Gracias por leer este final que ame escribir. Me saco lagrimas y risas. Espero que a ustedes igual. Me haria muy feliz si dejaran sus comentarios, reseñas y dieran muchos likes!!! Siganme en mi pagina de Face Book como: Miladys Caroline para enterarse de mis próximos proyectos. Dentro de este mismo link estara la historia de Beth y Leonas, no la saquen de sus bibliotecas.
Elizabeth cree que no merece nada de la vida. El guardaespaldas de su hermano le demostrará que todavía tiene una segunda oportunidad para amar. Después de haberse divorciado de un hombre abusivo, Elizabeth Torrealba cree que al fin se ha librado de una vida de maltratos y sufrimientos, pero las sombras de ese pasado la persiguen y las cartas que le envía su marido desde prisión se encargan constantemente de minimizarla y recordarle que sin él no vale nada. Leonas Ferreira ha amado a Elizabeth desde que tiene memoria, y de lo único que se arrepiente, es de no haberse dado cuenta a tiempo del infierno que ella había estado viviendo a manos de un desgraciado durante años… los mismos años que tiene una hija de ambos y de quien se perdió sus primeros pasos. Pero no es tarde, y está dispuesto a tenerlas en su vida… a ambas.
Una nueva carta desde prisión. Una nueva lágrima de frustración manchando su mejilla. Se la limpió con rabia e hizo un intento por estrujar el papel y hacerlo pedacitos, pero no pudo, no se atrevió… no cuando aquello era un recordatorio constante de lo que era. Una mujer rota. Una mujer que no podía volver a amar. “No eres nadie, Elizabeth. Yo te hice lo que eras… y de eso solo queda el despojo de ser humano en el que te has convertido ahora”. Leyó con impotencia y dolor. ¿Era cierto…? ¿Lo era? ¿Era una mujer que ya no tenía valor? Pequeños pasos se aproximaron a su puerta. Sabía que era Raquel. Rápido se limpió el rostro y se giró con una sonrisa que lejos estaba de mostrar felicidad. — Mami… ¿Estás triste otra vez? — le preguntó la pequeña. Era la encargada de recordarle lo pésima actriz que era. Nadie sabía que lloraba por las noches, y que ahogaba jadeos de frustración contra la almohada para no despertar a su hija. Nadie sabía que, frente a todos, fingía estar bien, y que e
En cuanto Leonas quiso entrar a la cocina, Elizabeth ya salía, así que chocaron sin poder evitarlo. — Lo siento, no te vi — jadeó ella. — En cambio, yo no paro de hacerlo — replicó él, con doble intención, ajeno a que su aliento resbalaría por su mentón y la haría estremecer de cuerpo entero. Ella intentó bajar la mirada. Él lo impidió alzando su barbilla —. Beth… — Leonas, no, por favor — interrumpió, ya sabía por dónde iría. No soportaba hablar con nadie de eso. — ¿Por qué? — Porque no quiero que me veas romperme a pedazos — confesó. Él suspiró y negó. — No te das cuenta… ¿verdad? — ¿De qué? — De qué me tienes… de que siempre me has tenido y que puedo ser lo que tú necesites en este momento. — ¿Lo que yo... necesite? — preguntó sin comprender. — Lo que necesites, Beth. Si necesitas que alguien te escuché, me tienes, incluso, si solo necesitas llorar y romperte, yo puedo sostenerte, yo puedo… — No es justo — le dijo ella con tristeza —. No es justo que intentes reparar alg
— ¿Mami? — llamó la pequeña Raquel con voz queda. — ¿Sí, cariño? — bajó el rostro. Llevaba la última media hora aferrada a ella como su único soporte, tarareando su canción favorita y acariciándole la mejilla. — ¿Crees que Leonas vaya a estar bien? — preguntó preocupada. Elizabeth no pudo evitar sonreír. — Lo estará, mi sol. — Que bueno, mami, porque no quiero que le pase nada malo. Leonas me agrada y… — ¿Y qué, mi amor? ¿Qué pasa? — Es que… me hubiese gustado tener un papá como Leonas. El corazón de Elizabeth trepidó de forma inesperada. — ¿Eso te gustaría? — Mjum — y se volvió a recostar en su pecho. Muchas veces había fantaseado, en su inocencia, con esa posibilidad Minutos después, había conseguido que se quedara dormida, así que la recostó en la cama y cubrió la mitad de su cuerpo con una frazada. Fuera no se escuchaba nada, ni siquiera el soplo del viento, así que se vio a sí misma en la necesidad de querer asomarse y descubrir qué diablos era lo que pasaba, pero ento
