Ethan Graham Taylor estaba sentado en el banco de madera de la celda, la cabeza inclinada hacia adelante y las manos colgando entre las rodillas.
Había un corte en uno de sus nudillos, apenas seco, que escocía bajo la presión de su propia piel. El aire en el pequeño espacio era denso, y el olor metálico de la sangre impregnaba sus sentidos.
Su mente era un páramo vacío, incapaz de sostener un pensamiento coherente por más de un segundo. Solo quedaba el eco de sus propios gritos y el retumbar de sus puños contra Tadeo, como si los golpes se hubieran quedado atrapados en sus huesos. Y luego estaban las palabras. Las de Tracy. Su risa. Las miradas que compartieron.
Un sonido seco lo sacó de su trance: el guardia golpeó los barrotes con la porra.
—Han pagado tu fianza. Puedes salir.
Alayna Rivers estaba de pie en el frío vestíbulo de la comisaría, abrazada a sí misma mientras trataba de controlar su respiración. Llevaba un abrigo delgado que no era suficiente para la nieve que caía afuera, y su cabello estaba pegado a la frente por la humedad. Había salido corriendo en cuanto recibió su llamada, sin detenerse a pensar en lo inusual que era.
Pero ahora que estaba allí, con los documentos firmados y la fianza pagada, no podía dejar de preguntarse qué había pasado para que Ethan, el hombre más controlado que conocía, terminara en ese lugar.
Cuando lo vio salir por la puerta, su corazón se hundió. Ethan era siempre impecable, inquebrantable, pero ese hombre que ahora cruzaba el umbral no se parecía a él. Su cabello estaba desordenado, sus nudillos manchados de sangre, y sus ojos... esos ojos azules que solían ser cortantes y prudentes estaban vacíos, como si algo dentro de él hubiera muerto.
Ethan pasó junto a ella sin detenerse, sin siquiera mirarla.
—Señor Graham… —intentó llamarlo, pero su voz se apagó antes de completarse.
Él siguió caminando hacia la salida, y ella lo siguió instintivamente, con pasos apresurados para mantenerse a su lado.
La calle estaba cubierta de nieve, y las luces de Navidad parpadeaban en cada poste. Ethan cruzó sin mirar, como si no le importara si lo atropellaban. Alayna trató de seguirle el paso, sus tacones hundiéndose en el hielo mientras los copos caían sobre su rostro.
Al otro lado de la calle, una mujer estaba cantando.
"I want you to know that I’m never leaving…"
La melodía era suave, melancólica, y flotaba en el aire como una burla cruel.
Ethan se detuvo en seco, su respiración pesada. Alayna casi tropezó con él, chocando contra su espalda antes de dar un paso atrás rápidamente.
—Señor Graham… —dijo en voz baja, pero no obtuvo respuesta.
Ethan giró lentamente hacia ella, sus ojos helados clavándose en los de su asistente con una intensidad que la dejó sin aire.
—¿Por qué me sigues? —preguntó, su tono lleno de ira, como si la persona frente a él tuviera culpa en las cosas que habían pasado.
Alayna tragó saliva, temblando ligeramente bajo su mirada.
—Quiero llevarlo a casa.
“Yeah, you are my home, my home for all seasons…”
La canción seguía sonando, cada palabra llenando el aire, apretando algo en el pecho de Ethan hasta que no pudo más.
—¡Cállate! —gritó, girándose hacia la cantante con una furia que hizo que todos los presentes se detuvieran en seco. La mujer se quedó paralizada, su micrófono bajando lentamente.
Ethan volvió a mirar a Alayna, su rostro completamente transformado por el enojo. Sin pensarlo, la tomó por los hombros, sacudiéndola con fuerza mientras su voz se rompía en un grito.
—¡Es tu culpa!
—¿Qué…? —murmuró ella, incapaz de procesar lo que estaba pasando.
¿Qué era su culpa? ¿De qué él hablaba?
—¡El anillo! Ese maldito anillo. Tú lo elegiste. Tú dijiste que era perfecto. Tú me llevaste a esa tienda. ¡Todo esto empezó contigo! —Alayna abrió la boca, pero las palabras se le atoraron en la garganta—. Siempre estás ahí —continuó Ethan, su voz cada vez más cortante—. Siguiéndome como un perro fiel. Hablando como si supieras lo que necesito. ¿Qué quieres de mí?
