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El arrebato de aquel beso se sintió como si el mundo a su alrededor se hubiese detenido, como si todo hubiese al fin desaparecido y ahora la felicidad la estaban alcanzando con sus propias manos. Se separaron por la falta de aliento y recargaron la frente contra la del otro mientras sonreían. — No puedo creer que de verdad estés aquí — musitó, con el pecho subiéndole y bajando de la eufórica, de la emoción. Ella se ocultó un pequeño mechón detrás de la oreja. — Si quieres, me voy — dijo a modo de juego e intentó separarse. Él la tomó fiero y posesivo de la cintura. — Ni lo pienses, ahora que sé que te tengo, no te dejaré escapar. — De hecho… no pensaba irme a ningún lado… ya no — sonrió, feliz —. Quiero estar aquí, así, por siempre. Los ojos del CEO brillaron de emociones inesperadas. — No sabes lo feliz que me hace escucharte decir eso, An — dijo sincero, acunando sus mejillas y robándole un nuevo y casto beso. Ella se saboreó los labios —. Vamos a sentarnos, quiero que me cu
Ella respondió de la misma forma, y de un segundo a otro, sus cuerpos se frotaban entre sí, ansiando que pronto desapareciera la ropa. Y así fue. Despacio, Santos escondió una mano debajo de la delicada prenda femenina, y ascendió hasta capturar entre sus dedos uno de sus suaves y firmes pechos, luego el otro. Jugo con ellos. Los apretó y consintió, hasta que no fue suficiente y le arrancó la camisa y el sujetador, dejándola completamente expuesta para él. La última vez que había visto aquellos pechos no daban aún de lactar, y eran jodidamente preciosos, pero, en ese momento… en ese momento eran perfectos. Ana Paula gimió ante la exposición de su desnudez frente a sus ojos, y como estos se iluminaban de increíble deseo, así que pasó un trago, excitada y entregada a la vorágine de sensaciones que comenzaban a expandirse por todo su cuerpo… y también deseó tocarlo. Fue exactamente lo que hizo. Con gesto atrevido, ancló sus dedos a su camisa y se la retiró lentamente, deslizando las
— Eres maravillosa — le dijo él después de recuperar el aliento —. Eres perfecta. Eres... un sueño, An. Eres mi sueño. Ella estiró la mano y alcanzó su mejilla, enamorada. — Jamás me sentí de esta forma — dijo en un todo quedó. Se le quebró la voz —. Me siento tan feliz. — An, no llores, ven aquí. Todo está bien, ¿no es así? — la pegó contra su pecho. — Todo es… increíble — suspiró, dibujando figuras sin sentido en su pecho desnudo. Después alzó la vista y lo miró fascinada —. ¿Santos? — ¿Mm? — Sé que fuiste mi donante — mencionó. Él se tensó de pronto y bajó el rostro. La miró con el ceño fruncido y después recargó la cabeza contra la almohada. Cerró los ojos y negó. — Le dije a mi madre que no te dijera nada. — Lo sé, pero… no fue su culpa — musitó, al tiempo que él se incorporaba. Ella se alzó sobre sus codos —. Tenía derecho a saberlo. ¿Por qué te molesta? — No es eso — dijo, serio, dándole la espalda. Tomó el bóxer del piso y se lo colocó. Ella lo siguió. Se había queda
Volvieron a Brasil dos días después. Habían aprovechado el tiempo nunca. Llegaron a la mansión agarrados de la mano y riendo de cualquier cosa. Al verlos así de juntos y felices, las mujeres de aquella maravillosa familia se mostraron encantadas, sobre todo Julia Torrealba, que al fin podía ver que la tranquilidad reinaba alrededor de ese par de enamorados. — ¡Me alegra tanto verlos así de felices y unidos! — expresó con felicidad —. ¡Espero que su relación se fortalezca más a partir de ahora! La pareja se miró. Estaban tan embelesados con el otro. — De hecho, madre, ya no hay nada que nos separe, sobre todo con la noticia que les tenemos — comentó el CEO. — ¿Qué noticia? — preguntó Elizabeth, que traía al pequeño César en brazos después de una siesta. Ana Paula tomó al pequeño contra su cálido pecho y le dio un dulce beso en la cabecita. Lo había echado de menos como una loca. — Bueno… le he pedido a Ana Paula que… nos volvamos a casar. — Y yo he dicho que sí — secundó ella, s