Elizabeth pensó en todas las razones que la impulsaron a tras Leonas, y cada una de ellas, hicieron que su corazón se escuchara como una locomotora. También pensó en detenerse y volver dentro de la casa, pero se preguntó sobre lo que pasaría si se atrevía de una jodida vez a ser más valiente y hacer caso a su instinto. Se le cortó el aliento en cuanto lo vio. Estaba a los límites del jardín. A varios largos metros de distancia. Se abrazó a sí misma para protegerse del frío y se acercó a pasos lentos. Observaba el horizonte. Demasiado ajeno. Demasiado pensativo. Y ella se tomó el atrevimiento y los segundos que restaban antes de que él la notara para admirar al hombre majestuoso que tenía frente a sí. Se había arremangado la camisa a la altura de los codos, dejando entrever las líneas de sus tatuajes. No hacía nada, pero su absoluta presencia le robaba el aliento a cualquier mujer… incluyéndola. Él siempre había sido así. Atractivo, sexy y jodidamente enigmático por naturaleza. —
La carretera se abrió paso frente a ellos. No habían hablado de nada durante todo el camino y la ciudad y los autos comenzaban a quedar atrás. — ¿A dónde nos llevas? — preguntó ella, después de un rato. El bosque a los lados no dejaba entrever que hubiese civilización más allá. — De hecho… ya hemos llegado — contestó él, apagando el motor del auto. Elizabeth frunció el ceño, sin comprender, y miró a través de la ventana del copiloto. Enormes árboles no dejaban entrever que hubiese civilización, al menos no mucho más allá de sus límites. También llovía. Volvió la vista a él. — Estamos a mitad de una carretera solitaria, por si no te has dando cuenta. — Lo sé — le guiñó un ojo al tiempo que salía del auto, lo rodeaba y le abría la puerta. Extendió su mano. Ella abrió los ojos. — ¿Qué haces? — Te dije que hemos llegado. — Pero… está lloviendo — musitó. ¿Se había vuelto loco? — ¿Confías en mí? Pasó un trago. Lo hacía… por supuesto que sí, y aunque no sabía qué locura se proponí
Llegaron empapados y muertos del frío. Lo primero que hizo Elizabeth fue preguntar por su hija. — Todavía está dormida, señora — le dijo la muchacha del servicio con una amable sonrisa. — ¿Y Alina? — preguntó Leonas. — Descansando, señor. — ¿Qué dijo el doctor? — Que la bala solo le rozó la pierna, pero que estará bien. — Muy bien, gracias. Puedes retirarte. La muchacha se retiró, dejándolos solos. El vestíbulo estaba cobijado únicamente por la tenue luz de una lámpara. Se miraron, esperando a ver quién de los dos rompía el silencio. — Iré por Raquel — fue ella quien lo hizo. — ¿Te vas? — quiso saber él, en un tono bajo. — Ya es tarde. — ¿Por qué no te quedas esta noche? — le propuso de pronto. A Elizabeth se le cortó el aliento. — ¿Quedarme…? — preguntó, nerviosa, y pasó un trago — Leonas… — Beth, aunque me encantaría tenerte aquí cada día de mi vida, y verte al despertar cada mañana, no haré nada con lo que tú no te sientas cómoda, pero me quedaré más tranquilo si pasan
Sabía que no podía tratarse de nada bueno. Lo confirmó en cuanto contestó. — ¿Cómo diablos ha podido suceder eso? — cuestionó y echó la cabeza hacia atrás soltando una maldición — Mantente informado. Entonces colgó, lanzó el móvil a la cama y clavó las palmas en el ventanal de su habitación, pensando en cómo carajos iba a darle una noticia como aquella a Elizabeth. De pronto, escuchó la puerta abrirse. Ladeó la cabeza creyendo que se trataría de ella. Sonrió en cuanto descubrió a Raquel allí, bajo el marco de la puerta, enfundada en aquella preciosa pijama rosa que él mismo le había regalado y con ese ocho de peluche que antes había sido de él y estuvo guardando durante años. — ¿Leonas? — llamó ella, angelical, estrujándose los ojitos. — ¿Qué pasa, eh, pequeña? — la invitó a pasar. — Es que no puedo dormir. Creo que hay un monstruo bajo mi cama. — Mmm, así que un monstruo, ¿eh? — la cargó, ella asintió con ojos tiernos — ¿Qué te parece si esta noche duermes aquí, conmigo? — ¿P