**SANTIAGO**El aire en el auto se siente denso, pesado, como si la misma atmósfera conspirara para recordarme la gravedad del momento. Estoy aquí, en el estacionamiento del juzgado, con una hora de antelación. No porque sea puntual, sino porque no sé qué más hacer. He estado dando vueltas por la ciudad, intentando encontrar alguna excusa para no llegar, pero mis pasos me trajeron aquí de todas formas.El traje que llevo puesto está impecable, como siempre. La camisa, en cambio, tiene los dos primeros botones desabrochados, dándole un aire más descuidado, menos estructurado. Tal vez porque, por primera vez en mucho tiempo, no me importa la imagen que proyecto. Sin embargo, mi reflejo en el retrovisor cuenta una historia completamente diferente. Me veo devastado. Porque así me siento. Porque no importa cuánto intente mantener la compostura, el vacío en mi pecho me delata.Exhalo con fuerza y me paso la mano por el rostro, frotándome los ojos en un intento inútil de aclarar mis pensamie
El frío del suelo del hospital se aferra a mi piel como un castigo silencioso, pero no tengo la voluntad de moverme. Estoy aquí, encorvado contra la pared, con los codos apoyados en mis rodillas y el rostro oculto entre mis manos temblorosas. Mi respiración es errática, entrecortada, como si el oxígeno fuera insuficiente para llenar el vacío que acaba de abrirse en mi pecho.No puedo pensar. No puedo reaccionar. Solo lo siento. Y lo que siento me desgarra. Un dolor primitivo, profundo, imposible de describir con palabras. Es como si una parte de mí hubiera sido arrancada sin previo aviso, dejándome hueco, vacío. No sabía que podía llorar de esta forma, con lágrimas que arden al deslizarse por mi piel, pero que no tienen la fuerza para aliviar nada.No estaba preparado. Nadie me dijo que la felicidad podía romperse en un susurro, que un latido podía apagarse antes de nacer. Nunca imaginé que sostendría en mi pecho un duelo por alguien a quien nunca pude conocer. Pero lo que más me dest
El silencio que nos envolvía era pesado, casi asfixiante, pero no más que la presencia del hombre que tenía frente a mí.— ¿Quién iba a imaginar que lograrías un gran aporte con este accidente? —Su voz rompió la quietud con una burla que me recorrió la piel como una brisa helada. Arrastraba las palabras con lentitud, como si disfrutara degustándolas antes de escupirlas con veneno.Levanté la mirada, obligándome a enfrentar sus ojos oscuros, esos que siempre parecían analizarlo todo con un cálculo perverso. No podía permitir que viera el temblor en mis manos ni el nudo que se apretaba en mi garganta. Sabía con quién estaba tratando. Desde niña, lo había observado desde las sombras, aprendiendo que era un hombre al que nadie le decía que no, que conseguía lo que quería sin necesidad de alzar la voz ni ensuciarse las manos.Él. Nadie más que el famoso señor Montenegro, padre de Leonardo.Su sola presencia alteraba el aire de la habitación, haciéndolo más pesado, más denso. Tenía ese tipo
**SANTIAGO**El pitido constante de las máquinas perfora el pesado silencio, un recordatorio cruel de lo frágil que es la línea entre la vida y la muerte. Mis músculos están rígidos, como si hubiera pasado una eternidad en esta silla, cuando en realidad solo han sido unas horas. Horas en las que el tiempo se ha vuelto una tortura, una prisión de incertidumbre donde el único consuelo es que Andrea sigue respirando.Paso una mano por mi rostro, sintiendo el ardor en mis ojos cansados. Intento cerrar los párpados, aunque sea por un instante, pero el simple acto de pestañear es suficiente para traer de vuelta la imagen que me atormenta: su cuerpo desplomado, Los médicos rodeándola, las voces urgentes de las enfermeras cortando el aire con órdenes rápidas. Veo las compresiones torácicas, el movimiento rítmico e implacable de unas manos desesperadas tratando de devolverle el aliento. Luego, el sonido del desfibrilador cargándose, el parpadeo de las luces en la pantalla, el grito del