Capítulo 2
Al no tener nada más que hacer y de los nervios tan terribles que sentía, me puse como una niña de preescolar a jugar con mis dedos, mientras yo explicaba el motivo de mi visita.

Me vio directo a los ojos, como cuestionándome esto me puse mucho más nerviosa. Pero luego, sonrió y me preguntó:

—¿Y por qué crees que debería ayudarte?

Sabía que pedirle el favor sería en vano, así que, nerviosa, sonreí tontamente y le respondí:

—Entonces, supongo que mejor olvida que vine.

Claro, después de cómo lo tratamos en el pasado, era un milagro que no buscara venganza contra toda mi familia. ¿Cómo iba siquiera a considerar ayudarnos?

¿En serio porque había venido a suplicarle? Cuanto más lo pensaba, más se me arrugaba la cara de la mucha vergüenza, era bien ilusa yo.

Di media vuelta para irme, pero él me detuvo.

—No te vayas aún—empezó—, ¿habla a ver qué estás dispuesta a ofrecerme para que te ayude? Si vale la pena, no me importaría echarles una mano.

Me quedé paralizada. Pensé y pensé, pero no se me ocurría nada que pudiera ofrecerle.

¿Quizás pues pagarle en especie?

Nah mejor dejémonos de ilusiones. Si de verdad sintiera algo por mí, en tres años de matrimonio, y durante tantas noches compartiendo en la misma habitación, habría tomado la oportunidad mil veces. Pero en todo ese tiempo, nunca me hizo tan siquiera una insinuación que demostraste que yo en verdad le gustaba.

Con la cabeza agachada, murmuré:

—Mejor en serio olvida que vine hoy.

Sin embargo, de repente se acercó. Él era mucho más alto que yo. Por lo que, viéndolo frente a mí, me sentía diminuta.

Se inclinó un poco, acercándose a mi oído, y sonrio con cautela:

—Ya que has venido vestida así, ¿para qué fingir decencia al no saber qué es lo que ofreces?

Sentí un balde de agua caerme, ¡trágame tierra! Estaba muerta de la vergüenza, quería salir corriendo.

De pronto, rodeó mi cintura y, con una sonrisa que revelaba sus intenciones me dijo:

—Fueron tres años de matrimonio, pero me los pasé durmiendo en un cubrelecho tendido en el suelo. Ese cuerpo tuyo y todos sus placeres me han sido denegados por tanto tiempo... ¿por qué entonces no me ofreces alguito de lo tuyo para pedir mi ayuda?

Abrí los ojos de par en par, pensando que había escuchado mal.

—En serio... ¿Qué fue lo que dijiste?

Sus ojos se clavaron en los míos, y yo toda hecha un manojo de nervios. Su mirada escondía un sentimiento tan oscuro que me era difícil para mí interpretar. Pero no dijo nada, solo bajó la mirada y, tiró suavemente de la tira de mi vestido, aflojándolo.

Mi cara se puso roja de la ira y la vergüenza. Lo empujé entonces con fuerza.

—¡Si no quieres ayudar, está bien, pero así no! —grité, furiosa—. ¡Tampoco esperaba que lo hicieras, pero no tienes derecho a venir a tratarme de esta manera y menospreciarme!

Mateo me miró. No pude descifrar si su sonrisa era burlona o para esconder su enojo.

—¿Así que crees que estoy humillándote? —dijo, después de pensar en qué responder.

—¿Tú acaso crees que no? —respondí, temblando de rabia.

Después de todo, su corazón pertenecía a otra. ¿Cómo no iba a ser una humillación lo que acababa de hacerme?

Mateo se giró y se dejó caer en la silla de su escritorio. Cuando volvió a verme a los ojos, su mirada era bastante seria.

—Pues como viniste vestida como si de verdad estuvieras dispuesta a convencerme, pero tu actitud dice todo lo contrario. Ya mejor vete.

Ya había asumido que no ayudaría a mi familia, así que no dije nada más y me marché.

Tan pronto como salí de la oficina, mis padres se acercaron a preguntarme:

—¿Y? ¿Va pues a ayudarnos?

Yo les dije la verdad.

Mi padre, furioso, gritó a todo pulmón:

—¡Maldito desagradecido! Ahora que tiene éxito, se olvida de los que lo ayudamos. Si lo hubiera sabido, jamás hubiera hecho que te casaras con él, miserable.

—Exacto —dijo mi madre, igual de enojada—. Siempre actuó como un buen hombre, aceptando todo sin quejarse. Pero mira, ¡resultó ser toda una fachada!

Suspiré.

—No digan eso, él después de todo no usó nuestros contactos ni nuestro dinero. Si no quiere ayudarnos, es entendible, especialmente después de tan mal que lo tratamos.

Mis padres callaron, pero sus caras mostraban que seguían igual de preocupados. De solo verlos así, la cabeza me empezó a doler.

Esa noche, mi hermano llamó uno por uno a sus viejos amigos, esperando que alguno lo ayudara. Antes, todos venían corriendo si los invitaba a tomar. Ahora, ninguno siquiera contestaba sus llamadas. Pero en un ataque de furia, mi hermano lanzó su celular al suelo, maldiciendo a aquellos falsos amigos.

Acurrucada bajo la manta, intenté consolarlo:

—Hermanito, así son todos hoy en día. Ya no existe la lealtad.

Mi madre comenzó a llorar al escucharme.

No teníamos cómo salir de esta, el desespero nos consumía. Sobrevivir a semejante ruina parecía imposible, y lo peor era el tema de todas las deudas. Los chepitos venían a cobrar todos los días, hasta el punto de que hasta vivir en paz y sin andar escondiéndonos era un lujo que ya no podíamos darnos.

Mi padre, con voz cansada, sugirió de nuevo:

—Aurora, ¿por qué no vuelves a hacer el intento de hablar con Mateo? Ahora tiene dinero; seguramente podría ablandársele esta vez su corazón y prestarte un poco, inténtalo otra vez.

Mi madre asintió.

—Es verdad. Después de todo y aunque estén divorciados, ¿no te corresponde parte de su fortuna?

Me acurruqué bajo la cobija, incapaz de confesarles que Mateo me había dejado sin nada. Si se enteraban, lo maldecirían hasta el cansancio.

Mi hermano, indignado, les dijo:

—Dejen de insistirle. ¿No ven que ya es suficiente humillación para ella? Lo tratamos tan mal, ¿y ahora esperan que Aurora vaya a rogarle y dejar humillar?

Mi madre pareció darse cuenta de algo y preguntó, preocupada:

—Aurora, ¿te trató mal hoy?

Negué rápidamente.

—No, para nada.

Ella habló en voz baja, esperando que nadie la escuchara:

—Con lo obediente que era, siempre tan atento contigo... No importa lo mal que estemos, si te respetaba tanto, jamás se atrevería a humillarte.

Sonreí con amargura y no le dije nada.

Mi padre suspiró, mirando al balcón, y dijo una vez más que no quería seguir viviendo.

Cada vez que él decía algo así, mi madre comenzaba a llorar, y yo sentía como si mi cabeza estuviese a explotar.

Apenas recuperé las fuerzas, decidí salir y buscar trabajo. Sabía que un empleo común no sería suficiente para cubrir nuestras deudas, así que opté por trabajar como promotora en un club nocturno, donde a pesar del mucho cansancio del trasnocho, la paga era buena.

El gerente del club, que me conocía de antes, me contrató rápido y me asignó los privados de los clientes más importantes, donde las propinas nunca faltaban.

Lo que jamás imaginé fue encontrarme allí de nuevo con Mateo Bernard.

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