Una decisión tomada

Narra Beatriz.

Mía… eran tan sólo tres letras… tres simples letras que definían mi mundo. Unas que forman parte de un sueño y que empezó a hacerse realidad desde hace poco más de tres años, cuando ella comenzó a moverse en mi vientre.

En esos días, me sentía abatida. Sabía que mi mundo se había derrumbado de un solo golpe. Había podido tener el mundo en mis manos… y ahora recuerdo cómo, muy lentamente, se rompió en miles de pedazos y yo no pude hacer nada por reestablecerlo.

No quería comer. Creo que llevaba más de dos días que no probaba bocado alguno, ya ni ánimos tenía para llorar. No quería hablar con nadie, ni ver a mis amigas… prácticamente, no tenía fuerzas para nada que no fuera estar en la cama y dejar que ese sentimiento de vacío se apoderara de cada célula de mi cuerpo, de cada poro de mi piel, de cada una de las partículas de aire que inhalaba, que estaban llenas de soledad y más dolor.

Sentía que moría lentamente, poco a poco. Quería creer, que sólo era una pesadilla. Que pronto, ese hombre que tanto decía amarme, volvería a despertarme y estaría a mi lado… y solo disfrutaríamos juntos de nuestra felicidad, de este momento mágico… de nuestro bebé.

Fue entonces, cuando sentí un movimiento leve en mi vientre. Era como si tuviese una burbuja dentro, una cosita que se movía muy suave y lentamente, pero lo suficientemente fuerte para hacerse notar, para recordarle a su mami que nunca más iba a estar sola, que éramos un equipo.

Fue ahí, cuando me prometí, que desde ese momento todo cambiaría y que tenía que luchar por mi hija para tratar de hacer que ella tuviese todo lo que había planeado darle: que pueda tener a su mamá siempre para ella, que pueda ser una niña feliz y amada.

Luego de estar tantos días deprimida, me levanté de mi cama, me di un merecido y necesario baño… —la verdad me sentía muy débil— por lo que traté de bajar las escaleras lo más tranquila posible, sujetándome bien, ya que por naturaleza tendía a resbalarme…

Bertha me miró fijamente en cuanto bajé y pude ver una pequeña sonrisa en su rostro, después de tantos días de preocupación intensa.

Me ayudó a bajar completamente y me preparó algo para comer. Sólo se quedó en silencio, contemplándome, tratando de revivirme.

Un rato después de comer, le comenté que subiría a descansar un poco, que luego bajaría, y cuando me dejo retirarme, me dirigí a mi habitación para tomar mi computadora… necesitaba tener respuestas. Quería poder encontrar la manera para entender que le había pasado a James, después de todo, en algún momento mi burbujita me preguntaría quien era su papá y necesitaba saber lo que había sucedido, por ella. Lo primero que se me ocurrió hacer, fue entrar a su casilla de e—mail… y ahí fue cuando encontré uno en particular que me llamó la atención: era de Jessica, una de sus compañeras de trabajo.

Después de leer ese mail no quería saber más nada de él, así que tomé mi teléfono celular, le saqué el chip y la memoria y las tiré a una bolsa. También tomé todas las fotos y las tiré junto con cada uno de los regalos que me dio el tiempo que estuvimos juntos. Solamente dejé un osito que me regaló el mismo día que le dije que estaba embarazada, decidí guardarlo para no tenerlo a la vista.

Mientras hacia la limpieza me miré en el espejo: no tenía buena cara, se notaba que estaba más delgada… aunque mi pancita ya se notaba un poquito, estaba un poco más hinchada y por primera vez en días, sonreí.

Luego que decidí dejar de trabajar, me dediqué en mi tiempo libre a transformar mi habitación y el cuarto del bebé. Quería que fuera lo más hermoso que pudiera imaginarme, todo era para mi burbujita.

Tanto Gerard como Bertha, se alegraban de verme más animada… con ganas de vivir.

