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Una semana y media después, la pequeña Raquel ya presentaba afortunadas mejorías, y tan solo un par de días más tarde, les dieron la noticia: Estaba oficialmente fuera de peligro. — Entonces… ¿Ya puedo volver a casa, doctor? — preguntó la niña con alegría, recostada sobre sus almohaditas. El doctor y Elizabeth y rieron. — Sí, pequeñita, pero debes cuidarte mucho e ir con calma. — ¡Yupi, sí, ya quiero volver a casa con mi abuelita, mi bisa, mi tío Santos, mi tía Pauli y mi primito César! — incluyó a cada uno con emoción. En eso, entró Leonas. Él no se había movido de ese hospital por ningún motivo, y cuando lo hacía, no demoraba en volver. Los ojos de la dulce Raquel se iluminaron en cuanto lo vieron. — ¡Leonas! — estiró los brazos — ¿Si escuchaste lo que dijo el doctor? ¡Ya podré volver a casa! — Eso es una excelente, noticia, pequeña — besó su frente y alzó una pequeña bolsa —. Mira lo que te traje. Helado, galletas y su fruta favorita. Detrás de él… un gran peluche que hicie
Después de ese día, Santos Torrealba se había propuesto reconquistar el corazón de la mujer que amaba, y por eso, sin falta, cada mañana desde entonces, llamaba a su puerta antes del desayuno para invitarla a compartir la mesa en el jardín solo ellos tres. Julia Torrealba, quien fue cómplice de aquella romántica idea, se encargó de tenerlo todo listo para ellos, con diferentes aperitivos y una preciosa decoración a la sombra de un gran árbol que incluía un pequeño corral para César en el césped, y todo lo necesario para que tuvieran una mañana agradable. El primer día, Ana Paula se mostró asombrada y de mejillas rojas. — ¿Esto es para nosotros? — preguntó al ver las dos sillas. Una en cada extremo de la pequeña mesa. — Sí, a menos que no quieras y… — No, no, está perfecto. Me gusta. El corazón del CEO se infló, así que sin perder tiempo, la invitó a sentarse, y además de los panecillos, el jugo y la fruta, compartieron risas y comentarios sobre lo rápido que estaba creciendo el p
Después de una hora y media de camino, llegaron a un pequeño bote a la orilla de un lago. — ¿Qué es esto? ¿Qué hacemos aquí? — le preguntó ella, un tanto desconcertada al bajar del asiento copiloto del auto. — Confía en mí — le pidió, extendiéndole la mano. Ella lo miró por un microsegundo, después aceptó el contacto de aquellos firmes dedos entre los suyos y se dejó guiar por él. De repente, el bote se movió ligeramente con el peso de ambos y un pequeño chillido salió de la femenina, causando que el CEO soltara una pequeña risa. — ¡No te rías! ¿Esto es seguro? — quiso saber, con los ojos abiertos, mirando solo agua a su alrededor. — Tranquila, solo sujétate de mí y estarás bien. — Pero esto se mueve. — Es normal, estamos sobre el agua. — Sí, pero… — antes de que pudiera terminar de hablar, él ya había acunado su barbilla y obligado a mirarlo. — Conmigo nada te pasará — le prometió —. No te traería hasta aquí si no supiera que es seguro para ambos, sobre todo para ti. Más re
Minutos más tarde, estaban sentados en una pequeña y discreta mesa a la luz de la luna que entraba tímida y plateada por una de las ventanas. — ¿Qué se te antoja? — le preguntó él. Ya había servido las copas. Ella miró los platillos con deleite. — No lo sé, todo se ve delicioso. — María es una excelente cocinera — reconoció —. Déjame servirte un poco de todo. — Te ayudo — al intentar incorporarse, él colocó su mano sobre la suya y la miró con adoración. — Yo me encargo por esta noche. — Pero… — An, por favor — le rogó con dulzura —. Cuando te invité a cenar, lo hice con la intención de que no tuvieses que mover un dedo en toda la noche. Permite que sea yo quien se encargue, ¿sí? — Bueno, pero yo quiero servir el postre — propuso. — Me parece bien — aceptó, complacido, y entonces empezaron a compartir y a deleitarse de los alimentos servidos. Todo estuvo delicioso, opinaron sobre cada aperitivo y coincidieron con que ninguno de los dos había probado manjares tan exquisitos.
