Finalmente... nos leemos en el epílogo. Gracias por leer. ¿Quieren que despues del epilogo escriba aquí mismo una historia corta de Beth y Leonas? Para ver cómo terminan ese par.
Volvieron a Brasil dos días después. Habían aprovechado el tiempo nunca. Llegaron a la mansión agarrados de la mano y riendo de cualquier cosa. Al verlos así de juntos y felices, las mujeres de aquella maravillosa familia se mostraron encantadas, sobre todo Julia Torrealba, que al fin podía ver que la tranquilidad reinaba alrededor de ese par de enamorados. — ¡Me alegra tanto verlos así de felices y unidos! — expresó con felicidad —. ¡Espero que su relación se fortalezca más a partir de ahora! La pareja se miró. Estaban tan embelesados con el otro. — De hecho, madre, ya no hay nada que nos separe, sobre todo con la noticia que les tenemos — comentó el CEO. — ¿Qué noticia? — preguntó Elizabeth, que traía al pequeño César en brazos después de una siesta. Ana Paula tomó al pequeño contra su cálido pecho y le dio un dulce beso en la cabecita. Lo había echado de menos como una loca. — Bueno… le he pedido a Ana Paula que… nos volvamos a casar. — Y yo he dicho que sí — secundó ella, s
El día siguiente, dieron el “Sí, quiero” más que decididos, acompañados de las personas más importantes de sus vidas. La madre de Ana Paula los felicitó por el enlace y se mostró satisfecha de la familia que había ganado su hija. Ciertamente, hubo risas y alegrías, pero también lágrimas, pues habían tenido que pasar mucho para llegar a ese momento de dicha. — Me hace feliz saberte realizada, hija — le dijo la madre de Ana Paula, al final de la noche. — Tú también eres parte de mi felicidad. Eres mi madre. La mujer la estrechó en sus brazos y le acarició la espalda. Ella se dejó consentir. — Ya debo irme. — ¿A dónde irás? Pensé que te quedarías un poco más. En eso, apareció Santos. — Tu madre se instalará en una pequeña propiedad cerca de nuestra nueva casa. Ana Paula alzó el rostro. — ¿Propiedad? ¿Nuestra nueva casa? — preguntó, desconcertada. — Santos me pidió ayuda para comprar la casa de tus sueños. Esa junto a la playa con la que tanto soñaste. Los ojos de Ana Paula bri
Elizabeth cree que no merece nada de la vida. El guardaespaldas de su hermano le demostrará que todavía tiene una segunda oportunidad para amar. Después de haberse divorciado de un hombre abusivo, Elizabeth Torrealba cree que al fin se ha librado de una vida de maltratos y sufrimientos, pero las sombras de ese pasado la persiguen y las cartas que le envía su marido desde prisión se encargan constantemente de minimizarla y recordarle que sin él no vale nada. Leonas Ferreira ha amado a Elizabeth desde que tiene memoria, y de lo único que se arrepiente, es de no haberse dado cuenta a tiempo del infierno que ella había estado viviendo a manos de un desgraciado durante años… los mismos años que tiene una hija de ambos y de quien se perdió sus primeros pasos. Pero no es tarde, y está dispuesto a tenerlas en su vida… a ambas.