Con los meses, mi vientre se iba transformando en una gran pelota y mi burbujita se encargaba de hacerme sonreír a diario. Mi amiga Angie, me ayudaba muchísimo ya que a veces debía faltar a la facultad para cuidarme, por lo que ella traía los trabajos que me pedían y me disculpaba con los profesores, ya que estaba terminando mi segundo año. Lo bueno, era que cada día faltaba menos para ser profesora.

Finalmente, un sábado de mayo, mi pequeña decidió que ya era hora la de venir a este mundo… y ahí estaban, una vez más, mis padres en este gran momento conmigo, apoyándome. Bertha ingresó conmigo a la sala de partos y diez minutos después, se escuchaba a mi bebé llorar por primera vez. Cuando me la pusieron en los brazos, no podía creer que esa cosita tan hermosa fuera mía, y si bien había pensado en varios nombres, en ese instante sólo atiné a decir: — ¡MÍA!

¿Ese es el nombre de la pequeña? – Cuestionó la enfermera, curiosa. Bertha me miró fijamente, esperando mi confirmación.

Si —dije, convencida. – Es Mía Miller.

Ya pasaron tres años y tres meses de ese momento. Y sólo puedo decir que la maternidad no era nada fácil. Ojalá tan sólo hubiesen sido pañales y mamaderas con noches en vela; esto era mucho más que eso. Era estar en simbiosis total y permanentemente con otro individuo, y cualquier acto que una realizaba, repercutía directamente en la otra. Creo que en eso se basaban principalmente mis miedos, en que tenía que separarme de mi bebé. Pensaba que en cualquier momento, él podía volver y arrancármela… ¡No podía permitirlo! Debía alejar esos pensamientos de mi cabeza, o terminaría enloqueciendo.

Cada minuto con mi hija era único: desde su primer sonrisa, sus caritas graciosas, sus gestos, cada mirada, las primeras palabras… la alegría inmensa que sentí cuando me dijo: mamá por primera vez, sus primeros pasos… todos esos detalles eran parte de un logro muy grande, pero todo teñido siempre por una capa de tristeza que me atravesaba profundamente, y aunque estaba convencida que no debía ser así, sentía mucha culpa.

Muchos me advirtieron de lo terribles que son los niños de dos años, pero con Mía estaba prácticamente agotada. Ya había dejado atrás los pañales y algunas mamaderas, pero empezó con sus berrinches y realmente me volvía loca; para ser una nena de dos años, hablaba muy bien y tenía una personalidad muy fuerte, por lo que no me tendría que haber sorprendido cuando decidió decirme que ya no me quería más, al haberle negado darle mas helado, y eso no era lo peor. Ella, prácticamente corría a los brazos de su abuela, que solo me decía:

Beatriz, ella es solo una bebé, ten paciencia.

Sólo que eso no me bastaba. Sentía que todo se me iba poco a poco de las manos, que cada vez que yo intentaba educar a mi hija de determinada manera, ellos solo la consentían y me quitaban autoridad ante ella, lo único que lograban era que yo me cansara de esta situación. Yo sabía que esto no cambiaría, que por más que me fuera de casa de mis padres, ellos encontrarían la manera de seguir acompañándola y eso solo significaba mas peleas con mi hija, que para su corta edad, me sorprendía con reacciones típicas de una adolescente, como por ejemplo gritarme cada que podía. — ¡No te quiero mas! – Y su salida fácil era irse corriendo a su habitación y tirarse a llorar en su cama, luego de dar un portazo.

Sabía que las cosas debían cambiar; que mi princesa debía tener sus límites, sus horarios, sus rutinas, y una mamá tranquila y segura de si misma. Ya era hora de madurar, de tomar por mi misma las responsabilidades que debía asumir. Sé que quizás, mis padres no merecen esto, que tal vez sería muy injusto para ellos, y hasta para Mía, pero por una vez decidí que debía ser egoísta y pensar en mi, pensar en dejar salir a esa Beatriz que buscaba una vida tranquila y acogedora, con una familia en paz, y con un hogar que fuera su refugio, no un campo de batalla cada que se le negaba algo a la pequeña.

La decisión estaba tomada, así que sólo mande unos mails, y ya sería cuestión de esperar que llegaran los llamados.

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