Nombre revelado

Le pedí que me dijera su nombre... definitivamente lo hizo. Con su voz profunda y misteriosa me dijo que se llama Vincent.

La tensión en la habitación era tan densa que casi podía tocarla. Vincent —porque ahora sabía su nombre— me observaba con una calma que rozaba lo insolente, como si disfrutara de mi desconcierto. Su figura recostada en el sofá proyectaba una seguridad que resultaba irritante y fascinante a partes iguales.

“Vincent,” repetí, probando su nombre en mis labios como si fuera un acertijo. “Bonito nombre. Aunque no explica por qué estoy aquí.”

Una sonrisa ligera se dibujó en su rostro. “No todo debe explicarse de inmediato. La curiosidad es mucho más emocionante, ¿no crees?”

“No cuando soy yo quien está en la oscuridad,” le respondí, cruzando los brazos en un gesto defensivo. Mi voz sonaba más firme de lo que me sentía. “Me invitaste aquí por una razón. Y no creo que sea solo para compartir una copa de licor.”

“Eres perspicaz,” admitió, inclinándose ligeramente hacia adelante. “Pero también un tanto impaciente. Digamos que estoy… intrigado por ti.”

Fruncí el ceño, intentando descifrar sus palabras. Intrigado. Esa era una forma de describirlo. Pero algo en su tono sugería que había mucho más bajo la superficie. “¿Intrigado? ¿Por qué? Apenas nos conocemos.”

Vincent se puso de pie con una elegancia que parecía casi felina y se acercó lo suficiente como para que pudiera oler su perfume especiado. Se inclinó, y por un momento pensé que iba a decir algo más, pero en lugar de eso, sus labios rozaron suavemente mi mejilla. El contacto fue breve, pero dejó una sensación cálida que se extendió por todo mi cuerpo.

“Eres una escritora excepcional, Havana,” dijo en un murmullo que solo yo podía oír. Su voz tenía un peso que me hizo temblar. “He seguido tu trabajo durante años. Eres capaz de capturar emociones que otros apenas logran imaginar.”

Retrocedió ligeramente, dejándome paralizada. Mi mente corría en mil direcciones mientras intentaba procesar sus palabras. ¿Mi trabajo? ¿Habría oído mal? ¿Cómo alguien como él —un hombre que evidentemente habitaba un mundo tan lejano al mío— podía conocer mis escritos?

“¿Tú… has leído lo que escribo?” pregunté finalmente, mi voz temblando más de lo que me hubiera gustado.

Vincent asintió, sus ojos brillando con algo que no supe identificar. “No solo lo he leído, Havana. Lo he estudiado. Tienes un talento que no puede ignorarse.”

El aire pareció abandonarme por completo. Nunca había pensado en mis lectores como algo tangible, y mucho menos en alguien como él. Un multimillonario misterioso con acceso a un club privado y rodeado de lujos inimaginables. Y ahora, aparentemente, también un lector fiel de mi obra.

“Pero ¿por qué? ¿Cómo?” balbuceé, incapaz de formar una frase coherente.

“Esas son preguntas para otro momento,” dijo con una sonrisa críptica. “Lo que importa ahora es que estás aquí. Y quiero que disfrutes de esta noche tanto como yo disfruto de tus palabras.”

Se giró y comenzó a caminar hacia la puerta, dejándome sola con mis pensamientos y un torbellino de emociones. Antes de salir, se detuvo y me miró por encima del hombro.

“Ah, y Havana,” dijo con un tono tan suave como seductor. “No te apresures a juzgar lo que no entiendes. Hay muchas capas en este juego. Y tú apenas has visto la primera.”

Y con eso, desapareció tras la puerta, dejándome con más preguntas que respuestas. Me llevé una mano a la mejilla donde me había besado, preguntándome si todo aquello había sido un sueño. Pero no lo era. La quemadura suave de su beso estaba ahí, junto con las palabras que no dejaban de resonar en mi mente.

“¿Es mi fan?”

//

Regresé a mi apartamento esa noche con la cabeza hecha un torbellino. La conversación con Vincent se había desenvuelto de una manera que no esperaba, como si todo lo que hubiera sucedido en el club se hubiera vuelto un juego del que ni yo misma sabía las reglas. El misterio, su forma de mirarme, de hablarme… todo había quedado flotando en el aire. Y, lo peor de todo, era que no había hecho lo que se esperaba de mí. No le pedí su número, no supe cómo continuar la conversación de una manera más concreta. Había sido valiente, sí, me había sacado de mi zona de confort, pero ahora, al estar sola, me sentía tonta. ¿Por qué no lo hice? ¿Por qué dejé que la oportunidad se desvaneciera tan fácilmente?

