11:50 P.M

            Ella lo vio llegar desde su ventana.

            Su marido estaba estacionando el auto y se quedaría dentro unos minutos antes de decidirse a salir. Era una costumbre adoptada desde hace unos meses y cumplida religiosamente.

            Mientras él se quedaba en el auto, ella lo miraba desde la ventana. Esa era una parte del ritual que él no conocía.

            Desde el tercer piso no apreciaba los detalles, y esa noche en particular, con la tormenta arreciando, prácticamente no podía verlo, pero sabía que adentro él estaría revisando su teléfono un par de minutos; quizá respondiendo mensajes, quizá entablando conversación. Luego apoyaría la cabeza sobre el volante con los ojos cerrados. El signo universal de la resignación.

            Este paso a veces variaba un poco y en vez de quedarse en esa posición, se acomodaba en el asiento y observaba por la ventana. Los cristales con papeles ahumados impedían a cualquiera de afuera saber que probablemente había un hombre espiándolos.

            Después de muchos movimientos de pecho que ella asumía como suspiros, él se estiraría, saldría del auto e iría a encontrarse con su amada esposa. Aunque eso de “amada” ya era un título olvidado.

            Efectivamente, mientras ella seguía apoyada en la ventana, él salió con un salto, cerró de un portazo, activó la alarma y, cubriéndose de la lluvia con una chaqueta, corrió hacia la entrada del edificio, perdiéndose de vista desde la ventana.

            Él ya venía, así que había que calentarle su café y servirle la cena, ¿no? Cómo todas las noches.

            Luego se la serviría en la mesa y ahí hablarían de su día, ¿no? Como todas las noches.

            Él se daría un baño, ella se pondría a ver la televisión. Él se sentaría en el sofá a revisar su teléfono. Ella esperaría a que terminara la película para irse a la habitación donde se acostaría a revisar su propio celular hasta quedarse dormida. Él se iría a la cama en algún momento. Exactamente al lado izquierdo de la cama; su lado. Se acostaría desvestido. Ella ya estaría dormida. O fingiendo dormir. Como sea, él se metería en las sábanas. Ella, si está despierta, sentiría su peso. Él se acostaría de medio lado hacia la izquierda. Ella estaría en la misma posición, pero hacia la derecha. Espalda contra espalda. Sin tocarse.

            Cómo todas las noches.

            Mientras terminaba de calentar el café, en la puerta ya se escuchaban pasos subiendo por la escalera, y para cuando ella tomó el pan para hacerle un sándwich de cena a su marido, este entraba por la puerta del apartamento.

            —Ya llegué mi amor —anunció David.

            —Qué bueno —respondió Nadia con una voz que apenas alteró sus decibeles.

            —La lluvia está horrible.

            —Sí.

            David arrojó su chaqueta empapada sobre una silla del comedor.

            —Por favor no la dejes ahí —le pidió Nadia.

            —Sí, lo sé —respondió él y la dejó ahí. En vez de eso fue a sentarse en el sofá a revisar su teléfono. Sus pisadas dejaron huellas mojadas por toda la sala.

            No va a levantar la chaqueta, pensó ella

            Ya me va a molestar por huellas, pensó él.

            Ocho años llevaban como pareja. Seis viviendo juntos y cuatro de casados. Nadia estaba segura de que hace cinco años él no dejaba la chaqueta mojada sobre la silla. La llevaba al tendedero para ponerla a secar. Incluso la exprimía con sus propias mano primero si estaba tan empapada como ahora. No estaría ahí goteando sobre un suelo que ella había limpiado por la tarde.

            ¿Cuándo dejo de preocuparse por la chaqueta?

            ¿Y cuándo se volvió ella tan molesta? Se preguntó David. Antes ella entendía que llegaba cansado del trabajo; con ganas de relajarse. Era más empática. Él ni siquiera le reclamaba ser el único que estuviese trabajando. Entendía que no había sido culpa de su mujer ser despedida en un recorte de personal tan normal en estos tiempos como la gripe común. Él sí que había sido empático. Ahora tenía que romperse la espalda para mantenerlos a ambos mientras Nadia se quedaba en casa buscando oficio por internet, en publicaciones, páginas y foros donde lo único que consiguió era que un montón de desconocidos le enviaran fotos de sus miembros.

             “Deberías vender esas fotos” dijo él en un intento de apaciguar la decepción de su mujer, pero ella ni sonrió.

