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térica y que ahora se encargaba de la enorme mayoría de

las reparaciones, ante la mirada complaciente de Eleazar.

—Pero no es eso lo que te quiere decir, amor —lo interrumpió la muchacha—. No te está hablando solamente de que en algún momento te va a dar todo lo que sabe.

Creo que es algo más. A mí me parece que se está despi

diendo.

—¿Por qué despidiendo?

—Eso no lo sé. Tendrías que preguntárselo a él. Pero a

lo mejor es verdad lo que dijo el otro día. Tenes que empezar a leer mejor en la cara de la gente o vas a tener pro

blemas.

Cuando llegaron, el taller estaba ya como el día.

Totalmente a oscuras. Abrieron la puerta con cuidado y, antes de que la mano de Sandra pudiera acercarse a la llave

de luz, la voz de Eleazar la detuvo.

—No prendan nada. No quiero ver —dijo desde el fondo del taller la figura que se adivinaba sentada en el piso

frío de cemento—. Vengan, siéntense aquí conmigo.

Los chicos buscaron dos almohadones que usaban siempre para esos casos y se sentaron frente al vie
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