Tierra de Nadie

La entrada fortificada con docenas de guardias armados, muros de plata demasiados altos para saltar, y en la cima arqueros lo recorrían con un arco en una mano y una flecha en la otra. Pasillos armados con defesas para contener escapes y motines, y todo diseñado por él.

«No hay muchas salidas» pensó, pero ni él sabía cómo huir sin que nadie lo notara.

Javier se paseaba perezosamente por su biblioteca. Los estantes eran montañas de libros, él era capaz de decir la trama a la perfección de cada uno de ellos, pero en ese momento le costaba recordar algunos, toda su concentración estaba en los planos que se desparramaban en el suelo.

Él mismo había levantado cada muro, cada habitación. Había diseñado una cárcel de la cual no podía salir. Era un genio atrapado en su propia creación.

Cuando las puertas de la biblioteca se abrieron Javier miraba una de sus copias del arte de la guerra. Recordó el día en que lo convirtieron, su pueblo había sido masacrado y apenas había sentido el dolor de la transformación. Se movía buscando a su familia y solo había encontrado una manta con Matías envuelto en ella, tan pequeño que ni siquiera había aprendido a balbucear.

—¿Has leído el arte de la guerra? —pregunto Javier girando para ver a Cristian.

Físicamente era mucho mayor que Matías pero en realidad era tan joven que Javier dudaba que hubiera hecho algo diferente a jugar videojuegos.

—No mi Señor —respondió Cristian.

Él era de la misma estatura de Javier, pero parecía un niño juguetón, con su cabello brillante y cobrizo como una moneda pulida de bronce.

—¿Qué es para ti la guerra?

Cristian se revolvió incomodo bajo la mirada de Javier.

A Javier le gustaba el poder que se sentía incomodando a alguien sin tener que estar forrado de metal. Él simplemente tenía unos pantalones que le caían sueltos a los lados y una camiseta con manchas de humedad.

—Ejércitos peleando —respondió Cristian no sintiéndose del todo seguro, jamás había estado en una guerra.

—Deberías leerlo —Había esperado una respuesta más escueta, pero Javier no necesitaba a alguien listo, necesitaba a alguien leal—. Porque estamos en guerra.

Javier no había dejado de recordar a Matías, al chico que había cuidado, sus primeros pasos, sus primeras palabras y trato de desterrar el pensamiento que el bebé que había cuidado y criado algún día lo mataría.

—¿Lo estamos?        

—Esta noche entraremos a las celdas y sacaremos a alguien que no debería de estar allí. Trae armas suficientes para tres y que nadie lo sepa —Le ordeno Javier.

—¿Usted puede hacer eso? escapar de Tierra de Nadie —pregunto Cristian.

—Yo puedo hacerlo todo.

*******

Cristian estaba seguro que el sudor del cuello estaba empapando la camisa, o al menos eso sentía. Cuando era humano y se podía nervioso sudaba del cuello, pero él sabía que la sensación solo era una especie de reflejo fantasma, ahora que no era humano no podía sudar, ni dormir, aunque si se tomaba la molestia de darse duchas de vez en cuando para sentir el agua caer, pero tampoco necesitaba ducharse.

Mientras caminaba veía las paredes de Tierra de Nadie como si nunca las hubiera visto. Siempre le había parecido como un castillo medieval, los muros eran tan altos que no dejaba ver la luz del sol hasta que era medio día y las paredes tan gruesas que incluso a ellos les costaba escuchar entre ellas.

Los cruces entre los pasillos eran tan estrechos que solo podía caminar una persona y la mayoría desembocaban en espacios abiertos. Cristian solo había pasado un par de años allí pero había visto tantos intentos de escape que ya no se asombraba cuando terminaban en muerte. Los recién llegados normalmente eran humanos que tenían horas o incluso días transformados, no saben lo que son, ni dónde están y la desesperación los llevaba a ser estúpidos.

Pero Javier era todo menos estúpido. Aunque Cristian aún no lograba descifrar como hará que alguien escape. Él no lograba dar doce pasos sin toparse de frente con un guardia, todos vestidos de gris y con una espada corta colgando de la cadera.

Iba a la armería, nadie le preguntaba nada, ni lo miraba extraño. Su trabajo dentro de los muros era hacer inventario de armas.

La armería estaba tal cual como la había dejado ayer. Una extensa habitación con hileras de estantes de plata que contenían miles de armas, todas de plata. A Cristian le gustaba llamar al lugar la habitación plateada.

—¿Qué haces aquí? El nuevo inventario llega mañana.

Cristian trago en seco cuando giro y miro a Cecilia, tan bella que siempre lograba aturdirlo.

—¡Eh! —balbuceo él. El cabello oscuro de Cecilia caía como una cascada oscura— No termine ayer.