            Él solo quería descansar un poco y ser atendido, ¿por qué ella no lo entendía?

            Ella solo quería consideración y respeto, ¿por qué él no lo entendía?

            La chaqueta seguía goteando desde la silla.

            —¿Ya está lista la cena?

            —Estoy tostando el pan.

            —Ah, vale.

            Se hizo el silencio entre ambos en una sala cuyo único ruido provenía del leve crepitar del fuego de la cocina y los videos ocasionales que se reproducían en el teléfono de David.

            —¿Puedes, por favor, secar las pisadas que dejaste? —preguntó Nadia sin mirarlo. Él estaba justo detrás y se tomó unos segundos antes de proferir un leve, pero punzante resoplido, ponerse de pie y buscar al trapeador.

            Era casi un milagro que lo hubiese hecho.

            Tras secar el suelo y con el sándwich listo, ambos se fueron a la mesa.

            —¿Tu ya cenaste? —preguntó él.

            —Sí.

            —Vale.

            Sentados, y sin saberlo, pensaron lo mismo:

            Hubo una época en la que cenaban juntos.

            —Estoy muy emocionado con este nuevo proyecto del trabajo.

            —¿Sí?

            —Sí. Normalmente me mandan a hacer ilustraciones para libros escolares y ya te he dicho que esas son aburridas. Siempre son niños hablando con ancianos, señoras o jugando en un parque. Es la primera vez que me contratan para ilustrar toda una saga de novelas.

            —Qué bueno —dijo ella, pero David notó como desviaba la mirada hacia el cuadro que estaba junto a la mesa desde hace tres años y le prestaba atención como si nunca lo hubiera visto.

            —Sí… bueno… Es que es muy distinto. Me he estado reuniendo con el autor y es fascinante conocer cómo se imagina las escenas, desde que ángulo, con que tonalidad. Y para ser… bueno, el escritor… tiene varias lagunas en imágenes. Supongo que no es lo mismo imaginarlo en letras que en un dibujo. Eso me da espacio para ser creativo, algo mucho más ra…

            Las palabras se desvanecieron entre sus labios. Ella seguía mirando el cuadro, apoyando la barbilla sobre su mano con una evidente expresión de aburrimiento.

            David suspiró para sus adentros y le dio un sorbo al café.

            No tenía azúcar.

            —Se te olvidó echarle azúcar, ¿podrías hacerlo?

            Ella no respondió.

            —¡Hey, Nadia!

            Nadia salió de su ensimismamiento con un sobresalto

            —¿¡Qué!?

            —¿Te pasa algo?

            —No, ¿por qué?

            —No, por nada… ¿Podrás echarle azúcar al café? Se te olvidó.

            David le estiró la mano con el café y ella miró a la taza como si la porcelana la hubiera ofendido.

            —También podrías ir a echarle café tú, ¿no?

            —Sabes que no me gusta pararme mientras co…

            —Sí, sí, mientras comes, ya lo sé —tomó la taza y se levantó, dejando a un David cuyo humor hervía más que su bebida.

            La chaqueta seguía goteando desde la silla.

            —Aquí está —dijo ella al volver  y colocar la taza con fuerza sobre la mesa. No la rompió, pero algunas gotas salpicaron y cayeron sobre David.

            Él miró las manchas y respiró profundo.

            —Gracias.

            —¿Puedes poner a secar la chaqueta?

            —Lo haré cuando termine de comer.

            —Claro… —dijo ella y fue a ver la calle por la ventana.

            Siempre después de comer. Siempre después de bañarse. Siempre después de otra cosa es que haría lo que ella le pidiera, como si hasta la más simple de sus peticiones fuera la última de las prioridades para él.

            No era la maldita chaqueta nada más, y es que hasta si necesitaba su ayuda para algo tan simple como levantar algo pesado, tenía que esperar a que a él le diera la gana de ayudarla, cosa que usualmente sucedía hasta una hora después de cuando se lo pedía. En casa él siempre se encontraba “descansando”. El mundo bajo el techo no era más que una zona de paso hacia su verdadera vida en las afueras.

            Pero antes no era así, ¿verdad? Antes venía en cuanto lo llamaba.

            Antes le importaba.