Me senté en el sofá con la copa de vino en la mano, mirando la ciudad desde mi ventana. Las luces parpadeaban y las calles parecían llenas de vida, pero yo me sentía vacía. Como si algo me faltara, como si todo lo que había logrado hasta ahora en mi carrera no tuviera peso alguno frente a la sensación de haber dejado escapar algo importante.

La verdad es que no sabía qué había estado buscando en él, en ese club, en esa noche. Tal vez sólo un respiro, una distracción. Mi vida, aunque a veces llena de admiración externa, se había vuelto una rutina monótona y estancada. Las entrevistas sobre mis libros, los elogios de los lectores, el reconocimiento en los eventos literarios… todo eso se sentía tan lejano, tan ajeno. Yo ya no era la misma escritora que había creado esas historias. Había algo en mi interior que había muerto junto con mi inspiración, algo que no podía recuperar, como si el fuego que alguna vez alimentó mi pasión se hubiera apagado sin que yo pudiera hacer nada para avivarlo.

Los días transcurrieron, y las rutinas que me había impuesto se volvieron cada vez más pesadas. Las entrevistas con los periodistas sobre mis viejos libros eran siempre la misma canción: las mismas preguntas, las mismas respuestas, el mismo cansancio. Los rostros de la gente se volvían difusos y yo apenas podía escuchar lo que decían. Me limitaba a sonreír y decir lo que se esperaba de mí. “La inspiración llega cuando menos lo esperas”, siempre decía, como un mantra vacío. Pero la verdad era que no la esperaba. Ni la inspiración ni nada más. Solo lo que quedaba de una vida que ya no me pertenecía.

A veces me reunía con mis amigos, o con mi familia. Esas cenas que solían ser momentos de calidez se habían convertido en intercambios de palabras mecánicas. Mis amigos siempre contaban historias emocionantes, sobre nuevos proyectos o romances, pero yo me quedaba ahí, sentada, escuchando, deseando no sentirme tan desconectada. Como si mi vida hubiera quedado suspendida en algún punto entre lo que había sido y lo que no estaba dispuesto a ser.

Lo peor fue la visita a mi madre. En el momento en que entré en su casa, supe que algo no estaba bien. Su energía, siempre vibrante y llena de vida, parecía haberse desvanecido. Vi los signos: la piel pálida, el cansancio profundo que tenía en los ojos. A pesar de que lo había sentido en mi pecho durante semanas, no pude evitar preguntarme si había estado ignorando las señales, si estaba tan absorta en mi propio mundo que no había visto lo que mi madre estaba atravesando.

“Está todo bien, hija. Es solo un poco de agotamiento, nada de qué preocuparse”, me dijo ella, pero sus palabras no me convencieron. Fue cuando vi las pruebas médicas que entendí lo que realmente estaba pasando. Cáncer. Los médicos me dijeron que no era fácil de tratar, que las posibilidades no eran buenas. Y mi mente empezó a girar a mil por hora. ¿Cómo podía estar tan lejos de la realidad? ¿Cómo no había notado lo que estaba pasando?

Intenté mantener la calma. Tomé su mano y le sonreí, pero dentro de mí, todo estaba cayendo a pedazos. La imagen de mi madre, siempre tan fuerte, tan indestructible, ahora se veía frágil. Sabía que tenía ahorros, que podría ayudarla en lo que pudiera, pero los tratamientos costaban una fortuna. Mi dinero no sería suficiente. Ni cerca.

Es en esos momentos, cuando las cosas se tornan oscuras, cuando las prioridades se vuelven claras, que me di cuenta de que no tenía idea de lo que hacer. Las entrevistas y los libros se sentían tan insignificantes. Nada de eso importaba. Lo único que quería era ayudar a mi madre, pero sentía que mi poder para cambiar la situación era mínimo. Mi vida se había vuelto un caos interno.

Y justo cuando pensaba que no podía con más, mi teléfono vibró.

Un mensaje. Un número desconocido. El simple hecho de que el teléfono no estuviera lleno de los habituales correos de trabajo o mensajes banales ya me hizo ponerme alerta.

“Havana.”

Solo esa palabra. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Lo reconocí al instante.

“Te espero en el Club. Esta vez, la invitación es mía.”

El mensaje era breve, pero estaba claro quién lo había enviado. Vincent.

Por un segundo, el tiempo se detuvo. La inquietud que sentía por mi madre, la sensación de estar atrapada en una rutina sin salida, se desvaneció. Solo quedaba ese instante, esa invitación que me llamaba con fuerza, con una tentación que no podía ignorar. El misterio del club, la incertidumbre de lo que podría pasar allí… No tenía idea de qué quería exactamente, pero en ese momento, sentí que necesitaba ese escape, esa posibilidad de algo nuevo. Algo desafiante.

Miré el teléfono una vez más. Me tomó todo lo que tenía para no responder de inmediato. No podía dejar que esa oportunidad se escapara otra vez

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