Último día

Sus ojos se abrieron con la pesadez que era de esperarse, no estaba del todo consciente y aún las explosiones de los fuegos artificiales del día anterior le hacían eco en su cabeza. El alboroto del inicio de un nuevo año eran parte del día anterior, pero ella aún lo tenía muy presente.

El día afuera era supremamente soleado, soleado y callado, nada parecía estar vivo después de un 31 de diciembre.

—¡Ey!

Sus ojos volvieron a cerrarse. Lucia pálida. Su madre vio su cabello oscuro contrastar con su piel de una forma enfermiza. Estaba cálida.

—Despierta —Su voz era gentil—. Es tarde.

Sus manos suaves movían sus hombros para que despertara, podía tener fiebre, pero todo estaría bien si despertaba. Un suspiro de alivio se le escapo cuando miro sus ojos oscuros enfocarse en ella.

—Que suerte la tuya, enfermándote el día de tu cumpleaños —continuo diciendo su madre.

Celeste refunfuño y giro sobre la cama para cubrirse con las sábanas, le molestaba la luz del cuarto, lo único que quería era dormir, ella vagamente recordaba que era el primer día del año y era su cumpleaños.

Su madre no dejo que volviera a caer en el sueño y con cuidado la ayudo a sentarse en la cama.

—¿Cómo te sientes? —pregunto.

Su hija la miraba a través de sus pestañas son los ojos entrecerrados.

—Me duele la cabeza y quiero dormir —respondió Celeste.

—¿Qué hay de la fiebre?

Celeste frunció el ceño.

—No tengo fiebre —dijo Celeste.

Su madre volvió a tocar su piel y estaba fría. Miro las sábanas azules desconcertada. Estaba tan fría como el hielo en la nevera.

—Si en un rato no te sientes bien iremos al médico. Te traeré la comida.

Celeste volvió a refunfuñar, solo quería dormir, pero sabía que igualmente la obligaría a comer.

Ella no tuvo que esperar mucho, su madre salió y entro de su cuarto tan rápido que no le dio tiempo de volver a recuperar el sueño.

Sentía que la luz le escocía los ojos y el dolor de cabeza le atravesaba la frente de forma molesta.

Su madre acerco un plato con un emparedado. Al menos era algo que podía comer rápido. Pero no era lo único que traía en sus manos.

—Esperaba darte esto más tarde en tu fiesta, pero tú nunca haces las cosas que quiero.

La sonrisa que se extendió sobre el rostro de su madre enterneció a Celeste.

—El próximo año planificare no enfermarme —bufo Celeste.

Celeste bajo el plato y tomo la caja oscura que le entregaba su madre, era pequeña y suave, y al abrirla el brillo de la cubierta plateada del relicario la hizo pestañear dolorosamente.

Su madre no espero para tomar su regalo sacarlo de la caja y colocarlo en torno el cuello de su hija. El relicario era simple, incluso soso, sin más decoración que su brillo.

—¿Qué foto tiene dentro? —pregunto Celeste.

—Ábrelo cuando te sientas mejor.

—Gracias —dijo a la ligera mientras colocaba el plato a un lado y se cubría con las sábanas.

Ella miro a su hija con algo de resignación antes de salir del cuarto.

Celeste no comió, cerró los ojos, y su madre apago la luz antes de salir pero ella jamás alcanzo el sueño, se movía en la cama como si estuviera llena de hormigas, había momentos en que su dolor de cabeza disminuía y creía que desaparecería pero solo regresaba con más intensidad.

Cuando decidió que debía ser momento para levantarse de la cama ya era de noche, y una ligera capa de sudor le pegaba el cabello a la nuca, sentía las gotas bajar de sus pechos, gruesas y frías. Se arrastró sobre la cama y cayó al suelo cuando sus piernas le fallaron. Sentía que no tenía fuerzas y cuando abrió la boca para llamar a su madre la voz le salió como un pequeño hilo. No podía moverse y sentía que sus músculos se quejaban del dolor cada vez que lo intentaba.

Pero lo peor era su cabeza, le dolía como si tuviera clavos atravesándola. El sudor se había acentuado en su piel, pero el frío agarrotaba sus extremidades. Sus ojos se cubrieron con una película delgada, los pestañeos se incrementaron tratando de ver entre manchas blancas.

Celeste nunca había experimentado algo parecido, nunca había sentido de verdad que su vida dependía de que su madre la ayudara. Su vida nunca había dependido de nada.

La intensidad del malestar solo fue incrementándose con los minutos. Lágrimas salieron confundiéndose con las gotas perladas del sudor. Dejo de luchar y simplemente se limitó a tomar cada bocanada de aire como si fuera la última, creyó sentir algo, ver movimiento entre las sombras y un hombre se alzó frente a ella.

Parecía haber llegado de la nada, estaba vestido con un pulcro traje oscuro, se movía despacio y la miraba con la cabeza ladeada, era como un crítico de arte viendo una escultura en un museo. Celeste apenas lo podía mirar entre pestañeos, pero él mismo podía ser una pieza de arte.

El cabello rubio brillaba como oro pulido y le caía a los lados del rostro, un rostro joven, mucho más joven que ella, los ángulos suaves se equilibraban con tanta armonía que Celeste recordó vagamente la pintura de un ángel.

En ese momento estuvo segura que era el final.

Él la miro mientras su cuerpo se retorcía ligeramente, sabía que era un agonía, lenta y dolorosa. Camino por la habitación, las paredes tenían un descolorido tono morado, y había pilas de ropa amontonada en una esquina, todo era tan insulso y común que se asqueo que alguien tan importante saliera una habitación así.

Escucho le latido desenfrenado de la chica a sus pies, sabía que en cuanto terminara no habría forma de controlarla.

Se agacho y la levanto en sus brazos, era tan liviana como una almohada. Ella se quejó, apenas pudo emitir un susurro ahogado.

Salió del cuarto con ella en brazos, las luces de la casa estaban apagadas, pero él miraba con la caridad del día. No miro a nadie en particular, nadie allí era tan importante como la persona en sus brazos.

—Traigan a la humana. Nos vamos —ordeno. Su voz era una seda, aterciopelada y suave. Todos en la habitación se movieron tan rápido que eran borrosas sombras.

La madre de Celeste fue sacada de su habitación, tenía moretones oscuros en sus brazos. Miraba a las personas a su alrededor con horror, demasiado hermosos y demasiado brutales.

Miro a su hija con pánico colgando en los brazos de un niño. Sus rasgos apenas lograba rasguñar los 15 años, pero su belleza era tan brutal como una daga de oro. La madre de Celeste pensó en historias de ángeles vengadores, forrados de oro pero antes de que pudiera ver algo más todo se volvió oscuro.

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