—Yo solo intento…
—¡Intentas nada! —la interrumpió, su agarre volviéndose más fuerte—. Eres insoportable. Esa voz, esa mirada… ¿Sabes lo que pienso cada vez que me sigues como si fueras mi sombra? Que no soporto verte. ¡No te soporto! —Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Alayna, pero no dijo nada. No podía. Ni siquiera entendía lo que le pasaba a Ethan, por qué la trataba de esa manera o cuál era la razón de que, en ese momento, él la estuviera haciendo la razón de todos sus males—. Siempre ahí, mirándome como si me conocieras. Como si tuvieras derecho a entrar en mi vida. —Ethan soltó un suspiro cargado de dolor antes de agregar—: Te odio.
Alayna parpadeó, como si esas palabras la hubieran golpeado físicamente.
—Se-Señor… Graham. Yo no… Yo lo siento, no sé qué hice mal, pero lo siento.
—Te odio tanto como odio esta puta Navidad. ¡Quiero que todo desaparezca! Todas estas maldices luces, la música, ¡tú!—Soltó sus hombros de golpe, y ella dio un paso atrás, tambaleándose. Ethan dejó escapar una risa corta y amarga, llevándose una mano al cabello mientras la miraba como si fuera una extraña—. Estás despedida. No quiero verte nunca más.
Sin decir nada más, giró sobre sus talones y se alejó, dejando a Alayna en medio de la calle, con la nieve cayendo sobre ella y las luces navideñas titilando a su alrededor como si fueran parte de una cruel ironía.
Alayna se quedó allí, inmóvil, con las lágrimas congelándose en su rostro mientras miraba como aquel hombre, al que amaba en silencio, le acababa de decir cuánto la odiaba o lo mucho que deseaba tenerla lejos, pero ella no sabía el motivo.
¿Se habría dado cuenta de sus sentimientos? ¿Qué había salido mal? Aquella tarde el señor Graham parecía estar bien, emocionado, ¿cómo es que ahora la odiaba tanto?
—¿Qué hice mal?
Llevó sus dedos temblorosos hacia su rostro y retiró el líquido helado que quemaba en sus mejillas, dio paso hacia adelante cuando Ethan dobló la esquina, quiso correr tras él, seguirlo… pero sus manos se volvieron más temblorosas y ella empezó a toser, viendo como de su boca salía un líquido que manchaba de rojo la nieve frente a ella. Siguió tosiendo, cayendo de rodillas con un dolor agudo en el pecho, seguido su cuerpo cedió, cayendo de lado sobre la nieve mientras la gente comenzaba a rodearla y las voces pidiendo ayuda se alzaban por todo el lugar.
[…]
Alice y Paula caminaban de un lado a otro en la sala de estar. Robert Graham estaba de pie junto a la ventana, mirando la calle nevada, sus manos cruzadas detrás de la espalda.
Ethan no había dicho nada desde que había regresado. Había subido las escaleras directamente, con los ojos opacos y la mandíbula apretada, ignorando las preguntas de su madre y la mirada inquisitiva de su hermana menor.
Alice, una mujer de semblante siempre sereno, estaba ahora visiblemente alterada. Sus ojos azules claros se movían constantemente hacia la puerta del estudio, donde Ethan se había encerrado desde su llegada.
—¿Robert? —dijo finalmente, su voz baja, llena de mucha preocupación—. ¿Vas a dejar que siga callado?
Robert dejó escapar un suspiro, girándose hacia su esposa.
—No podemos obligarlo a hablar, Alice. Lo que hizo… —sacudió la cabeza, buscando las palabras correctas—. Necesitamos entender qué lo llevó a algo tan extremo. Y Tadeo no ha dicho nada, más que hablemos con sus abogados. Hay que esperar que él quiera decir algo, Alice.
—Papá tiene razón —intervino Paula, de pie junto al sofá con los brazos cruzados—. Esto no es algo que Ethan haría. No es él. Algo muy malo ha pasado. ¿Por qué no llamamos a Tracy? A lo mejor ella tiene información, mamá.
—Fue lo primero que hice, pero no contesta a mis llamadas—dijo Alice, sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas—. Deberías ir a hablar con él, Robert.
Él dudó un momento antes de asentir. Subió las escaleras lentamente, deteniéndose frente a la puerta cerrada. Golpeó suavemente.
