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Los polvorientos caminos de la Villa lo vieron aparecer

sin prisa, arrastrando sus años como una sabiduría pesada. Se detuvo en una esquina que señalaba el cruce de dos

calles especialmente anchas y contempló hacia los cuatro

vientos. El paisaje era idéntico, mirara para donde mirara.

Las casas chatas permitían que los ojos no tropezaran casi con nada. El sol reverberaba en los techos de las casillas

breves y aumentaba la sensación de soledad y vacío. A

unos cuarenta metros de donde él se había detenido, un

grupo de perros revolvía un gigantesco montón de basura buscando la comida del día. Cerca de allí, un almacén

cobijaba seis o siete cervezas que se guardaban del calor.

Las cervezas mataban el aburrimiento de la media mañana, dejando que pasara el tiempo y sintiendo la cercanía

del cuerpo ajeno. No hablaban las cervezas. El silencio era

un homenaje al otro. Una forma de estar juntos. Enseguida

del almacén empezaban los pasillos, donde las ventanas

de una casa se enfren
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