Estacionamos el auto en el Ospedale Sant'Andrea, y en cuanto puse los pies en el estacionamiento, vi a Don Salvatore apoyado en Dante y Massimo. La preocupación estampada en sus rostros contrastaba con la confianza que intentaba transmitir.
La habitación estaba sumida en un denso silencio, solo interrumpido por el suave zumbido de los aparatos médicos que monitoreaban cada latido de Don Salvatore. Sentada frente a su imponente figura, la gravedad de la situación pesaba sobre mí. Don Salvatore, a pesar de su fragilidad, emanaba una firmeza que desafiaba su condición de salud.
La habitación se sumía en la penumbra, las sombras danzaban en las paredes a medida que el día dejaba paso a la noche. Mi mente estaba inmersa en un mar de pensamientos tumultuosos, las opciones ante mí parecían laberínticas y desconcertantes. El dilema entre Adam y Don Salvatore persistía, ambos caminos trazando un destino incierto.
El nudo en mi garganta se apretó, y el sentimiento de horror fue repentinamente reemplazado por una ira que burbujeaba dentro de mí. La audacia de Dante superaba todos los límites, y una determinación incandescente ardía en mi mirada. No permitiría que este acto atroz me intimidara.
Mi corazón aún latía frenéticamente mientras me alejaba del despacho de Dante. La conversación con él arrojó una luz sombría sobre la naturaleza de la situación, y luchaba por reconciliar mis emociones. La mansión parecía silenciosa y claustrofóbica, cada pasillo resonaba con la tensión que se acumulaba entre las paredes.
La mansión de la familia Mancuso estaba envuelta en un silencio nocturno cuando me encontraba inmersa en el estudio minucioso del caso de Don Salvatore. La complejidad de su condición exigía mi atención total, y me dedicaba a comprender cada detalle antes de la cirugía que se aproximaba. Sin embargo, ese enfoque preciso fue interrumpido por gemidos provenientes del cuarto contiguo.