primeras horas del día eran duras para él. Se había acos tumbrado a que cuando aparecía por la cocina ya estábil el mate listo y alguna cosa para masticar. Ahora, esas pe quenas ceremonias cotidianas tenían que encontrarlo a él como planificador, antes que como ejecutor. Eso le moles taba porque le indicaba a fuego que Eleazar ya se había ido, que no iba a volver, que él estaba solo de nuevo y que el mundo volvía a estar lleno de enemigos. Además, el negó ció tenía que estar abierto más o menos a la misma hora de siempre. Los clientes no habían resentido mucho la au sencia del maestro porque, tal como el viejo había previs to, la habilidad del aprendiz los había convencido de que el taller les garantizaba la misma calidad y rapidez de an tes en las reparaciones. Pero había que levantar la cortina, atender a los dueños de autos más madrugadores o más necesitados, iniciar los primeros diagnósticos para determinar los ritos más adecuados a los efectos recupérate rios, lle
Ya estoy podrido de hacer eso todos los días. El Hugo tiene razón. Esto termina con un cuetazo en la cabeza. En lanuestra o en la de otro, y yo no quiero ninguna de las dos.Pero esta es mi vida, viejo, ustedes hagan la suya. Yo veré después qué mierda hago.Por ese día el hacer de Bardo se redujo a lo de siempre. Ir hasta la casa de Hugo, que ya había cerrado la carpintería y empezaba su transformación cotidiana enElizabeth.—Hola, Bardón —dijo ella—. ¿Cómo pinta todo?—¿Qué tal, Eli?, ¿cómo pinta? ¿Yo qué sé? Estos díaslo veo todo negro, así que si pinta de algún color, será negro nomás.—¿Y el plan?—Eso parece que marcha bien. Todo lo que planeamosestá saliendo como habíamos pensado. Y sin embargo nosé. Tengo como un presentimiento de que algo está fallando en algún lugar. Ya revisé todo punto por punto variasveces y no la veo. Aunque la piense y la repiense, no la veo.—¿Y por qué no paras la cosa hasta que estés seguro?Bardo miró a Elizabeth como pidiéndole que se quedara
el corbatero, la camisa en el estante, el pantalón en la percha y meterse de nuevo en la cama, porque maldita seael maldito tiempo y el maldito destino que me hizo ponerme todo eso para estar en esta maldita esquina en este maldito segundo y ese auto se ha vuelto loco porqueviene derecho hacia donde estoy yo con mi corbata pantalón camisa y mi cara de imbécil que debería estar durmiendo y estoy aquí muriéndome.Tres días seguidos volvió Bardo a la carpintería y la encontró siempre cerrada y sin su propietario adentro, loque terminó de confirmar sus certezas. "Ya está —se dijo—, esta soledad que se me vino encima es la señal quenecesitaba. Mañana damos el golpe."Averiguó los detalles finales. Todo parecía indicar queMuchomeo había hecho la parte que le tocaba con solvencia. Bardo reunió a su estado mayor en su casa, aprovechando que la madre había viajado al interior con los hijosmás chicos y que Sandra estaba en el taller, ahora que tenía un descanso en su papel de madre susti
Poco más o menos a esa hora de la todavía recién estrenada mañana, golpean en la casa de Bardo. Él ya está levantado porque está esperando noticias del Pelado y piensa que puede ser él, pero se equivoca. Es Nueve. Bardo se alarma pensando en Sandra. —¿Qué pasa? —pregunta con una inquietud que se le dibuja en la mirada. —Nada, no te asustes. Te venía a avisar solamente. Acabo de internarla a la Sandra. Está todo bien. Los médicos calculan que en unas horas va a parir. Yo la dejé un ratito para venir a avisarte. ¿Qué vas a hacer? Bardo lo mira antes de responder y piensa que ya el rencor se le murió adentro y que ahora Nueve es apenas el hombre que eligió su hermana, o tal vez empiece a ser, nada menos, el hombre que eligió su hermana. Todavía no lo sabe, pero no tiene urgencia por encontrar la verdad. Ya tendrá tiempo para averiguarlo cuando acabe el día que está apenas empezando. Ah, tiene que hablarle a ese muchacho tan parecido a él que se quedó esperando una respues