            Ella ya no tenía vida más allá de esos muros. Pedirle dinero a David para salir era tan humillante que prefería quedarse encerrada en casa, en búsquedas infructuosas de trabajo, escuchando las horas pasar como un goteo perpetuo dentro y fuera de su mente. Condenada a no hacer nada en un mundo que gira eternamente.

            Una fracasada.

            Sus días se convirtieron en una constante limpieza como medida desesperada por mantenerse ocupada.

            David terminó de comer y llevó su plato a la cocina. Luego regresó al sofá.

            La chaqueta seguía goteando desde la silla.

            —¿Y has hecho algo hoy? —preguntó David.

            —Sí, limpiar el suelo que ahora tú estás ensuciando.

            —Es que afuera está lloviendo.

            —Lo sé.

            —¿Hiciste algo más? Deberías buscarte un pasatiempo o algo, como yo.

            Nadie esbozó un bufido sarcástico que David notó.

Su pasatiempo era coleccionar armas en cajón del closet en la habitación. Una afición horrible en opinión de Nadia. Veía con desapruebo como su marido pasaba horas puliendo aquellas asquerosidades hasta que ya no le quedaba ni una mota de polvo, tratando las pistolas con un cariño y cuidado que hace años no le dedicaba a su mujer. Más de una vez Nadia se preguntó que tiene que tener en la cabeza una persona para poseer un pasatiempo tan peligroso. Todas las discusiones terminaban siempre en lo mismo: Tenía los permisos, eran legales, y como él las compraba con su dinero, podía tenerlas si quería. A la m****a el hecho de que a ella le incomodara. A la m****a su opinión.

            —Lo tuyo no es un pasatiempo, es una enfermedad.

            —Me gustan y ya.

            —Por eso.

            —¿Estarías menos gruñona si no estuvieran?

            —¿Acaso te importa?

David se puso de pie.

Una maldita pregunta. Eso era todo lo que él quería hacer. Mostrar un poco de interés, algo que ella ya ni se molestaba en fingir porque hablarle solo le daba como respuesta una mirada perdida.

Nadia se dio la vuelta para encarar a su marido.

¿Acaso él tenía moral para quejarse de algo?

—¿Acaso tienes la regla o qué? —preguntó él.

—¿Disculpa? Ah, ¿es que no puedo estar molesta sin tener la menstruación?

—No sé, supongo que no porque siempre lo estás.

—¿Y no te preguntas por qué?

—Yo qué sé, con lo bonito que es estar todo el día en casa sin hacer nada.

Nadia dio un paso adelante. Esas últimas palabras le inyectaron electricidad por todo el cuerpo. Un deseo interminable de gritarle a ese hombre hasta que le dolieran las cuerdas vocales.

—¿¡Todo el día sin hacer nada!? Por si no lo sabes he estado limpiando, cosa que tu no has hecho en tu bendita vida.

            —Vaya, que increíble. En cualquier momento alguien te dará un premio por eso.

            La cachetada que vino David no se la esperó. Le dio en toda la mejilla. Increíblemente, no le dolió la cara tanto como el malestar repentino que se generó dentro de él.

            —¡No tienes idea de lo que es estar aquí encerrada todo el día!

            David no se recuperaba de la sorpresa, y en un momento de sensibilidad, la culpa anidó en su pecho y le hizo preguntarse si merecía aquella bofetada. Sus pensamientos se centraron en sus palabras, reconociendo la ofensa cometida. Por un momento, por un fugaz segundo, sus labios saborearon la idea de una disculpa. Una disculpa que no se materializó. La reemplazó la indignación, la ira. Ella lo había agredido.

            —¿Me acabas de dar una cachetada?

            Esas palabras, y el hecho de que David lo dijera con un susurro estupefacto aplacaron un poco la rabia de Nadia. ¿Acababa de golpear a su marido? Nunca le había levantado la mano… ¿Y por una silla? No, no era solo por la silla. Era por todo. Por la desconsideración de él hacia sus sentimientos. Por las pullas constantes hacia el hecho de que él fuera el sostén económico, ignorando lo torturada que se sentía por no conseguir trabajo. Por los meses, quizá años, sin una muestra sincera de cariño. Por los descuidos. Por verlo distraído mientras tenían relaciones.

No era por una simple silla.

            —Sí, te di una bofetada —respondió Nadia, odiándose al escuchar el quebrar de su voz. Odiándose por el nudo que empezaba a formarse en su garganta, solo impedido por ese rojo que la estaba cubriendo por dentro, resguardándose en unas uñas que urgían a gritos atacar a su marido.

