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— ¿Qué es lo que pasa con Ana Paula? — preguntó, saliendo de allí. La mujer lo siguió. — No lo sé, señor, pero dice que le duele mucho y llora por su bebé. ¡Vaya a verla! ¡Se ve muy mal! De pronto comenzó a escuchar los quejidos desde la planta de arriba. Su pulso se disparó. — Dios, ¿Qué ha pasado? — Julia Torrealba salió en bata, preocupada por los sollozos que escuchaban. La abuela del CEO también se asomó. Santos subió las escaleras muerto de miedo, y en cuanto abrió la puerta, se quedó paralizado por un segundo. Sus ojos se abrieron. Ella lloraba desconsolada, con las manos aferradas a su vientre, protegiendo a su bebé con todas sus fuerzas. — ¡Ana Paula! — se hincó frente a ella. — ¡Me duele! ¡Me duele mucho! — sollozó — ¡Mi bebé, siento que… siento que…! ¡Por favor ayúdame! Él no lo dudó, ni siquiera lo pensó, la cargó liviana y bajó con ella así, en ropa de cama, lanzando órdenes a todo el mundo durante el camino. — ¡Madre, ordena que empaquen lo necesario para Ana Pa
Transcurrió una hora, pero, para el preocupado y angustiado CEO, parecieron cinco. Julia y Laura Torrealba todavía se mostraban consternadas con lo sucedido. No se explicaban qué pudo haber ocurrido con esa muchacha, solo esperaban y rogaban para que ella y el nuevo integrante de la familia estuviesen bien. — ¿Por qué nadie sale a darme noticias? — se sentía a punto de hacer un escándalo. Se acercó a recepción — Señorita, ¿Qué sucede con mi esposa? ¿Cuándo saldrán a darme razón de ella? La mujer solo se encogió de hombros. — Lo siento, señor, pero… no sabría decirle. — ¿Y entonces quién sabría? — argumentó, molesto —. ¡Mi esposa lleva más de una hora que atravesó esa puerta y nadie sale a decirme nada! — Hijo, tranquilo, por favor — le pidió su madre, acercándose. Lo tomó del brazo —. Estas cosas son así, pero verás que todo va a estar bien. Él negó y colocó los brazos en jarra, seriamente frustrado. — ¡Allí viene Bruno! — dijo la abuela del CEO, incorporándose. Santos se acer
Pasados unos largos segundos, todavía en completo silencio, con la sangre corriendo vertiginosa por su torrente sanguíneo y con las manos convertidas en dos puños fuertemente apretados, salió de allí. No necesitó de una explicación que buscara llegar al fondo de aquello. Habían intentado envenenar a su esposa y el culpable tenía nombre y apellido: Renato Castanho — ¡Santos! ¡Santos, espera! — le pidió su amigo, pero él no se detuvo, al menos no hasta que lo tomó del brazo — ¿Qué pasa? ¿Qué vas a hacer? — ¿Cuánto tiempo más va a permanecer Ana Paula aquí? — preguntó en respuesta. — No lo sé, quizás unas pocas horas más o un día entero, todo depende. Él asintió, y emprendió camino otra vez. — ¡Pero…! ¡Santos! Santos entró a la habitación de Ana Paula. Reía de algo que le había dicho su madre. — Hijo, que bueno que… — Madre, voy a necesitar que se queden con Ana Paula durante unas horas hasta que yo vuelva. — Claro, hijo, pero… ¿Por qué? ¿Para dónde vas? — Después te cuento. —
— Ana Paula, ella… — se llevó las manos al centro del estómago. Las náuseas la invadieron. — Está bien, por suerte. — ¿Y el bebé? Dios… ¿Mi sobrino cómo está? — Los dos están fuera de peligro. Elizabeth soltó un jadeo de alivio, aunque mezclado con la culpa, y cerró los ojos, ajena a que nuevas lágrimas se derramaran por sus mejillas. — Debo ir… debo decirle a Santos que fui yo — musitó con increíble culpa. — Beth, ¿De qué estás hablando? — De que fui yo. Fui yo quien quiso envenenar a Ana Paula. Leonas cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás un segundo, buscando recomponerse. — ¿Por qué harías una cosa así? — ella negó — Beth… — Llévame con Santos, por favor, debo decirle, debo hacerlo y que él me aplique el castigo que merezco. — No — decidió él, entonces se asomó por la puerta — ¡Nana! ¡Nana! La mujer, que estaba en el jardín, apareció en seguida. — Dígame, señor. — La señora Elizabeth se quedará aquí hasta que yo regrese y no tiene autorizado salir — decidió, le q