"Ah, ah, ah, ah, ah, dale nena, dale, como te enseñaronen el curso, puja, puja un poco más para terminar de acomodarlo, después va a salir como escupida de músico."I "Ah, ah, ah, ah, ah, ¿estás aquí, mi amor?" "Sí, acá estoy,Sandra, no te asustes, que va todo bien eso." "Habíale a tumarido, reinita, pero no dejes de pujar y no tengas miedoporque a las primerizas siempre les cuesta." "Ah, ah, ah,ah, ah." "Eso es, chiquita, eso es, ya casi lo terminaste de acomodar, te estás portando como una diosa, pucha que elegiste un día para parir, ¿eh?"Hace un calor de locos. Sí, la máquina está en su lugar.Pronto llegará a la puerta del destacamento para decirleslo que tiene que decirles. ¿Cómo era? Sí, ya se acuerda:"Cuándo querrá el Dios del cielo/que la tortilla se vuelva...""fe, van a pensar que vengo de una casa de comidas,pero nada de morfi, no señor, nada de morfi. Vengo a gritarles que está mal, que está todo mal, pero mal en serio,y que tengo un límite que no voy a pasar nun
Para el viaje hacia atrás en el tiempo hay que pagar cuatro libras esterlinas: ese es el precio de laentrada al Museo de la Infancia de Bethnal Green. Imi empieza a contar las monedas que acaba deencontrarse en el bolsillo. Son casi las siete ya, y el museo está a punto de cerrar. La verdad es quepodrían hacer una excepción y permitirle entrar de tapadillo. Pero la señora de la taquilla es fiel alas reglas y ni se le pasa por la cabeza.Por fin las encuentra.–¡Cuatro esterlinas exactas! –exclama Imi mientras va hacia ella, pero la cajera ni le sonríe ni seenternece ante la impaciencia que lleva escrita en cualquier parte de su rostro. Se limita a mirarlosin emoción, y cuando él da comienzo a la visita del museo, ella vuelve a clavar la vista en el vacíoque tiene delante. Inmóvil, como una muñeca alelada.En las vitrinas polvorientas, los viejos ositos de peluche, los trenecitos con sus vagones demadera coloreada, las peonzas de cuerda, los automóviles a pedales y los caleidos
...)Hoy los niños del orfanato se han tapado la cara con pequeños adhesivos en forma de corazón.La verdad es que los llevan pegados por todas partes: sobre la frente, sobre la barbilla, por lasmejillas, alrededor de los ojos e incluso sobre la punta de la nariz. En el gran caldero de cobre, elgulasch lleva ya un buen rato cociéndose y su aroma se difunde entre los árboles del parque quees una maravilla.Lóránt y Laci, entre tanto, compiten en recoger ramitas para alimentar las brasas; Marcell yGabor cantan las canciones de los Queen en un inglés aproximado; David procura atraer laatención general realizando espectaculares cabriolas; Konrád e István discuten acerca de lasproezas de sus futbolistas preferidos.Mientras tanto, Árpád –escondido detrás de un banquito– está robando los piñones tostadosque adornan los bordes de las tartas, pero es descubierto a tiempo. Es Ádám quien da elchivatazo:–Otti neni Árpi tarta idé –le dice a una de las institutrices en su misterioso idiom
El día en el que Imi abandonó el orfanato llovía. Los niños se fueron despidiendo de él porturno: los mayores no lloraron. Los pequeños sí. Imi se dirigió a pie, solo, hacia la pequeñaestación verde de Landor. Como siempre, le pareció un lugar tétrico: los cristales hilados de lasala de espera, las pintadas de amor en las paredes de los baños, la taquillera prisionera en sugarita con los visillos de encaje amarillentos por el tiempo, los billetes escritos a mano, el reloj deplástico negro con su ruidosa manecilla de los segundos y las vías herrumbrosas, que acaban allí,porque Landor es la última estación. El final de Hungría, pero también el principio del resto deEuropa.Imi había estado esperando aquel viaje durante mucho tiempo y miles de veces al menos se lohabía imaginado, antes de quedarse dormido. Había fantaseado también sobre el últimomomento de todos: aquel en el que el jefe de estación, que llevaría un gorro rojo –cómico y unpoco circense–, atravesaría a la carrera