—Ethan. —No hubo respuesta. Una parte de él quería esperar hasta que Ethan diera el paso, pero no podía mantener a Alice con aquella ansiedad—. Hijo, sé que no quieres hablar ahora, pero necesitamos saber qué ocurrió. Déjame entrar.
El silencio del otro lado era espeso, pero finalmente, después de unos segundos, la cerradura giró.
Cuando Robert entró, encontró a Ethan junto a su cama, colocando ropa en una maleta abierta. No levantó la cabeza, ni siquiera cuando su padre se quedó de pie frente a él.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Robert, su voz tranquila, intentando saber qué pasaba por la cabeza de su hijo.
—Empacando —respondió Ethan sin mirarlo, su tono seco, casi vacío.
Robert cruzó los brazos.
—No vas a irte hasta que hablemos de lo que pasó. No sabemos nada, vivimos en cuanto pudimos.
—No se los pedí.
—¿Es que teníamos que esperar a que lo hicieras? Con lo que dijo la señorita Rivers era suficiente para traernos de regreso.
—No tengo nada que ver con ella, está despedida.
—¡¿Pero qué demonios fue lo que pasó?! —Por unos breves segundos Robert perdió la calma, aquel comportamiento no era normal en su hijo.
Ethan se detuvo, las manos tensándose alrededor de una camisa que estaba a punto de doblar. Sus hombros, rígidos desde que entró, parecían hundirse ligeramente, como si estuviera soportando un peso que finalmente lo vencía.
—No hay nada que decir —murmuró.
—Por lo que veo, hay mucho que decir —replicó su padre, acercándose un paso más—. No es normal que alguien como tú, alguien tan contenido, tan… metódico, termine en la cárcel por golpear brutalmente a su mejor amigo.
Ethan soltó la camisa y se sentó en el borde de la cama, mirando el suelo. No habló de inmediato. Pasaron varios segundos antes de que levantara la mirada hacia su padre.
—Fui a la joyería —empezó, su voz cargada de un cansancio profundo—. Compré un anillo. Un anillo perfecto para Tracy. Era… perfecto. —Robert no dijo nada, pero su expresión se endureció, empezando a conectar las piezas—. Quería mostrárselo a Tadeo antes de pedírselo a ella en Navidad —continuó Ethan, su tono más áspero, como si las palabras le quemaran la garganta—. Así que fui con él. Le mostré el anillo. —Ethan se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas mientras enterraba el rostro en sus manos. Cuando habló de nuevo, su voz era baja, rota—. Cuando salí, ella estaba allí. Oculta. —Robert sintió un nudo formarse en su estómago, pero dejó que su hijo continuara—. Se rieron de mí, papá. —Ethan levantó la cabeza, sus ojos azules fijos en los de su padre, llenos de dolor y odio—. De mí. Del anillo. Todo era un juego para ellos.
—Hijo…
—Eran amantes. —Ethan se enderezó, sus manos temblorosas descansando sobre sus piernas—. Mi mejor amigo. La mujer con la que iba a casarme.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, como un toxina que lentamente se expandía por la habitación.
Robert se sentó junto a él, colocando una mano firme en su hombro.
—Lo siento, Ethan. No hay nada que pueda decir que alivie lo que estás sintiendo.
Ethan dejó escapar una risa breve y amarga, sacudiendo la cabeza.
—No es lo que pasó lo que me destruye.
—Entonces, ¿qué es? —preguntó Robert suavemente.
Ethan colocó una mano en su pecho, justo sobre su corazón. Su voz, cuando habló, era un susurro lleno de desesperación.
—Es esto. Lo que siento. —Robert lo observó, esperando—. Odio. —Ethan apretó la mandíbula mientras continuaba—. Todo lo que siento es odio. Negro, pesado, ardiente. Y no puedo sacarlo. Está aquí, y es tan insoportable que apenas puedo respirar.
Robert lo abrazó, firme, como si intentara contener a su hijo antes de que el peso de sus emociones lo aplastara.
—Eso no define quién eres. Lo superaremos.
Ethan no respondió. Sus manos se cerraron en puños a su costado mientras aceptaba el abrazo, sin devolverlo.
Finalmente, se apartó, mirándolo directamente.
—Necesito irme.
Robert lo observó en silencio por un momento, y luego asintió lentamente.
—Tómate tu tiempo. Ve a donde necesites ir. Yo hablaré con tu madre.