Fue una velada maravillosa, rieron sin parar y nunca hubo espacio para el silencio, al contrario, hablaron de todo y nada y se mostraron relajados, viviendo el presente, ajenos a cualquier diferencia o problema que hubiese existido en el pasado. Incluso bailaron. — Gracias por aceptar mi invitación a cenar — le dijo él, en algún punto de la noche. Sabía que pronto volverían a la ciudad. Tomó sus manos entre las suyas. Ella lo miraba a los ojos — Y no quiero presionarte respecto a nosotros, pero de verdad no puedo guardarme más lo que siento. Ella parpadeó. — ¿Lo… qué sientes? Él asintió. — Te amo, An — confesó abiertamente, sin reservas, provocando que el corazón de Ana Paula se saltara un latido —. Y jamás le he dicho esto a otra mujer. Tú eres la primera y única. Sé que no volveré a sentir esto por nadie más. — Santos, yo… — No digas nada ahora — le pidió con cariño —. No te traje aquí para esto. Solo… necesitaba que supieras que estoy dispuesto a redimirme toda la vida por t
Salió de la habitación porque nadie pudo detenerse. Su madre, abuela y hermana estaban allí. Se incorporaron en cuanto lo vieron. Habían estado esperando ansiosas por tener noticias de él. — ¡Hijo! — sollozó Julia Torrealba, estrechando a su primogénito en brazos. — Madre — la tomó de los hombros y la miró a los ojos —. ¿Qué sabes de Ana Paula? Me dicen que está grave. No puede ser cierto. La mujer acunó su mejilla. — Cariño, es cierto. Estuvimos al pendiente de ella, pero… no nos dan noticias aún. En ese momento, apareció un doctor por el pasillo, preguntando por familiares de la joven paciente. — ¡Es mi esposa! — dijo él con orgullo — ¿Cómo está? El doctor les explicó a detalle sobre su estado. No había sufrido quemaduras; sin embargo, estaba herida de gravedad, como le había comentado su amigo. — Uno de sus pulmones ha sido comprometido — espetó el hombre, serio — ¿Eso… que significa? — exigió saber, enseguida. — Necesitamos un donante vivo que pueda donar una parte de su
La expresión de su rostro, al salir de la habitación, fue de absoluta incredulidad, pero no se movió de la puerta hasta que le diesen una explicación real de lo que estaba ocurriendo. Eso no fue hasta después de una hora, cuando al fin encaró a un doctor y le exigió una respuesta. — ¿Amnesia selectiva? El hombre asintió. — Sí, es muy común en pacientes que han sufrido eventos traumáticos. — ¿Significa que… ha perdido la memoria? — Temporalmente. — Explíquese, doctor, porque estoy a punto de volverme loco. El doctor le explicó con paciencia lo que había ocurrido. Ana Paula bloqueó de su mente los últimos recuerdos vividos. Ni siquiera podía recordar el incendio, o al menos una gran parte de él. Tampoco cómo había llegado allí. Mucho menos… los momentos maravillosos que había pasado a su lado esas últimas semanas. Santos se mesó el cabello con desespero y tomó una profunda respiración. — Va a tener que ser paciente con ella — le pidió el doctor —. El proceso de recuperación pod
Los días siguientes fueron como empezar desde cero, y aunque Ana Paula de a poco fue más receptiva a la presencia de Santos, todavía se sentía extraña. Una tarde, cuando el especialista se fue, él entró a su habitación. — ¿Cómo te has sentido estos días? — le preguntó. Ella acababa de dormir al pequeño César, así que lo recostó en su cuna y después lo miró. — Bien, aunque… — se mordió el interior de la mejilla y jugó con sus dedos. Él se acercó. — ¿Aunque, qué? — Bueno, lo que pasa es que… no recuerdo mucho de las últimas semanas. — Es normal, no te presiones. — Lo sé, es solo que me gustaría recordar. Tú… eres bueno otra vez conmigo y no entiendo por qué — suspiró —. La última vez… — Esa última vez que recuerdas fui un hombre del que me he arrepentido cada segundo desde entonces — expresó sincero y se acercó un poco más. Ella se tensó, así que él paró —. An, prometí que sería paciente, pero esto está enloqueciéndome. En la isla tú y yo… — ¿Por qué estábamos en ese lugar? —