Cecilia lo miro con el ceño fruncido y apretó con fuerza los puños a los lados. Ella había olvidado cuantas veces le había pedido a Javier que lo cambiara de lugar y lo pusiera tan lejos que no tuviera que verlo jamás. Pero aparentemente Cristian no sabía hacer más nada que clasificar armas, y aun así era demasiado lento para eso.

—Haz lo que vas a hacer rápido, me tengo que ir.

Cristian estuvo a punto de preguntar a donde iría, ninguno de los dos estaba en ningún puesto que le permitiera salir de los muros. Pero decidió que era mejor asegurarse de hacer las cosas bien para Javier.

Camino por los pasillos sin discreción, Cecilia jamás le había prestado el mínimo de atención y no creía que empezaría ahora. Fue sencillo abrir los estantes tomar tres espadas, un arco y un carcaj con sus flechas. Pero una vez en sus manos se paralizo. No había pensado que lograría llegar tan lejos y no tenía ninguna estrategia pensada, así que siguió su instinto y rezo por un milagro.

Lanzo las armas en el carrito de desperdicios y comenzó a rodarlo hasta llegar a la puerta. Cecilia ni siquiera lo miro mientras pasaba por su lado, pero no era ella lo que le preocupaba.

Cada guardia tenía la orden de revisar todo lo que entraba y salía de todas las habitaciones. Los guardias no tenían ningún patrón de vigilancia en específico. Ellos prácticamente vagaban por todo Tierra de Nadie.

Pero para la sorpresa de Cristian no se topó con ningún guardia desde la armería hasta la biblioteca. No creía mucho en los milagros pero ese parecía ser uno. Por un momento pensó en porque Javier lo había mandado a él a buscar las armas. Javier era señor de Tierra de Nadie, él podía entrar a la armería, salir con todo un arsenal y nadie diría nada. Tal vez había sido él, el responsable de no haber visto a ningún guardia.

Se sintió tan confiado que cuando abrió la puerta de la biblioteca y vio el cabello rubio de Matías, no se sintió amenazado.

Matías miro a Cristian mientras Leonardo se materializaba a su espalda y lo sujetaba del cuello.

*******

Celeste había dejado de sentir los brazos, y comenzaba a no sentir el resto del cuerpo. Era como si hubiera algo en ser tratada como piñata que la adormecía como un sedante. El Niñotraje entraba y salía como un torbellino dando golpes y escupiendo. Ella sabía que había algo muy mal pero con cada minuto le importaba menos.

Cuando la puerta de la celda volvió a abrirse ni siquiera se molestó en prestar atención, se quedó quieta esperando los golpes, la ira incontenible, pero en su lugar sintió delicadeza. Las manos frías le desataban las muñecas y la dejaba en el suelo suavemente.

Celeste lloro, no creía merecer aquello, y por un segundo prefirió los golpes.

—¿Quién eres? —pregunto ella.

Trataba de abrir los ojos pero no se sentía con suficiente fuerza. Sintió que le colocaba algo cálido en los labios y el líquido espeso bajo por su garganta, tenía el sabor embriagante de la sangre pero diferente, más amortiguado.

Luego sintió un pinchazo en el brazo. Y cuando tuvo fuerzas para abrir los ojos, miro el cabello oscuro, alborotado y salvaje, como si recién se hubiera levantado de la cama. Sus ojos eran tan oscuro como su cabello y el costado de su rostro estaba roto. Celeste no logro entender que era una cicatriz de inmediato, no lucia como ninguna cicatriz que haya visto antes. Era como una grieta en una piedra.

—Soy Javier Señor de Tierra de Nadie.

Javier la ayudo a ponerse de pie antes de alejarse unos pasos e inclinarse delante de ella.

Celeste lo miro desconcertada era alto pero de músculos delgados. Estaba vestido con pantalones de pijama y una camiseta de algodón estampada con flores, esa combinación junto con las correas de cuero, que sujetaban dos espadas en su espalda, lo hacía parecer extraño. Incluso sin las dos espadas Celeste cruzaría la calle solo para evitar caminar cerca de él.

—Admito que te recordaba más alta —Le dijo Javier mientras le daba un peto de plata.

Era demasiado grande para ella. Celeste lo tomo todavía mirándolo desconcertada y sin saber muy bien qué hacer con un peto.

—Póntelo, vamos —vocifero Javier.

Celeste no se movió. Las muñecas le ardían, los brazos le dolían y se sentía con más ganas de dormir que de huir.

Javier murmuro unas disculpas que apenas Celeste alcanzo a escuchar antes de sacudirla y zarandearla dentro del peto. Él trato de no reírse ante la visión de Celeste, ella era tan pequeña que el peto parecía tragarla.

