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Todo fue simple para Nueve. Solo tuvo que dejar que

su alma hablara, o gritara o pegara alaridos. No importa

ba. Eleazar apenas estaba allí para escuchar esos sonidos.

Las cosas fueron bastante más difíciles para Sandra.

Cuando Bardo supo que su culorroto —como él lo nom

braba— entraba en el horizonte de su hermana, le prohibió que lo viera. Pero Sandra no había sido amasada con

timideces y le habló sin rodeos al hermano mayor:

—Bardo, te lo voy a decir cortito, así lo entendés: nome-jo-das.

Bardo intentó, entonces, el castigo corporal. La agarró

del pelo y trató de llevarla afuera de la casa para que el

barrio entero viera el escarmiento, pero una certera patada de la chica en la entrepierna del hermano justiciero lo

convenció de no hacerlo, y lo convenció del todo. Se quedó en el piso lamentando su iniciativa y pensando que tal

vez no sería mala idea dejar que Sandra hiciera de su vida sentimental lo que ella quisiera. Esa noche le pidió que

al menos no lo llevara a la casa.

De esa
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