Ay, estas parejitas!!!! Recuerden dejar sus comentarios, reseñas, dar like y pasar una feliz navidad en compañía de sus seres queridos. ¡Les mando abrazos!
— Tu mano — le pidió Ana Paula a su esposo con ternura. Santos obedeció sin quitarle los ojos de encima. La luz plateada que entraba por la ventana y rodeaba su anatomía, la hacía lucir frente a sí como un ángel celestial, imposiblemente bella. Se quejó entre dientes cuando el desinfectante hizo contacto con la piel de sus nudillos. — Lo siento, ya casi acabo — musitó ella, sonrojada, y con dulce delicadeza, procuró ser lo más cuidadosa posible para no seguir lastimándolo. Segundos más tarde, sonrió orgullosa por su trabajo — Creo que ya está, en un par de días no sentirás nada. Él asintió, mirando que en efecto había hecho un buen trabajo curándolo. — Eres buena. — Aprendí a curar heridas desde pequeña, mi madre… — se mordió el interior de la mejilla, silenciándose a sí misma. — ¿Tu madre qué? — la instó a continuar. Ella negó con la cabeza y comenzó a guardar todo lo que había usado. — No es nada — dijo al tiempo que su indomable esposo la tomaba de la cintura, impidiéndose
La llevó a la cama y la desnudó con increíble ternura. Un lado de luz plateada iluminaba cada pedazo de piel expuesta… enloqueciéndolo; y mientras la recorría entera a besos, sus ojos no echaron de menos la expresión de deseo en el rostro de su joven esposa, cada gesto, cada pequeño y suave suspiro que salía de su boca. Probó la piel de sus caderas, del plexo solar y la curvatura de sus frondosos pechos. Ansioso, llenó una de sus manos con ambos, primero uno y después el otro. Eran del tamaño perfecto. — Necesito probarlos — gruñó, y buscó en su mirada algún indicio de aceptación. Ana Paula asintió ligeramente, embelesada. Él no esperó una segunda oportunidad y los probó ávidamente, como si hubiese estado hambriento de ellos desde hace una década entera. Ella se arqueó en respuesta y gimió de aceptación, de increíble placer y absoluto deseo. Enterró los dedos en cabello, intentando controlarse de no estallar, pues lo que él le hacía sentir únicamente con su boca era inigualable. Ja
Se quedó en silencio por varios segundos. — ¿Qué? — preguntó en un hilo de voz. Él le frotó los brazos. — Sí, Beth, no tienes por qué seguir viviendo ese infierno, y si tú me lo pides, yo… haría cualquier cosa. La mujer parpadeó. — Leonas, yo… — Te sigo amando, Beth — confesó con certeza, provocando que un segundo después ella lo mirara como si hubiese dicho algo irreal. — ¿Me… sigues amando? — averiguó un tanto incrédula. Él asintió. — Nunca he dejado de hacerlo. Te he amado desde el primer día y estoy completamente seguro de que lo haré hasta el último de mis días — sus palabras no podían ser más sinceras, y había esperado por ese momento durante muchísimo tiempo. Contrariada, ella negó con la cabeza y se alejó un par de pasos. Él la miró extrañado. — ¿Beth…? — ¿Cómo puedes seguir amándome? — quiso saber — ¿Cómo puedes seguir haciéndolo después de lo que te hice? Leonas solo se encogió de hombros y sonrió con tristeza. — No te niego que intenté dejar de hacerlo después
Sin saber cómo, llegaron al cuarto de baño. Tropezaron con la puerta y con el retrete. Rieron. — Carajo, Beth, te deseo — murmuró el sexy guardaespaldas contra la boca femenina. Pegó su frente a la suya. — Yo… también te deseo — confesó, y no solo eso, lo amaba… no había dejado de hacerlo un solo instante de su vida. — ¿Estás segura de que quieres esto tanto como yo? — le preguntó — No quiero que mañana finjas que no pasó nada. — Leonas… — ella lo miró con compasión. — No haremos nada si prometes que no me ignorarás después. — Yo… — ¡Promételo, Beth! Elizabeth asintió. — Lo prometo — respondió. Y fue lo único que él necesitó para fundirse en sus suaves labios. La llevó a la ducha. El agua estaba a una temperatura perfecta. Ninguno de los dos se preocupó por la ropa empapada, aunque esta después desapareció en un santiamén. Entonces se amaron y adoraron como cuando eran apenas unos tontos e inexpertos adolescentes. — Separa las piernas para mí, Beth. Quiero tocarte. Quiero to