            David guardó silencio unos segundos, mirando a su mujer fijamente. Respiraba como un toro.

            —Eres una malagradecida —gruñó. Sus hombros bajaban y subían. Su cabeza ladeada hacia adelante como si estuviera por embestir. Su respiración entrecortada.

            De todos esos detalles, el que más llamó la atención de Nadia fueron las manos de su esposo. Una a cada lado, sí, pero cerradas en puños.

            —Yo me mato por mantenernos… —continuó David. El enojo le impedía encontrar las palabras.

            Ella, su mujer, lo había golpeado. Si él hiciera lo mismo iría preso, pero ella si podía, ¿verdad? Sí, claro que podía. Podía hacer lo que le diera la gana porque después solo tendría que dárselas de víctima y todo el mundo la consolaría.

            —Yo sé que trabajas duro, pero…

            —¡¿Pero qué!? ¿¡Tú también te esfuerzas mucho!? ¿¡Aquí!? ¿¡En qué!?

            —¡No tienes idea de lo horrible que es estar encerrada!

            —¡CALLATE! ¡¿Cómo te atreves a levantarme la mano a mí que soy tu marido!?

            —¡Ah, eres mi marido! ¡Yo pensé que solo eras un hombre que viene a comer por las noches!  

—¡Ojalá no lo fuera para no tener que venir a esta pocilga de m****a y verte la cara!

            —¡Eres un bastardo desgraciado!

            —¡El bastardo que te mantiene!

            —Sí, eres muy hombre, ¿no? Cumples la función de un cajero automático.

            —¿Y  tú te función cumples, mujer? ¿La de ama de casa que no hace más nada con su vida?

            —En verdad eres un grandísimo hijo de pu…

            —Al menos haz ejercicio o algo, a ver si así me provoca tocarte.

            La segunda cachetada sí la vio venir y la detuvo en seco agarrándole la muñeca en el aire. Esta vez fue Nadia quien se sorprendió, y su reacción fue enviar un segundo golpe con la mano libre, pero David la volvió a agarrar en el acto.

            Se quedaron en esa posición mirándose a los ojos.

            —David, suéltame.

            David no la soltó. Podía sentir sus delgadas manos bajo su poder. Sería muy fácil doblegarla, hacerla pagar por agredirlo. La muy descarada lo iba a hacer otra vez. Sería muy sencillo devolverle el golpe… Pero… ¿Lo haría? Era su esposa. Nunca había golpeado a una mujer. ¿Se atrevería a hacerlo?

            Le observó la cara buscando respuesta.

            Ella estaba llorando.

            —David, suéltame ya —repitió Nadia.

            Comenzaba a asustarse. Podía sentir la fuerza de su marido apretándole las muñecas. Sus dedos desprendían odio. Lo miró a los ojos y se preguntó por primera vez en ocho años si él la golperaría. Tuvo miedo de la respuesta. Tuvo miedo porque sabía que, si se decidía a hacerlo, no iba a poder evitarlo. La impotencia le gangrenaba el orgullo. Si su marido la agredía, ella perdería.

            Aunque lo que más le dolía, era tener miedo de él.

            Miedo de su esposo.

            Agitó las manos intentando zafarse y él la sujetó con fuerza. Lo único que hacía era mirarla a los ojos.

            —David…

            —¿Cuándo fue la última vez que me dijiste “te amo”?

            No se esperaba esa pregunta. La sorpresa le hizo dejar de intentar liberarse. El rostro de David era inmutable.

            Pese al miedo, pese a saber que por naturaleza se hallaba en desventaja, sus palabras fueron producto de la sinceridad.

            —No lo sé. Hace mucho que dejaste de merecer que te lo dijera.

            Él esperaba que su respuesta lo calmara un poco. Todos los hombres son víctimas de una inmadurez innata, de ese niño escondido dentro de su pecho que le hace fantasear con giros de trama divertidos. Conflictos resueltos de la nada. Ese niño le hizo pensar que ella diría algo como “No lo sé, pero sabes que te amo”, y el contraste con la realidad lo atravesó de pies a cabeza, potenciando y destruyendo sus sentimientos al mismo tiempo. Ira, rencor, tristeza y un baño de injustica.

            —David, suéltame.

            David no la soltaba.

            Nadia temía.