Ethan volvió a empacar en silencio, y su padre salió de la habitación.
Sabía que en ese momento lo que necesitaba era alejarse de todos.
No se sentía bien para estar junto a otros, ni siquiera junto a su familia.
Les arruinaría la navidad, prefería marcharse.
Alayna Me desperté con el sabor metálico de la sangre aún en la boca. No abrí los ojos de inmediato. El aire era seco, pesado, y un pitido insistente me taladraba los oídos. Ya sabía dónde estaba antes de sentir la incomodidad de la bata del hospital o la presión del oxímetro en mi dedo. Lo sabía porque no era la primera vez. Esta vez era diferente. Había algo en mi pecho, no físico, sino un peso que no se iba. Era como si mi cuerpo y mi mente finalmente hubieran decidido rendirse al mismo tiempo. Abrí los ojos lentamente. La luz blanca del techo era agresiva, tanto que me obligó a entrecerrarlos. A mi izquierda, el monitor cardiaco seguía con su ritmo monótono, ese que siempre he odiado porque no dice nada, no grita, no advierte. Solo está ahí, como si fuera suficiente. Quise incorporarme, pero me detuve cuando el dolor en mis costillas protestó. Tosí. Fue un reflejo, pero la sensación que siguió fue un aviso cruel: esa quemazón en la garganta, ese sabor oxidado que nunca había
EthanEl club estaba lleno. La música, un ritmo pesado y constante, golpeaba como un tambor en mi pecho. La gente se movía a mi alrededor, risas, cuerpos que se rozaban, el sonido de voces que no podía distinguir. Pero no importaba. El ruido era perfecto para lo que necesitaba: un refugio donde no tuviera que pensar.La copa en mi mano estaba vacía otra vez. No recordaba cuántas llevaba esa noche, ni cuántas veces alguien había rellenado el vaso sin que yo lo pidiera. A lo lejos, vi a una mujer que me miraba. No sabía su nombre, pero tampoco me importaba.Sonrió cuando nuestras miradas se cruzaron, un gesto deducido que entendí al instante. Me incliné hacia el barman y señalé hacia ella. Pronto, una copa estaba en sus manos, y el brillo de su sonrisa creció. Esto era fácil, automático. Lo suficiente para mantener a raya el vacío que seguía aferrándose a mí.—¿Eres inglés? —preguntó ella cuando finalmente se acercó, su acento francés adornando cada palabra.—¿Lo parezco? —respondí, esb
EthanEl avión aterrizó con un leve sacudón, devolviéndome a un lugar que no veía desde hacía dos años. Miré por la ventana mientras el paisaje familiar se extendía bajo el cielo gris, cubierto por una ligera capa de nieve. Las luces de las pistas de aterrizaje brillaban como estrellas caídas, y algo en mi pecho se apretó. Había prometido volver después de Navidad, pero los días se habían convertido en semanas, y las semanas en años. Primero Ginebra, donde traté de ahogar mi dolor en fiestas interminables. Luego Nueva York, una ciudad que me dio la ilusión de movimiento, pero que no ofreció nada más. Francia fue un suspiro, una pausa breve y sin significado, y el norte de España… bueno, no hay mucho que decir sobre los lugares donde uno solo busca desaparecer. Ahora estaba de vuelta, listo para retomar lo que dejé atrás, o al menos eso quería creer. Recogí mi equipaje y caminé hacia la salida, donde un grupo de personas esperaba a sus seres queridos. Mis pasos se detuvieron por un
EthanNo pude evitar quedarme mirándola. Alayna estaba frente a mí, pero no era la misma mujer que recordaba. Sus ojos seguían siendo los mismos, cálidos y llenos de profundidad, pero su rostro había cambiado. Más delgado, casi frágil, con líneas suaves que antes no estaban allí. Sus mejillas, que solían ser redondeadas y vivas, ahora parecían haberse rendido ante el tiempo, lo extraño es que no había pasado tanto tiempo como para que el cambio en su aspecto fuese tan notable. —Se llama Blizzard—me dijo. Su voz seguía siendo la misma, cálida, tan sueve como la seda.Estaba tan distinta que sentí un nudo en el pecho, algo que no esperaba. No dije nada, pero esa sensación me siguió mientras dejaba que Blizzard, la enorme bola de pelos blanca que me había recibido con entusiasmo, siguiera retozando en mi regazo. El perro se removió, trayendo un juguete que dejó caer a mis pies. Me agaché, acariciándolo mientras lo tomaba, y lo lancé en dirección a lo que parecía ser la cocina. Blizzar