El día siguiente, dieron el “Sí, quiero” más que decididos, acompañados de las personas más importantes de sus vidas. La madre de Ana Paula los felicitó por el enlace y se mostró satisfecha de la familia que había ganado su hija. Ciertamente, hubo risas y alegrías, pero también lágrimas, pues habían tenido que pasar mucho para llegar a ese momento de dicha. — Me hace feliz saberte realizada, hija — le dijo la madre de Ana Paula, al final de la noche. — Tú también eres parte de mi felicidad. Eres mi madre. La mujer la estrechó en sus brazos y le acarició la espalda. Ella se dejó consentir. — Ya debo irme. — ¿A dónde irás? Pensé que te quedarías un poco más. En eso, apareció Santos. — Tu madre se instalará en una pequeña propiedad cerca de nuestra nueva casa. Ana Paula alzó el rostro. — ¿Propiedad? ¿Nuestra nueva casa? — preguntó, desconcertada. — Santos me pidió ayuda para comprar la casa de tus sueños. Esa junto a la playa con la que tanto soñaste. Los ojos de Ana Paula bri
Elizabeth cree que no merece nada de la vida. El guardaespaldas de su hermano le demostrará que todavía tiene una segunda oportunidad para amar. Después de haberse divorciado de un hombre abusivo, Elizabeth Torrealba cree que al fin se ha librado de una vida de maltratos y sufrimientos, pero las sombras de ese pasado la persiguen y las cartas que le envía su marido desde prisión se encargan constantemente de minimizarla y recordarle que sin él no vale nada. Leonas Ferreira ha amado a Elizabeth desde que tiene memoria, y de lo único que se arrepiente, es de no haberse dado cuenta a tiempo del infierno que ella había estado viviendo a manos de un desgraciado durante años… los mismos años que tiene una hija de ambos y de quien se perdió sus primeros pasos. Pero no es tarde, y está dispuesto a tenerlas en su vida… a ambas.
Una nueva carta desde prisión. Una nueva lágrima de frustración manchando su mejilla. Se la limpió con rabia e hizo un intento por estrujar el papel y hacerlo pedacitos, pero no pudo, no se atrevió… no cuando aquello era un recordatorio constante de lo que era. Una mujer rota. Una mujer que no podía volver a amar. “No eres nadie, Elizabeth. Yo te hice lo que eras… y de eso solo queda el despojo de ser humano en el que te has convertido ahora”. Leyó con impotencia y dolor. ¿Era cierto…? ¿Lo era? ¿Era una mujer que ya no tenía valor? Pequeños pasos se aproximaron a su puerta. Sabía que era Raquel. Rápido se limpió el rostro y se giró con una sonrisa que lejos estaba de mostrar felicidad. — Mami… ¿Estás triste otra vez? — le preguntó la pequeña. Era la encargada de recordarle lo pésima actriz que era. Nadie sabía que lloraba por las noches, y que ahogaba jadeos de frustración contra la almohada para no despertar a su hija. Nadie sabía que, frente a todos, fingía estar bien, y que e
En cuanto Leonas quiso entrar a la cocina, Elizabeth ya salía, así que chocaron sin poder evitarlo. — Lo siento, no te vi — jadeó ella. — En cambio, yo no paro de hacerlo — replicó él, con doble intención, ajeno a que su aliento resbalaría por su mentón y la haría estremecer de cuerpo entero. Ella intentó bajar la mirada. Él lo impidió alzando su barbilla —. Beth… — Leonas, no, por favor — interrumpió, ya sabía por dónde iría. No soportaba hablar con nadie de eso. — ¿Por qué? — Porque no quiero que me veas romperme a pedazos — confesó. Él suspiró y negó. — No te das cuenta… ¿verdad? — ¿De qué? — De qué me tienes… de que siempre me has tenido y que puedo ser lo que tú necesites en este momento. — ¿Lo que yo... necesite? — preguntó sin comprender. — Lo que necesites, Beth. Si necesitas que alguien te escuché, me tienes, incluso, si solo necesitas llorar y romperte, yo puedo sostenerte, yo puedo… — No es justo — le dijo ella con tristeza —. No es justo que intentes reparar alg