin letreros ni indicios de lo que escondía en su interior. Una puerta de acero negra era la única entrada visible. Me acerqué y un hombre vestido impecablemente de negro me detuvo.

“Nombre”, dijo con voz neutral.

“Havana Belmont”.

El hombre consultó una lista en una tableta, asintió y abrió la puerta sin decir una palabra. Al cruzar el umbral, sentí que estaba entrando en otro mundo.

El interior era todo lo contrario a la fachada. Un vestíbulo bañado en luces suaves y doradas daba paso a un salón principal que desbordaba lujo. Las paredes estaban revestidas de terciopelo negro, el suelo era de mármol blanco con vetas doradas, y en el centro colgaba una araña de cristal que reflejaba la luz en mil direcciones. Había música, un murmullo de voces sofisticadas y risas contenidas. Pero lo que más capturó mi atención fue la energía palpable en el aire, como si cada persona presente compartiera un secreto que yo aún desconocía.

Una mujer se acercó a mí. Alta, de piel de ébano y ojos que parecían contener galaxias. Vestía un traje rojo que destilaba elegancia.

“Bienvenida, Havana”, dijo con una sonrisa enigmática. “Te estábamos esperando.”

“¿Esperando para qué?” pregunté, sintiendo que mi corazón latía un poco más rápido de lo normal.

La mujer solo sonrió más ampliamente. “Pronto lo descubrirás. Sígueme.”


El salón principal llevó a un pasillo iluminado por luces tenues, donde las puertas parecían llevar a lugares diferentes, cada una con su propio misterio. Finalmente llegamos a una escalera en espiral que descendía hacia un espacio más íntimo. Al entrar, contuve el aliento.

Era un salón mucho más pequeño, con sofás de terciopelo, mesas de cristal y un escenario en el centro. Pero no era un escenario cualquiera: su diseño evocaba algo entre un altar y un lugar de confesión, como si las historias que se contaban allí fueran sagradas.

“Te recomiendo que tomes asiento”, dijo la mujer, guiándome a un sofá cerca del frente. “El anfitrión pronto hará su entrada.”

“¿El anfitrión?” pregunté, pero la mujer ya se había marchado.

El murmullo en la sala se detuvo. Las luces se atenuaron y una figura emergió de entre las sombras, caminando hacia el escenario con una calma que solo alguien que controlaba absolutamente todo podría poseer. Vestido con un traje negro impecable, el hombre irradiaba un carisma magnético que electrizó el aire. Su mirada recorrió la sala antes de detenerse en mí.

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