Volvemos a Nueva Casapara. Una distinta, quizá. Podemos ver ojos abrirse con el despertar de la mañana. Mentes separándose del mundo del Morfeo, entregándose a las manos de la señora realidad, tan variable y ajena como una amante prohibida.
Si nos deslizamos por el pavimento podemos ver las mismas calles que a la vez son distintas. Saltamos directo al centro comercial pequeño que acompaña a la Laguna y vislumbramos los primeros trabajadores acercándose para comenzar su jornada. Se levantan las santa marías, se abren las rejas, se preparan los productos y se limpian los mostradores. Jóvenes detrás de cajas registradoras en lo que serían sus primeros empleos, atendiendo a mayores de edad con problemas de sueños y a madres o padres que buscan alimento para sus pequeños.
Los edificios de la Urbanización Nueva Casarapa son demasiado parecidos entre sí, o al menos eso dicen sus detractores. Cuatro pisos con paredes color ladrillos y techos de tejas que cubren la escalera de los condominios, cuyos apartamentos apenas son separados por un muro de concreto que no oculta secretos y gemidos. Y es que todos los edificios están unos al lado del otro, limitados por un pequeño camino de pavimento adornado con setos que lo flanquean. El resto es puro estacionamiento abierto que rodea las construcciones. La simpleza era el secreto del éxito de Nueva Casarapa. Poca creatividad es igual a pocos gastos. Lo que había comenzado como un pequeño conjunto de condominios al pie de una colina se hab
La música demasiado alta, olores extraños por todos lados, cuerpos moviéndose con o sin ritmo en una sala apenas iluminada donde los gritos se confunden con la música. Desconocidos y conocidos tratándose por igual, con las hormonas impregnando el aire y habitaciones cerradas con gemidos detrás. Definitivamente Claudia Rivero no era fan de las fiestas. Dieciséis años y aún no se acostumbraba a tanto alboroto. Sus eventos eran más bien pocos, casi contados con los dedos de una mano, y siempre iba por alguien más. Esta noche el responsable era un chico, por supuesto. Un pretendi
Ella lo vio llegar desde su ventana. Su marido estaba estacionando el auto y se quedaría dentro unos minutos antes de decidirse a salir. Era una costumbre adoptada desde hace unos meses y cumplida religiosamente. Mientras él se quedaba en el auto, ella lo miraba desde la ventana. Esa era una parte del ritual que él no conocía. Desde el tercer piso no apreciaba los detalles, y esa noche en particular, con la tormenta arreciando, prácticamente no podía verlo, pero sabía que adentro él estaría revisando su teléfono un par de minutos; quizá respondiendo mensajes, quizá entablando conversación. Luego apoyar&i
Fue casi providencial que nada más bajarse del autobús se cortara la electricidad en Nueva Casarapa, en medio de una tormenta que por supuesto la acompañaría en todo el trayecto. E iba con la fiebre alta. Amanda, veinte años, actriz en potencia. O al menos así le gustaba presentarse. Estudiaba actuación en una academia para nada reconocida con profesores que actuaban como si fuesen Al Pacino. Sus trabajos eran cada vez más escasos y cuando surgía una oportunidad lucía tan minúscula como una pérdida de tiempo. Aun así, aceptaba porque trabajo es trabajo y nadie sabe quién podría ver, casi de casualidad, una de sus actuaci
¡Malditos sean todos! Que se jodan esos idiotas sin nombre con miedo a la oscuridad. ¿Y se hacen llamar hombres? Mariquitas es lo que son. Las nuevas generaciones son un caso perdido. Ya no aguantan ni un pequeño corte de luz, aunque tengan botellas reposando en sus manos. ¿Le tienen miedo a una pelea? Cobardes asquerosos incapaces de devolver un buen gancho derecho incluso estando sobrios. Perdedores. ¡Y que mala suerte la suya! Gerald Castro nunca tuvo buena suerte, no señor. Hace poco más de dos horas estaba en la cima del mundo, apostado sobre el mostrador de su bar favorito en el pequeño centro comercial de esa pocilga pretenciosa llam
La conocía, ¿no? A Claudia Rivero. Vivía también en la colina. Al verla, Amanda tuvo alivio y miedo a la vez. Por un lado, la sensación de ver a otra persona fue reconfortante. Por el otro, encontrarla en ese estado le generó un montón de preguntas cuyas respuestas probablemente no serían agradables. —Ayúdame, por favor —volvió a decir la chica, extendiendo la mano. Amanda asintió y la ayudó a levantarse notando como apenas tenía fuerzas para alzarla y como Claudia hacía gestos de dolor con cada movimiento. Claudia, por su parte, notó q
Cuando se produjo el corto de electricidad, el pequeño Adrián estaba en su habitación viendo una de sus series preferidas: Invencible. A sus once años, esta caricatura repleta de violencia, mensajes amorales y connotaciones sexuales debería estar más que prohibida para él, pero claro, ¿quién iba a impedir que la viera? Sus padres no estaban. Nunca estaban a esa hora, así que Adrián podía abrir los streaming y ver lo que le diese la gana. Se reproducía una orgásmica escena de sangre cuando todo se quedó a oscuras y él, al borde de su cama, hipnotizado por la pantalla, tardó unos segundos en entender lo que estaba pasando. Lanzó uno de esos improperios que ningún niño se atrevería a decir en presencia de sus progenitores y sali&oac
—Amanda… —la voz de Claudia fue apenas un eco disparado por sus cuerdas vocales, proferidos por una dama paralizada que observa su final acercarse Amanda no respondía. Se había sentado una esquina, sobre un colchón muido. El lugar era un asco. Si alguna vez fue una casa decente, ahora se veía reducida a un cuadrado de piedra cuyas baldosas desaparecidas caían ante la vegetación que se les deslizaba hasta cubrirlas. Las paredes sucias no mostraban signos de humanidad. Y los únicos mueblen era una silla rota y un colchón de manchas sospechosas rodeado por un par de condones usados, apenas visibles ante el nido de sombras donde habitaban. Claudia se