Luego desenvaino una de las espadas e hizo que Celeste la sujetara del pomo. Ella sentía molesto el peso del peto y de la espada. El cuerpo le dolía por el esfuerzo pero había algo familiar en todo aquello, como si siempre lo hubiera hecho, y ella ni siquiera le gustaba los videojuegos de temática medieval.

—¿Qué pasa? —pregunto Celeste.

—Qué te vas a escapar y no vas a hacer nada ni en contra mía, ni en contra de Matías.

—¿Qué?

Javier tiro de ella. Sentía que estaba siendo más bruco de lo que quería pero el tiempo no era su aliado en ese momento.

Los alaridos de los humanos encerrados los rodearon cuando salieron de la celda. Javier quería correr, jamás le había gustado estar tan cerca de la miseria humana, pero Celeste apenas podía dar dos pasos sin tropezar.

—Matías el hombre que te encerró y te uso de piñata, cuando estés libre no harás nada contra él. Promételo.

 —Lo prometo —dijo Celeste no muy consciente de lo que prometía. No recordaba haber conocido a ningún Matías.

Se sentía confundida, el cuerpo le dolía cada vez más pero no recordaba del todo porque le dolía. Miraba a Javier y entre pestañeos parecía vestir un traje y tener el cabello rubio.

—¿Quién es Matías? —pregunto Celeste.

—¡Cristo! —vocifero Javier, parecía que trataba con una niña.

Salieron de las tumbas y Javier la guío por los pasillos estrechos. Tenía que caminar empujándola desde atrás. Tácticamente los pasillos eran los lugares perfectos para emboscadas, los había diseñado para contener, era el lugar donde estaban más vulnerables.

Los dedos de Javier le picaban por desenvainar su espada pero sabía que no era el momento.

Celeste solo podía mirar pasillos y más pasillos tan similares que sentía que estaba en un laberinto, hasta que el pasillo se abrió en un espacio abierto. Celeste levanto el rostro. No recordaba la última vez que había visto el sol, su brillo la hizo pestañear tantas veces que le tomo un momento notar la nieve lodosa que le llegaba hasta los talones y el gran muro que obstruía el horizonte.

En lo más alto del muro había arqueros que tensaron sus arcos y apuntaron sus flechas en cuanto los vieron cruzar el patio. Pero nadie disparo.

Javier hacía a Celeste casi trotar hasta la puerta. Por un momento creyó que eso sería todo, pero escucho pasos acercándose por atrás. Sabía que eso podía pasar, aunque tenía fe de que Matías recapacitaría.

Hizo a Celeste detenerse y girar. Ambos encararon a la guardia de Tierra de Nadie, todos con sus espadas desenvainadas, y a la cabeza estaba Matías con su perfecto traje.

—Se acabó Matías, los Cervus saben que está aquí la olieron en ti, incluso tienen un campamento afuera ¿Crees que no entrarán si nos tardamos mucho en sacarla?

—Esto es Tierra de Nadie, aquí no hay leyes —vocifero Matías.

—Pero hay reglas, si no cumplimos nuestras parte entonces ellos no respetarán la autonomía de Tierra de Nadie. Ya te dije, no pienso permitir que me mates. Sé que estas ansioso de liderar este lugar, pero cuando veas más allá de tu ego entenderás que haciéndose a un lado también se gana.

Matías sonrió. Celeste creía reconocer esa sonrisa y tembló de miedo.

—Ataquen —ordeno Matías.

Javier noto parte de la guardia moverse hacia adelante pero apenas dieron un paso cuando se detuvieron y miraron hacia los lados con suspicacia, hacia los guardias que no se habían movido.

Todos estaban vestidos con su uniforme gris y todos portaban las mismas armas. Nadie miro hacia arriba pero escucharon los arcos moverse. Javier había socavado motines antes pero este era muy diferente. Normalmente su enemigo no era alguien que le importaba.

—Porque no me sorprende —vocifero Matías manteniendo su sonrisa.

—Aún sigo siendo el Señor de Tierra de Nadie.

Javier desenvaino su espada y todo fue un desorden de espadas chocando y flechas cruzando el aire. Javier empujo a Celeste hacia las puertas, prácticamente arrastrándola. Una flecha se le clavo en el costado de ella y la tumbo al suelo.

Él sabía que necesitaba de algo mucho más grande para matar a alguien como ella pero comenzaba a sentirse inquieto de que muriera dentro de los muros. He hizo algo nuevo, algo que jamás había pensado que haría.

—¡ABRAN LAS PUERTAS! —grito. No muy seguro de quien lo haría, pero casi de inmediato escucho los engranajes quejarse por el movimiento y los Cervus rodearlos como un muro de escudos.

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