12:00 A.M

            Fue casi providencial que nada más bajarse del autobús se cortara la electricidad en Nueva Casarapa, en medio de una tormenta que por supuesto la acompañaría en todo el trayecto.

            E iba con la fiebre alta.

            Amanda, veinte años, actriz en potencia. O al menos así le gustaba presentarse.

            Estudiaba actuación en una academia para nada reconocida con profesores que actuaban como si fuesen Al Pacino. Sus trabajos eran cada vez más escasos y cuando surgía una oportunidad lucía tan minúscula como una pérdida de tiempo. Aun así, aceptaba porque trabajo es trabajo y nadie sabe quién podría ver, casi de casualidad, una de sus actuaciones y tomarla en cuenta para algo mayor.

            Esto se decía a sí misma, tratando de no pensar en las cincuenta visualizaciones que tuvo en YouTube el último cortometraje en el que trabajó.

            Mientras Nueva Casarapa se sumía en la lluvia, Amanda esperaba un autobús desde una ciudad hermana. Venía de una de esas grabaciones hechas por estudiantes cuya única experiencia era tutoriales por internet sobre como filmar una escena. Un amigo le pidió el favor de participar y ella aceptó, tanto por la amistad como por… bueno… Lo dicho antes. Una aparición es una aparición.

            Lo que no esperaba era que, al sentarse en el autobús, una fiebre le haría compañía todo el viaje. Malestar que iría en aumento hasta dejarla tumbada contra la ventana, al borde del delirio, temblando por el frio mientras la persona a su lado la ve con desagradado.

            Si a eso le sumamos que estaba sentada en la parte trasera y el autobús saltaba como un desquiciado, ya podrían imaginarse la tortura que fue.         

            Una hora deseando la muerte.

            Su plan era simple.

            Llegar a casa y tratar de no morir.

            Perdió la noción del tiempo durante el camino, luchando con un dolor de cabeza punzante y unos ojos pujantes por cerrarse, idea peligrosa pues su madre le enseñó que en un autobús lo más importante es estar atento. Pero se sentía débil, agotada. Su conciencia no aguantaba el ajetreo y se le esfumaba por momentos.

            Percibió vagamente la lluvia, cada vez más fuerte entre más se acercaba a su destino. Las gotas emborronaron la ventana, eliminando la pequeña abertura que usaba su mente para ver el mundo real, sumiéndola más en desvaríos productos de su alta temperatura.

            El camino fue un desfile constante de sueños desdibujados de ella siendo premiada y perseguida a la vez. Se hallaba ante una multitud que al principio parecía feliz de verla, pero luego se deformaban hasta convertirse en sombras de pasos arrastrado en su dirección, cuyas intenciones ocultas tras miradas de vergüenza no podían ser buenas.

            Se despertaba de golpe, intentando recordar donde y cuando estaba, borrar las imágenes entrañas en su cabeza, solo para quedar tumbada a los pocos minutos.

            Y todo fue peor cuando llegó a Nueva Casarapa.

            El autobús solo la dejó en la entrada, en el supermercado. Y ella vivía en La Colina, la parte más alejada de toda Casarapa. Una caminata que podría ser de una hora u hora y media en circunstancias normales, cuando no tienes el infierno por dentro.

            Pero bueno, ¿qué más da? No es como qué pensara caminar todo eso. Llamaría a su madre, por supuesto, para que la fuera buscar en su auto.

            Ese era el plan.

            Se bajó del autobús, puso un pie en el suelo… Y se fue la luz.

            Casi cronometrado, como son siempre las desgracias.

            La lluvia la golpeaba con violencia nada más bajarse, y tuvo que usar su chaqueta para intentar cubrirse la cabeza. Corrió en plena oscuridad hasta una parada de taxistas con una pequeña garita, y se metió en ella para poder cubrirse.

            La oscuridad era absoluta, y la soledad aún más.

            Nadie más se había bajado del autobús y por la calle, cuya temperatura helada le provocaba un constante tirito, se veía tan sola como si en vez de ser medianoche estuviese en plena madrugada.

            La cabeza, una presión atroz. El cuerpo, espasmos de frio. Los ojos a puntos de cerrársele. Las extremidades débiles sin ganas de moverse. Pensó que su noche no podía ser peor.

            Y se equivocó.

            Sacó su teléfono para llamar a su madre.

            Y el teléfono no tenía cobertura.

            —No, por favor…

            ¿Sería por el corto eléctrico? Probablemente, pero extraño. Dios, solo se había ido la electricidad en la urbanización no en todo el país… ¿o sí? Ahora que lo pensaba no tenía forma de averiguarlo.

            Intentó llamar y nada. Fuera de cobertura.

            Intentó enviar un mensaje y nada. Fuera de cobertura.

            Miró a su alrededor y nada. Estaba sola.