            Sus miradas volvieron a enfrentarse cuando el reloj dio la medianoche y en ese preciso instante se produjo el corto eléctrico.

            Los amantes quedaron a oscuras.

            David la soltó en el acto, como si la lobreguez fuera un nuevo testigo que entrara en el apartamento.

            Apenas estuvo libre, Nadia corrió a la habitación.

            David vio su silueta perderse en el pasillo, dejando detrás un eco de llantos y un rastro de lágrimas por el suelo.

            Escuchó a lo lejos el portazo de la puerta cuando Nadia se encerró en el cuarto.

            Él se dejó caer en el sofá tapándose las manos con la cara.

            La chaqueta seguía goteando desde la silla.

            En la habitación, Nadie lloraba sentada en la cama. La oscuridad no le permitía ver las marcas rojizas que habían aparecido en sus muñecas, pero sabía que estaban ahí, evidenciando un error cometido ocho años atrás cuando se permitió enamorarse del hombre que hoy la había amenazado.

            Lloraba por lo sufrido, por el amor perdido, por la indignación, la ira y la impotencia. Quizá en otros tiempos una discusión como esta no sería más que el paréntesis de una mala noche, pero cuando una pareja se convierte en una bomba de tiempo, basta la chispa del disgusto para ocasionar la tragedia.

            ¿Esa chispa había llegado?

            ¿Cómo terminaron en esto?

            “¿Cuándo fue la última vez que me dijiste “te amo”?” Sinceramente no lo recordaba, pero de algo estaba segura.

Había sido hace mucho tiempo.

            ¿Desde hace cuánto ya no sentía lo mismo?

            ¿Y quién era el culpable?

            ¿La monotonía? ¿La comodidad? Quizá los pequeños detalles que se van acumulando hasta que el grano de arena se convierte en desierto, secando el oasis que alguna vez representó la cama de dos amantes desnudos.

            Fuese como fuese, ahora solo quedaba llorar.

            Lastimosamente, así como la sangre atrae depredadores, las lágrimas pueden atraer otra clase de… criaturas. Y Nadia no se dio cuenta de que, por su ventana, siendo uno con las sombras que dominaban las esquinas, se estaba introduciendo un ser sin ojos ni cara, pero capaz de verlo todo.

            Un acompañante.

            El visitante decidió posarse sobre la cama, y con una agitación del aire apenas imperceptible, su cuerpo se fue formando alzándose desde la nada. Un remolino silencioso de oscuridad que se erige desde su base, tomando prestada la lobreguez de su alrededor para formar una silueta inefable detrás de una mujer destruida.

            Nadia lloraba cuando una voz, la más hermosa que había escuchado, le habló desde atrás.

            Por su parte David seguía en el sofá preguntándose que hubiera hecho de no haberse ido la electricidad. ¿La habría golpeado? ¿De verdad caería tan bajo? Sí, ella lo abofeteó, pero el impacto no es el mismo, ¿no? Una cachetada de ella puede aturdirle y poco más, en cambio un golpe de él bien podría noquearla. ¿Y luego qué? ¿Seguir golpeándola en el suelo hasta desahogar esa bruma carmesí que empezaba a nublarle la vista? ¿Matarla?

            Dios mío, ¿iba a matarla?

            ¿En qué se había convertido?

            ¿Y cuando llegaron a este punto?

            ¿Cuándo había empezado a desear más a las mujeres que veía por la calle y menos a la que le esperaba en casa? ¿Cuándo hablar con ella se convirtió en una molestia? ¿Cuándo empezó a quedarse en el auto al llegar a casa para tomar fuerzas antes de subir?

            ¿Cuándo terminó todo?

            Se le ocurrió la idea de que le hubiese gustado una máquina del tiempo, aunque no estaba seguro de que tan atrás volvería. Quizá solo lo suficiente para llegar antes de que todo se jodiera e intentar mejorar las cosas… o quizá antes de conocerla.

            —La segunda opción es mucho mejor —le dijo una voz femenina.

            David alzó la mirada y ante él se encontró la silueta perfecta de una mujer perfecta, con cada curva exactamente donde debía estar.

            Ella parecía una sombra, pero tridimensional, por más contradictorio que eso se escuchase. Su rostro estaba escondido en la oscuridad y aun así David estuvo seguro de que era hermosa. Quizá la mujer más hermosa que había visto en su vida.