doctor
**ANDREA**Camino por el pasillo amplio y silencioso de nuestra casa, una mansión más grande de lo necesario, fría como nuestro matrimonio. Las paredes están decoradas con un minimalismo impersonal, como si alguien hubiese contratado a un decorador con la única instrucción de que eliminara cualquier rastro de calidez. Cada rincón parece gritar que aquí no hay lugar para mí, como si fuese una intrusa en mi propia vida.He sido la esposa invisible de Santiago Benavides durante tres años. Tres largos años en los que él apenas ha notado mi presencia. Desde el principio, nuestro matrimonio fue un acuerdo más que una unión. Dormimos en habitaciones separadas; las de él son amplias y lujosas, en cambio yo prefiero que las mías sean prácticas y sobre todo que estén apartadas. Él solo aparece para desayunar, y algunas noches duerme aquí, aunque nunca conmigo. En el fondo, esta casa es más su escondite que un hogar compartido. Lo veo tan poco que a veces me pregunto si realmente vivimos bajo el
Me despierto con la iluminación de un sorprendente sol que atraviesa las cortinas de mi habitación. El contraste con el cielo gris de la tormenta de ayer me recuerda que hoy todo parece más claro, más despejado, como mi mente y mi corazón. Una sensación de determinación se instala en mí mientras me incorporo y dirijo hacia el baño.El agua caliente del duchazo me envuelve, como si lavara no solo mi cuerpo sino también los restos de la angustia de la noche anterior. Mi mente repasa las decisiones que debo tomar. Hoy todo cambiará. Mientras me alisto, tomo mi teléfono y grabo un mensaje de voz para mi asistente:—Anastasia, informa que he vuelto de mis vacaciones. Quiero que todo esté listo para mi llegada esta mañana. Gracias.La respuesta llega minuto después:—Señorita Rojas, ya todo está preparado. El equipo está al tanto y esperan su llegada.Sonrío levemente al escucharla. Esa confirmación me llena de energía. Camino hacia mi armario, donde una variedad de trajes elegantes y sobri
**SANTIAGO**El dolor de cabeza es insoportable, como un tambor constante que no deja de resonar en mi mente. Anoche no dormí ni un segundo. Me quedé atrapado en mis pensamientos, girando en un remolino de arrepentimientos por decisiones pasadas, dudas que no tienen respuesta, y el futuro que intento construir pero que, en este momento, parece una figura borrosa en la distancia.Estoy sentado en el sillón de mi despacho, el lugar donde me desplomé esta mañana, vencido por el cansancio y el insomnio. Mis ojos arden, pero lo peor es este mareo que me invade cuando intento levantarme. Apoyo las manos en el escritorio, buscando estabilidad, pero no el encuentro ni en mi cuerpo ni en mi mente. Esta migraña no cede, como si fuera un castigo por todo lo que llevo acumulando dentro. Me dejo caer de nuevo en la silla, incapaz de ignorar el peso de mis propios pensamientos.Andrea. Su nombre me golpea como un eco en la cabeza. Desde que conocí a Andrea en la universidad, supe que había algo en
Llegué al hospital con el corazón acelerado, una mezcla de preocupación y cansancio reflejada en mi rostro. Me acerqué a recepción, donde una enfermera me recibió con una mirada profesional pero amable.—Buenas noches. Estoy buscando a la paciente Valeria Rojas —dije, tratando de sonar sereno, aunque mi voz traicionaba mi nerviosismo.La enfermera tecleó algo en su computadora y luego levantó la vista hacia mí.—¿Qué relación tiene con la paciente?Por un momento dudé. La palabra “pareja” se atascó en mi garganta, pero finalmente la pronuncié con firmeza.—Soy su pareja.La enfermera asintió, sin mostrar sorpresa alguna.—Se encuentra en el quinto piso, habitación 514.—Gracias.Me dirigí hacia el ascensor, sintiendo un nudo en el estómago. Mientras ascendía, mi mente no paraba de divagar. Pensaba en lo que encontraría al llegar, en si Valeria estaría bien, y también en cómo todo esto afectaba mi vida.Cuando llegué a la habitación, la encontré acostada, conectada a una intravenosa. S