Una nueva carta desde prisión. Una nueva lágrima de frustración manchando su mejilla. Se la limpió con rabia e hizo un intento por estrujar el papel y hacerlo pedacitos, pero no pudo, no se atrevió… no cuando aquello era un recordatorio constante de lo que era. Una mujer rota. Una mujer que no podía volver a amar. “No eres nadie, Elizabeth. Yo te hice lo que eras… y de eso solo queda el despojo de ser humano en el que te has convertido ahora”. Leyó con impotencia y dolor. ¿Era cierto…? ¿Lo era? ¿Era una mujer que ya no tenía valor? Pequeños pasos se aproximaron a su puerta. Sabía que era Raquel. Rápido se limpió el rostro y se giró con una sonrisa que lejos estaba de mostrar felicidad. — Mami… ¿Estás triste otra vez? — le preguntó la pequeña. Era la encargada de recordarle lo pésima actriz que era. Nadie sabía que lloraba por las noches, y que ahogaba jadeos de frustración contra la almohada para no despertar a su hija. Nadie sabía que, frente a todos, fingía estar bien, y que e
En cuanto Leonas quiso entrar a la cocina, Elizabeth ya salía, así que chocaron sin poder evitarlo. — Lo siento, no te vi — jadeó ella. — En cambio, yo no paro de hacerlo — replicó él, con doble intención, ajeno a que su aliento resbalaría por su mentón y la haría estremecer de cuerpo entero. Ella intentó bajar la mirada. Él lo impidió alzando su barbilla —. Beth… — Leonas, no, por favor — interrumpió, ya sabía por dónde iría. No soportaba hablar con nadie de eso. — ¿Por qué? — Porque no quiero que me veas romperme a pedazos — confesó. Él suspiró y negó. — No te das cuenta… ¿verdad? — ¿De qué? — De qué me tienes… de que siempre me has tenido y que puedo ser lo que tú necesites en este momento. — ¿Lo que yo... necesite? — preguntó sin comprender. — Lo que necesites, Beth. Si necesitas que alguien te escuché, me tienes, incluso, si solo necesitas llorar y romperte, yo puedo sostenerte, yo puedo… — No es justo — le dijo ella con tristeza —. No es justo que intentes reparar alg
— ¿Mami? — llamó la pequeña Raquel con voz queda. — ¿Sí, cariño? — bajó el rostro. Llevaba la última media hora aferrada a ella como su único soporte, tarareando su canción favorita y acariciándole la mejilla. — ¿Crees que Leonas vaya a estar bien? — preguntó preocupada. Elizabeth no pudo evitar sonreír. — Lo estará, mi sol. — Que bueno, mami, porque no quiero que le pase nada malo. Leonas me agrada y… — ¿Y qué, mi amor? ¿Qué pasa? — Es que… me hubiese gustado tener un papá como Leonas. El corazón de Elizabeth trepidó de forma inesperada. — ¿Eso te gustaría? — Mjum — y se volvió a recostar en su pecho. Muchas veces había fantaseado, en su inocencia, con esa posibilidad Minutos después, había conseguido que se quedara dormida, así que la recostó en la cama y cubrió la mitad de su cuerpo con una frazada. Fuera no se escuchaba nada, ni siquiera el soplo del viento, así que se vio a sí misma en la necesidad de querer asomarse y descubrir qué diablos era lo que pasaba, pero ento
Elizabeth pensó en todas las razones que la impulsaron a tras Leonas, y cada una de ellas, hicieron que su corazón se escuchara como una locomotora. También pensó en detenerse y volver dentro de la casa, pero se preguntó sobre lo que pasaría si se atrevía de una jodida vez a ser más valiente y hacer caso a su instinto. Se le cortó el aliento en cuanto lo vio. Estaba a los límites del jardín. A varios largos metros de distancia. Se abrazó a sí misma para protegerse del frío y se acercó a pasos lentos. Observaba el horizonte. Demasiado ajeno. Demasiado pensativo. Y ella se tomó el atrevimiento y los segundos que restaban antes de que él la notara para admirar al hombre majestuoso que tenía frente a sí. Se había arremangado la camisa a la altura de los codos, dejando entrever las líneas de sus tatuajes. No hacía nada, pero su absoluta presencia le robaba el aliento a cualquier mujer… incluyéndola. Él siempre había sido así. Atractivo, sexy y jodidamente enigmático por naturaleza. —
La carretera se abrió paso frente a ellos. No habían hablado de nada durante todo el camino y la ciudad y los autos comenzaban a quedar atrás. — ¿A dónde nos llevas? — preguntó ella, después de un rato. El bosque a los lados no dejaba entrever que hubiese civilización más allá. — De hecho… ya hemos llegado — contestó él, apagando el motor del auto. Elizabeth frunció el ceño, sin comprender, y miró a través de la ventana del copiloto. Enormes árboles no dejaban entrever que hubiese civilización, al menos no mucho más allá de sus límites. También llovía. Volvió la vista a él. — Estamos a mitad de una carretera solitaria, por si no te has dando cuenta. — Lo sé — le guiñó un ojo al tiempo que salía del auto, lo rodeaba y le abría la puerta. Extendió su mano. Ella abrió los ojos. — ¿Qué haces? — Te dije que hemos llegado. — Pero… está lloviendo — musitó. ¿Se había vuelto loco? — ¿Confías en mí? Pasó un trago. Lo hacía… por supuesto que sí, y aunque no sabía qué locura se proponí