            Su primer impulso, el miedo, fue suplantado por una sensación de paz que no sentía desde niño. Le recorrió el cuerpo en cuanto ella sonrió. Él no vio la sonrisa, por supuesto, pero la sintió. Le estaba sonriendo y eso lo hizo muy feliz.

            —Ella no te merece, ¿no crees? Solo está contigo porque necesita quien la mantenga. En cuanto se independice te dejará de lado.

            David no respondió, seguía atontado.

            Ella, su nueva acompañante, se acercó con pasos que movían sus caderas de un modo que estremeció a David, y se sentó en sus piernas, rodeándolo con los brazos.

            —Ella te ha hecho demasiado daño.

            —¿Nadia?

            —Sí. Pobrecito de ti y de todo lo que tienes que soportar solo para que ella venga y te salga con patadas.

            —¿Nadia?

            —¿Quién más? —respondió la sombra y de nuevo David volvió a sentir que sonreía.

            En la habitación Nadia también había superado su espanto inicial. Tardó un poco más porque las mujeres tienen más desarrollado el instinto de protección contra desconocidos, pero la voz de él la cautivo. Y si bien al principio se le había hecho extraño verlo rodear la cama, ahora que lo tenía sentado a su lado, rodeándole con un brazo, se sentía más segura de lo que había estado en su vida.

            —Él no es un mal hombre —dijo en susurro.

            —Sí lo es —respondió el acompañante—. Claro que lo es. ¿Qué clase de hombre contempla siquiera la idea de lastimar a una mujer? Eso lo convierte en un monstruo.

            —Pero él…

            —Te exige amor sin dártelo, como si fueras una especie de muñeca manipulable. No es capaz de entender ni el sentimiento más básico de tu encierro, y te restriega en la cara una condición de desempleada que ya de por sí odias.

            —No es justo.

            —No, no lo es.

            Nadia fue a recostar la cabeza sobre el hombro de él, pero en cuanto lo rozó sintió un frio inmenso. Una ola de pánico le subió por la garganta. De repente toda su seguridad se desvaneció en una explosión y lo reemplazó la alarmante necesidad de salir corriendo, de alejarse de ese visitante, pues él… él…

            Él se apartó con rapidez, la tomó de la cara y la giró hacia él. No se le veía el rostro y aun así Nadia sabía que sonreía. Lo sentía. Y esa sonrisa disipó todo su temor como si este jamás hubiese existido.

            Ella agradeció la paz.

            —David hace tiempo dejó de ser el hombre del que te enamoraste.

            —Lo sé.

            —El esfuerzo que alguna vez hizo por ti murió. Ahora solo se limita a trabajar para sí mismo y lo utiliza como escudo fingiendo que lo hace por ambos. Su interés por ti es nulo. Además, hoy te demostró algo importante: es peligroso.

            En la sala David se moría de ganas de sujetar a su acompañante de las caderas sin que se lo permitiesen. Ella le susurraba al odio con una lascivia que lo tenía entre la ira y la excitación.

            —Piensa en todas las mujeres con las que pudiste haber estado de no ser por Nadia. Las que rechazaste, incluso con las que pudiste serle infiel.

            —Y no lo hice. No eran pocas. Me mantuve leal.

            —Y ella eso no lo aprecia.

            —No, no lo hace.

—Prefiere tratarte como b****a. Ya ni te presta atención cuando le hablas. No le interesas ni tú ni tu trabajo.

            —Ya no sé lo que quiere.

            —Sea lo que sea, no es a ti, eso es seguro. Quizá nunca lo hizo. Las mujeres no saben aclarar sus propios sentimientos. Se van guardando rencores hasta que un día te lo explotan en la cara por nada. No saben apreciar lo que es un buen hombre.

            —¿Yo he sido bueno?

            —El mejor.

            —¿Yo he sido buena? —preguntó Nadia desde la habitación.

            —La mejor.

            —He cometido muchos errores —continuo ella.

            —Sí, pero el también, ¿verdad? Y tú has perdonado mucho, pero él no. Le encanta hacerse el importante y menospreciarte.

            —También ha hecho cosas buenas.

            —No lo niego, pero la mayoría han quedado en el pasado. Desde hace un tiempo ya no es tu marido, ni quiera tu amigo. Te habla de su trabajo sin ponerse a pensar que a ti te duele no tener uno.

            —Él me ama.