— Nada, señor, ninguno de mis compañeros tiene información respecto al paradero de su cuñado — avisó uno de los guardias de la mansión Torrealba. Santos negó con la cabeza y se frotó el rostro. Miró a su jefe de seguridad, quien llevaba la última media hora intentando rastrear su ubicación. — El muy astuto se ha desconectado. No tengo acceso a su ubicación — gruñó, pues de haberlo ya localizado, habría ido en su captura — Enviaré de todas formas a uno de mis hombres a su apartamento de soltero. Santos se incorporó y se acercó a la ventana, desconcertado y rabioso. — No puedo creer que todo esto haya pasado en mis propias narices — aseveró —. ¿Por qué Beth nunca nos dijo nada? ¡La habríamos divorciado enseguida de ese bastardo! ¡Maldicion, creí que solo eran sospechas mías! Leonas apretó los puños. También sentía culpa. — Lo ha protegido todo este tiempo. — Pero… ¿Por qué, carajo? ¿Por qué? — se giró —. ¿Dónde está ahora? Necesito verla y decirle que ya no tiene que temer, que vo
— ¿Dónde está Raquel? — preguntó Elizabeth a Leonas cuando quedaron solos. — Está en la cocina. Quiso pastel. Elizabeth asintió e intentó pasarle por el lado. Él lo impidió tomándola de la mano. — Beth… — Debo ir con Raquel. — Lo sé, pero debemos hablar. La mujer que viste aquí no significa nada — intentó explicar. Ella negó y bajó la mirada. — Leonas… — Pero no voy a negarte que tuve algo con ella, pasajero, de unos meses. — No tienes que explicarme nada de tu vida personal o tus relaciones amorosas. — No existe ni existió ninguna relación amorosa con nadie, no después de ti. Elizabeth sintió un ramalazo de electricidad sacudir su cuerpo entero. Alzo el rostro. Él parecía sincero. — Pero… yo te vi con ella — musitó con dolor. Todavía podía recordar el beso compartido y sentía que los celos se la comían como pirañas. Él negó y acarició su mano. — Lo sé, sé lo que viste, pero si me dejaras explicarte — le pidió. La agotada Beth asintió, así que él la llevó al sofá y se se
Elizabeth relató de a poco los años de dolor y sufrimiento, aferrada a una valentía de la que no quería volver a soltarse, lo que ese canalla le había hecho durante años, provocando que el salón de la mansión Torrealba estuviese rebosado de sollozos, nostalgia y apoyo indudable. — Mi niña, mi niña — se lamentó su abuela. No podía creer que su adorada nieta hubiese pasado por algo así, dentro de su propia casa, y que ninguno lo hubiera sospechado — ¿Por qué jamás nos dijiste nada? No lo habríamos permitido. Elizabeth bajó la mirada, avergonzada. — No tienes por qué contarnos nada más ahora, mi cielo. Ha sido muy fuerte lo que has vivido — añadió Julia, pues ya suficiente habían tenido con aquella horrible confesión —. Solo deja que tu madre te estreche esta noche en sus brazos y te dé consuelo. Ella asintió. No había nada que deseara más en ese momento que el cariño de su propia familia. Se arrepentía tanto no haber acudido antes a ellos. Santos, por su lado, no podía ni quería ace
Elizabeth había decidido ir a la cocina por un par de nuevas bebidas. La compañía y el cariño que estaba recibiendo por parte de su familia en ese momento, la hizo sentirse querida y protegida, descubriendo que no estaba sola, que nunca lo estuvo… pero entonces pasó frente a la puerta del despacho de la mansión y escuchó su propia en el interior. No fue hasta que abrió la puerta cuando descubrió lo que ocurría. Un hombre escalofrío recorrió su cuerpo entero, y unas terribles náuseas la invadieron. Leonas y Santos se habían quedado lívidos por largos instantes, pero no fue hasta que el primero notó a Elizabeth allí cuando apagó el aparato. Santos cerró los ojos. — Beth… — mencionó, completamente abatido. Ella negó y retrocedió un paso, horrorizada, asqueada… completamente avergonzada. Se había atrevido. ¡Renato se había atrevido! ¡La había expuesto de la forma más horrible en la que se podía exponer a una persona! ¡Había enviado a su familia aquel asqueroso video en el que él y su