Media hora después, nervioso, alegre, como nunca en toda su vida, Santos Torrealba volvió a la habitación de su joven e inesperada esposa. Ella no estaba. — Buenos días, señor — saludó una mucama que cambiaba las sábanas esa mañana —. ¿Busca a su esposa? — Sí, ¿la has visto? — Creo que bajó al jardín, señor. ¿Quiere que vaya por ella? — No, gracias, yo me encargo — respondió, sospechando en donde podría encontrarla. Sonrió al descubrir que no se había equivocado, y que esa mañana, en especial, lucía como un ser celestial, enfundada en aquel fresco vestido de temporada. — Sabía que estarías aquí — mencionó al acercarse. Ana Paula alzó la vista, sonrojada. — ¿Crees que vaya a estar bien? — preguntó, refiriéndose al tigre en la jaula. Él se acercó. — Ordené que le trajeran comida y esta mañana volví a hablar con las autoridades encargadas. Es muy probable que el traslado a su hábitat sea antes de lo previsto. La dulce joven asintió, más tranquila, y volvió a mirar al felino con
Con cuidado, la recostó en la cama y ordenó a una de las mucamas que se quedara con ella y le avisara en cuanto despertara. — No quiero que te separes de ella, ¿de acuerdo? — ordenó a la mujer. — Sí, señor. Entonces salió de la habitación. Leonas ya se encontraba con el veterinario, así que juntos fueron a revisar que carajos había ocurrido con el animal. No era posible que hubiese muerto así nada más. — ¡Rápido, tráiganme agua y sal! ¡Hay que inducirle el vómito! — ordenó el veterinario, robando la reacción del CEO y su guardaespaldas — ¡Este animal ha sido envenenado! Los ojos de Santos se abrieron, pero sabía que no había tiempo para desconciertos y explicaciones, así que ordenó a uno de los guardias que consiguieran lo que el veterinario pedía. Instantes más tarde, se hizo lo necesario. El veterinario consiguió que el tigre reaccionara lánguidamente con varias arcadas. Santos sintió una especie de increíble alivio. — Vamos a tener que trasladarlo a la clínica, aquí no tengo
Elizabeth miró la pequeña llave entre sus dedos, nerviosa a más no poder. No sabía lo que iba a suceder después de esa noche, pero ya ansiaba descubrirlo. Amaba a Leonas, y el hecho de que él la siguiera amando a ella despertó algo en que corazón que creía se había quedado en el pasado. — Señora, ya llegamos — le avisó el chofer, al detenerse a los pies de propiedad. Ella miró por la ventana. Era casa con un jardín grande y precioso. — ¿Estás seguro de que es aquí? — preguntó, extrañada. No podía creer que Leonas fuese el dueño de una propiedad así, aunque sabía que ganaba más que cualquier escolta de élite común. — Sí, señora, estoy seguro de que es aquí. ¿Quiere que la espere? Ella negó con una sonrisa. — Vuelve a la mansión, y si alguien pregunta por mí, tú diles qué… — se mordió el interior de la mejilla, un tanto avergonzada. El hombre la miró por el espejo retrovisor y le regaló una fresca sonrisa. — No se preocupe, señora, yo veré que digo, vaya — la motivó, sacando los
Leonas oteó el reloj en su muñeca, inquieto. Había estado esperando a Elizabeth durante la última hora desde que uno de sus hombres en la mansión Torrealba la informó que ya iba de camino, así que no esperó un segundo más y decidió llamarla. No contestó. Ni en ese ni en los demás intentos. Entonces contactó al chofer. — Señor, buenas noches. — ¿Estás con Elizabeth? — ¿Con la señora Elizabeth? Pero… no comprendo, señor. Yo la dejé en su casa como me lo pidió. Espere un segundo — Leonas suspiró —. Señor, me informan que la señora Elizabeth sí vino a la mansión, pero así mismo volvió a salir. — ¿Sola? — Sí, uno de los guardias quiso acompañarla porque… — ¿Por qué, qué? — Se veía extraña, pero ella ordenó que la dejaran sola. Leonas volvió a mirar su reloj, extrañado. — ¿Hace cuánto de eso? — Dos horas, quizás un poco más, no lo sé. ¿Quiere que…? — No, yo me encargo. Tan pronto colgó, comenzó a localizarla por el dispositivo de rastreo que tenía de todos los teléfonos de la f