            Sola a hora y media de su casa —quizá más en su estado— bajo una tormenta, sin paraguas, y con mínimo treinta y nueva de fiebre.

            Se sorprendió a sí misma al descubrir que tenía ganas de llorar. Se sentía patética ahí, aislada en una situación asquerosa llegando de un trabajo no remunerado persiguiendo un sueño que no daba indicios de cumplirse.

            —Cálmate, Amanda. Tranquila. Sabes que tiene que hacer.

            Lo sabía, sí, y no le gustaba para nada.

            Tendría que caminar hasta su casa.

            En pleno día y con buena salud lo haría tranquilamente. Se pondría sus audífonos y caminaría todo el trayecto perdiéndose entre la música y sus pensamientos, intercalándolos de cuando en cuando.

            No era precisamente una deportista, pero estaba en buena forma y le gustaba caminar.

            Pero esa noche…

            Cerró los ojos pensando en lo que se le venía. Visualizó en su psique la ruta, viendo las calles con total claridad.

            No había más.

            Amanda Soler empezó a caminar.

            Pasó al lado del supermercado. Vacío como cabría esperarse.

            Se cubría la cabeza con la chaqueta, aunque de poco o nada le sirviese. Con los primeros pasos ya tenía el cuerpo empapado. La ropa le pesaba y se le pegaba a la piel. Gotas como agujas caían cual meteoritos sobre su cabeza, húmeda pese a lo cubierta. Pero lo peor era el frío. Si de por sí el de la noche podría helar a cualquiera, su fiebre tomó fuerzas de su contexto y subió su temperatura como si su vida dependiera de ello.  Cada pasó venía acompañado de un temblor y no tardó en descubrir que su estado era peor del que creía.

            Terriblemente débil.

            Cruzó la calle y pasó por al frente de la escuela de los niños.

            Caminaba con lentitud, con las piernas costándole cada movimiento. La cabeza le pesaba, le daba vueltas. Por momentos su concentración se desvanecía y en unos agobiantes segundos apenas sabía dónde estaba. Inclinada para que la lluvia no le diera directo en la cara.

            Que imagen tan lamentable.

            Ella no debería estar ahí en primer lugar.

            Se supone que su participación era la de una policía en un cortometraje universitario. Unas cuentas de escenas de interrogatorio y una de una investigación. Un corto de apenas diez minutos sobre un hombre que asesina su madre.

            Sencillo.

            Nadie conoce la Ley de Murphy tanto como los estudiantes y todo lo que podía salir mal empezó a hacerlo desde el comienzo.

            Actores que tardaban en llegar. La iluminación fallando. El de sonido no sabía hacer su trabajo. Las maquilladoras se peleaban por cómo hacer el suyo. Una maldita locura.

            Lo que debieron ser unas cuatro horas se fueron multiplicando de forma alarmante entre tropiezos y regrabaciones.

            El colmo fue cuando llegó la noche y a la directora se le ocurrió aprovechar para grabar un par de escenas nocturnas.

            “Ya estamos aquí”, dijo.

            Una maldita.

            La directora era una desquiciada controladora, entrometiéndose a la labor de los demás, siempre con oídos sordos ante sugerencias ajenas.

            Puso la cara más hipócrita que pudo cuando la propia Amanda dio un par de ideas sobre una de sus escenas para recibir por respuesta un “lo consideraré” totalmente falso.

            No le importó que hubiese gente viviendo lejos cuando les dijo a todos que se quedaran.

            Y lo más increíble es que todos se quedaron.

            Cuando eres joven tus expectativas del futuro es todo lo que tienes. Trabajas, vives y construyes para él. El presente es una transición. Cuando eres un estudiante universitario eres constantemente juzgado, pues el día a día se convierte en una carrera donde solo aquellos dispuestos a sacrificarse llegan a la mesa. Y aunque a veces no hay nada después de ella, sino un ignoto mundo laboral, lo que buscas es la satisfacción de llegar porque en ese momento de tu vida no tienes más.

            Incompetentes y torpes, pero los presentes querían hacer su cortometraje y hacerlo bien. Por eso se quedaron. Por eso Amanda también lo hizo. Un empeño de parecer profesional mientras aspiras a más.

Aunque siendo sinceros, si hubiera sabido que le llovería y le daría fiebre lo hubiera mandado todo a la m****a y ya estaría en casa.

            Paralelamente a todo lo dicho, no podía evitar verse patética.

            Bajo la lluvia en una tormenta, acosada por una enfermedad después de trabajar en un futuro quimérico.

            Llegó a una intersección. Un camino a la izquierda, a la derecha y al frente que llevaban a distintas zonas de la urbanización. El suyo era el que seguía de frente, pero al verlo dudó.

            Era un sendero adornado con árboles y entradas a cada lado de parcelas de edificios. Las ventanas daban a la calle y cualquiera podría verla por la ventana. Quizá alguien la notara y decidieran ayudarla. Alguien con auto.