AlaynaNo había dormido casi nada. La luz del portátil iluminaba el pequeño escritorio en mi habitación mientras mis dedos seguían tecleando sin descanso. Había pasado toda la noche redactando el contrato más inusual de mi vida, revisando cada cláusula, cada detalle, asegurándome de que no hubiera ninguna ambigüedad que Ethan pudiera usar en su favor. Era absurdo, lo sabía. Pero no podía evitar sentirme emocionada. Esto no era solo un contrato; era una manera de asegurarme de que tendría una Navidad perfecta, una última Navidad que realmente valiera la pena vivir. Cuando terminé, eran casi las cuatro de la mañana. Imprimí dos copias y dejé los papeles cuidadosamente apilados en la mesa del salón. Me desplomé en la cama, con Blizzard acurrucándose a mi lado, y dormí apenas un par de horas antes de que el amanecer me llamara de vuelta a la realidad. Me levanté temprano, sabiendo que Ethan llegaría tan puntual como el día anterior. Me di una ducha rápida y me vestí con uno de los atu
EthanMe encuentro sonriendo, algo que no debería estar sucediendo bajo estas circunstancias. Es absurdo, pero no puedo evitarlo. Mi señorita Rivers me está utilizando, y lo sabe. Ha convertido diciembre en una especie de esclavitud navideña con un contrato que no puedo rechazar. Aún así, aquí estoy, dispuesto a ver el encendido del árbol en el centro con ella. El solo pensamiento me pone incómodo: mucha gente, ruidos, luces por todas partes. La maldita Navidad. Pero, una vez más, soy Ethan Graham Taylor, un hombre que cumple su palabra, incluso cuando está atrapado en un contrato de lo más absurdo. Me miro en el espejo mientras me ajusto la bufanda que Alayna me regaló. Es cálida, mucho más de lo que había pensado, y tiene algo de ella, como si de alguna manera hubiera logrado envolverme en un poco de su esencia. Peino mi cabello con las manos, un gesto rápido, sin prestarle demasiada atención. Estoy listo. Sin más demora, salgo disparado de casa. Cuando llego al edificio de Ala
AlaynaMe envolví más en la manta que había traído conmigo, pero el frío seguía penetrando en mi piel. Blizzard estaba en la puerta, observándome con sus grandes ojos oscuros, aullando de vez en cuando con un sonido tan débil que parecía un lamento. Quise decirle que estaba bien, que no se preocupara, pero las palabras no salieron. Me incliné sobre el váter otra vez, mi cuerpo reaccionando antes de que pudiera detenerlo. Los espasmos eran violentos, dejando mi garganta ardiendo y mis músculos temblando. Cada vez parecía que no quedaba nada por expulsar, pero la sensación no desaparecía. Cuando finalmente me enderecé, sentí como si el cuarto diera vueltas. Cerré los ojos, respirando profundamente, pero el movimiento no cesó. Un sollozo escapó de mis labios antes de que pudiera detenerlo. Era un sonido desgarrador, uno que había estado conteniendo durante demasiado tiempo. Otra ola de náuseas me obligó a inclinarme de nuevo, mi cuerpo protestando con cada contracción. Las lágrimas c
Ethan Regresamos a la mesa después de haber pasado un rato en la pista de baile. Alayna estaba radiante, sus mejillas sonrojadas, ya sea por el calor de la multitud o por los movimientos que acabábamos de compartir.Traje rápidamente dos sillas de una mesa que había al lado. ¿De quiénes eran? No lo sé, ni me interesa.No podía dejar de mirarla mientras se acomodaba en su silla, cruzando las piernas y riéndose suavemente de algo que había visto. Esa risa… esa maldita risa era un anzuelo al que yo ya había mordido sin remedio. —Vuelvo enseguida —le dije, inclinándome hacia ella para que pudiera oírme por encima de la música. —¿A dónde vas? —preguntó, arqueando una ceja, aunque sin preocuparse demasiado. —A por algo especial. Quédate aquí y no hables con extraños. —No soy una niña —protestó con una sonrisa divertida, pero no insistí. Me abrí paso hacia la barra, donde pedí un par de chupitos de tequila con limón y sal. Quería algo más que solo baile y charlas triviales. Quería lle