Egoísta por sentirme feliz

—¡No mamá! Eso no puede ser. —Mi voz sale de mis labios como un leve susurro.

Guiado por el remordimiento, dejo la planilla sobre una de las sillas y corro en dirección a las escaleras; a pesar de que ya no tenía sentido el darme prisa, quería sentirme exhausto, derrotado; hacer que aquel instante de dicha que acababa de sentir junto a Ofelia desapareciera de mi corazón y sólo la tristeza con su oscura sombra, me invadiera.

¿Alguna vez se han sentido culpables de ser feliz mientras, alguien a quien amas, sufre?

Sí, justo así me sentía. La culpa comenzaba a consumirme como fuego voraz esparciéndose en mi interior y devorándome por dentro.

Subo las largas escaleras con prisa, dando pasos agigantados como si cada segundo contara. Mis pies golpean los escalones con un ritmo frenético, saltando de dos en dos con una agilidad que contrasta con mi dolor. Mis manos se aferran a la barandilla impulsándome hacia adelante, como si estuviera tirando de mí mismo hacia el siguiente peldaño.

La escalera parece estirarse ante mis ojos, ralentizando deliberadamente e impidiendo que llegase a mi destino. Mas, no me detengo. Sigo subiendo, hasta que finalmente llego a la parte superior de la escalera, jadeando y con el corazón palpitando a punto de estallar.

Camino por el pasillo con paso acelerado, en algunos momentos corro y luego me detengo. Quizás en el fondo deseaba que todo se detuviera para no confirmar aquella terrible verdad. Mi abuelo, mi viejo había muerto y yo no estaba junto a él.

Me sentía como un miserable que mientras su abuelo agonizaba en una cama, le coqueteaba a una mujer prohibida, una mujer que no me pertenecía.

Irrumpo en la habitación violentamente, sin importarme quien está allí dentro. Quería ver a mi abuelo, quería despedirme de él, por lo menos antes de que su cerebro dejase de funcionar por completo. Me acerco a la cama, me arrodillo frente a él, sujeto su mano aún tibia y la beso con desesperación, con un dolor que me desgarra en lo más profundo del alma.

Las lágrimas brotan de mis ojos, incontenibles, y mi voz se quiebra en un sollozo entrecortado:

—Viejo, mi viejo. ¿Por qué te fuiste sin esperarme? ¿Por qué? —Le recrimino— Dime que es una broma como cuando jugábamos a yo ser médico y tú, mi paciente. Abre los ojos, por favor. —suplico. Mi madre frota mis hombros con sus manos, intentando calmarme y apaciguar mi dolor.

—Por favor, Sr Santos, tiene que calmarse. Si nos permite, debemos continuar con nuestro trabajo.

La voz del médico suena a mis espaldas, fría y distante, como la voz de un verdugo anunciando la sentencia de muerte.

Aunque en mi lado racional, debía aceptar la partida de mi abuelo; en mi emocional, la culpa y el dolor de no haber estado junto a él en ese momento, me destrozan. No paraba de recriminarme lo que había hecho, la manera en que había actuado en ese instante en que él más me necesitaba.

—Vamos hijo, levántate —dice mi madre con voz suave.

Me incorporo, me pongo de pie, nos miramos y abrazamos mientras retiran el cadáver de mi abuelo. Mi madre rompe en llanto, mientras susurra:

—Lo hemos perdido, hijo. Tu abuelo, mi padre, se nos fue. —Mi madre se refugia en mi pecho.

En ese instante, Claudia, mi hermana entra a la habitación. Muevo mi cabeza de lado a lado con lentitud, apretando mis labios. Aquel gesto es suficiente para que ella imagine lo que está sucediendo. Siendo doctora, suele ser un poco más racional.

—¡Hija! —exclama mi madre al verla y por segunda oportunidad se quiebra.

Claudia se acerca y se une a nosotros en un fuerte abrazo intentando consolarnos el uno en el otro. Así permanecemos los tres, sumidos en una misma tristeza hasta que una enfermera entra a la habitación y pregunta:

—¿Son ustedes los familiares del Sr Vinicio Santos?

—Sí, señorita. —respondo.

—Requerimos la presencia de alguno de ustedes para los trámites funerarios del difunto.

—Yo me ocupo —Rápidamente me ofrezco— Descansa un poco, madre.

—No te preocupes Rodrigo, yo me quedo con mamá.

Salgo de la habitación con la enfermera, ella me señala el lugar al que debo acudir. Aguardo sentado en una silla, minutos después el médico forense me entrega el acta de defunción de mi abuelo. Aquel papel era una prueba irrefutable de que no volvería a estar entre nosotros. Luego firmo algunos documentos para la cremación de su cadáver.

No sé cuántos minutos, me llevé en resolver todos aquellos pesados trámites, pero me dediqué a ellos con devoción, tal vez buscando reivindicarme con mi abuelo, con mi madre, conmigo mismo.

Finalmente regreso a donde se encuentran mi madre y Claudia, las veo sentadas en el área de espera, camino en dirección hacia ellas. Mi móvil comienza a sonar, lo ignoró por algunos segundos, y antes de llegar donde están ellas, reviso el bolsillo delantero de mi pantalón y lo extraigo. A pesar de que no reconozco aquel número, decido atender la llamada.

—¿Sr Santos? —pregunta la voz femenina del otro lado.

—Sí —contesto parcamente.— ¿Quién habla?

—Aguarde un momento, alguien quiere hablarle. —contesta la mujer.

En medio de mi confusión mental, me quedo escuchando hasta que oigo la voz dulce y diáfana de una mujer, una voz que no alcanzo a reconocer en un primer momento.

—¿Rodrigo? —Me pregunta.

—Sí —afirmo con severidad.

—Soy yo, Ofelia.—responde con timidez.— ¿Estás bien?

No sé que pasó por mi mente en ese momento, simplemente no deseaba hablar con nadie, mucho menos con ella. Verla o escucharla, me llenaba de emociones contrarias a la que debía sentir en la situación en la que me encontraba. Estaba siendo egoísta al sentirme feliz.

—En este momento no puedo hablar. —respondo, corto la llamada y avanzo por el pasillo.  

Y mi madre y mi hermana se levantan de sus asientos al verme. 

—¿Quién era, hijo? —pregunta mi madre.

—Era de la oficina, nada importante —recalco…

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