            Ese fue el pensamiento más positivo que encontró.

            El resto se concentraba en la oscuridad de la vía. Una negrura penetrante donde el suelo era apenas distinguible. Donde la luz de la luna no llegaba, opacada por las hojas de los árboles. No había ruidos provenientes del camino. Ningún movimiento causado por un perro escondido. El mundo estaba vacío o al menos eso parecía, carente de humanos en una noche invernal.

            Amanda respiró profundo.

            Tenía que caminar por ahí. Entre más tardara en comenzar, más tarde llegaría en casa.

            Y aun le faltaba un largo camino.

            Sintiendo la cabeza a punto de estallar, cruzó la intersección y se metió en aquel sendero.

            Mientras avanzaban le llegaron ideas de todos los peligros acechantes en la oscuridad. Casi todos en forma de hombres criminales no conformes con asaltar.

            Las sombras del camino tomaban formas demoniacas a su paso, aumentando, de ser posible, el frio desgarrador que venía acompañándola hacia rato. Contradictorio al viento de la tormenta, las hojas de los árboles no se mecían, como si más que arboles fueran cadáveres clavados a las tierras; ramas como brazos buscando salvación antes de fallecer.

            Amanda miraba a los lados, a los edificios, apenas perceptibles en la oscuridad.

            Distinguía ventanas, pero a nadie adentro. Apartamentos sin movimientos. Más que una urbanización sumida en la oscuridad, Nueva Casarapa yacía convertida en un pueblo muerto, con muchas sombras y cero luces.

            Desesperada seguía viendo las ventanas de los edificios.

            Desesperada por alguien que apareciese y le brindase ayuda. ¿Por qué no veía a nadie? Nadie que encendiera una vela, una bombilla a pilas o la simple de luz de su celular.

            El mundo vacío.

            A la fiebre se le unió la tos y ese, junto con la lluvia, era el único sonido corrompiendo el silencio. Débil y desorientada. Su cuerpo traicionándola. La cabeza ya no era tal sino una burbuja de aire caliente. La sentía flotar y pesar a la vez. Sus dientes castañeaban al ritmo de sus temblores. Su cabello mojado caído sobre su espalda.

            Había renunciado a cubrirse y ahora caminaba abrazada a su cuerpo en un último intento por conseguir calor.

            A lo lejos veía la salida del sendero que daba al mini centro comercial trasero de Nueva Casarapa. Quizá allí habría alguien. Trabajadores, taxistas, quien sea. Lo necesitaba. No anhelaba. Las fuerzas la estaban abandonando.

            Caminaba, pero aquel sitio seguía estando lejano.

            —Por favor, aguanta. Tienes que aguantar.

            Al hablar esperaba animarse, pero lo débil que escuchó su voz la asustó.

            Y la meta seguía están tan lejos.

            Escuchó un ruido y se detuvo en seco.         

            ¿Lo había imaginado? Pareció un susurro. Un eco.

            Miró a su alrededor, encontrándose obviamente con la oscuridad. Las ventanas de apartamentos fallecidos.

            En la calle tampoco había nadie.

            Tenía que habérselo imaginado.

            Pero volvió a escucharlo.

            Un susurro. Esta vez un poco más fuerte. Más notable. Femenino.

            Giro a su izquierda de donde le pareció que provenía, pero solo estaba ante unos setos al pie de un edificio. Un apartamento al frente con ventanas cubiertas por cortinas. Nada más.

            El susurro se repitió.

            Y esta vez hubo algo más.

            Los arbustos frente a la ventana se habían movido ligeramente a la vez que el sonido expedía.

            Podría ser el viento, pero… Vio las hojas de los árboles y estos no se estaban moviendo.

            Volvió a concentrarse en los arbustos con el corazón acelerándose.

            Algo se movía ahí.

            Curiosamente la adrenalina le hizo olvidarse momentáneamente de su debilidad. En cambio, el miedo la golpeo, tenaz, cruzándole por la cabeza ideas tan fantasiosas como el de espectros surgidos del más allá, y tan realistas como el de un hombre escondido a punto de atacarla.

            —¿Hola? —dijo con hilo de voz.

            Pero seguro era un animalito, ¿verdad?

            No.

            Una voz le respondió.

            “Ayúdame”.

            Te estás imaginando cosas, pensó, pero sabía que no era así.

            En contra de todo lo que le pedía su cuerpo, su mente y sus emociones. En contra de todo lo aprendido, Amanda se acercó al arbusto.

            Sentía el corazón latiéndole en el cuello.

            Piso tierra mojada y puso las manos sobre las hojas, que se quebraron bajo su tacto.

            Las apartó con lentitud y vio al otro lado de ellas.

            Sobre los arbustos había un cuerpo tumbado.

            El cuerpo de una chica

            Era Claudia Rivero.

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