            —Te amaba —respondió la sombra.

            —Ella me ama —susurró David.

            —Te amaba, tú mismo le preguntaste cuando fue la última vez que te lo dijo y respondió que ya no lo mereces. ¡Tu! Que das todo por ella.

            —Pero mis errores.

            —Son minúsculos en comparación a los suyos.

            Nadia se pasó la mano por la cara. Se sorprendió al descubrir que no estaba llorando.

            —Ya no tienes que llorar —le dijo el acompañante— Ahora hay algo más importante.

            —¿Qué cosa?

            —Tu vida —respondió el visitante.

            —Mátala —dijo la mujer en las piernas de David.

            —No puedo hacerlo.

            —Tienes que hacerlo. Sabes que viene ahora, ¿no? El divorcio. Se quedará con todo lo que es tuyo, con todo por lo que has trabajado. Les dirá a los jueces que la golpeaste. Tomará fotos de las estúpidas marcas que le deben haber quedado en la muñeca y todo el mundo le creerá. A ella ya no le importa, solo quiere lastimarte.

            —Pero…

            Aquella exquisita fémina se levantó de sus piernas y lo tomo de la mano. David, alelado, se dejó guiar hasta la cocina, donde ella le puso una mano en el cajón para que él lo abriera y sacara un cuchillo.

            El más grande que encontró.

            —Ya sabes lo que tienes que hacer.

            —Iré a prisión.

            —No, amor, tranquilo. Nadie lo sabrá jamás.

            —¿Te quedarás conmigo?

            —Por siempre —dijo ella y se inclinó hacia él. No llego a besarlo, pero estuvo muy cerca e imaginar el roce de sus labios excitó a David a niveles que cualquier adolescente hormonado hubiera envidiado.

            —Gracias —dijo

            Caminó por el pasillo con el cuchillo mano. Sus pasos eran lentos, torpes. Su cabeza era un trance estático con la dicotomía de ver el mundo paralizado y a la vez tambaleándose de lado a lado. Ella estaba detrás de él y eso le daba fuerza. Ella haría todo saliera bien.

            Se detuvo frente a la puerta y sostuvo el pomo.

            No quería abrirla, pero sí quería. No debía, pero sí debía. No podía, pero sí podía.

            Si lo hacía todo terminaría y desde aquellas lejanas planicies donde el subconsciente descansa le llegó el mensaje desesperado de una voz suplicándole que no lo hiciera, que por favor soltara el cuchillo y saliera corriendo de ahí lo más rápido posible.

            Esa voz atravesó todas las fronteras y a segundos estaba de cumplir su cometido cuando ella, su acompañante, le susurró al oído palabras de ánimo que disiparon todas sus dudas.

            David abrió la puerta levantando el cuchillo.

            Nadia lo esperaba apuntándole con una pistola.

            Una de las pistolas de su colección

            Pistola que disparo y cuya bala fue a alojarse en su pecho.

            Pero eso no fue lo que le horrorizó.

            Detrás de Nadia estaba la figura de un hombre. El ser más despreciable y nauseabundo que David hubiese visto jamás. En sus ojos brillaba locura. En su boca dientes afilados sonreían sin labios en un rostro indescriptible cuyas facciones se deformaban fundiéndose con la lobreguez. Su sola apariencia inspiraba terror, y las proporciones imposibles de su fisionomía despedazaron la cordura de David a tal grado que no se daba cuenta del disparo. Aquella cosa lo estaba mirando con una alegría enfermiza.

            —¡Mátala!  —gritó una voz monstruosa detrás él.

            David obedeció como un autómata, lanzándose sobre su esposa y perforándola con el cuchillo.

            Cuando aquella cosa gritó, Nadia se fijó en que su marido no estaba solo y entonces lo entendió todo.

            No le prestó atención al cuchillo que le arrebata la vida. Su atención estaba puesta en aquella criatura que segundos antes era mujer y ahora se le veía como un ser amorfo cuyo cuerpo no tenía principio ni fin, donde lo único distinguible eran aquellos ojos de tintes sádicos que la observan sangrar con una satisfacción vehemente.

            El par de amantes heridos cayó al suelo, donde la sangre sería la última cama que compartirían juntos.            

            En unos días los encontrarían en esa misma posición, con cuchillo y pistola en mano respectivamente.

            Estarían solos en el departamento.

            La chaqueta ya no gotearía desde la silla

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