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El día en el que Imi abandonó el orfanato llovía. Los niños se fueron despidiendo de él por

turno: los mayores no lloraron. Los pequeños sí. Imi se dirigió a pie, solo, hacia la pequeña

estación verde de Landor. Como siempre, le pareció un lugar tétrico: los cristales hilados de la

sala de espera, las pintadas de amor en las paredes de los baños, la taquillera prisionera en su

garita con los visillos de encaje amarillentos por el tiempo, los billetes escritos a mano, el reloj de

plástico negro con su ruidosa manecilla de los segundos y las vías herrumbrosas, que acaban allí,

porque Landor es la última estación. El final de Hungría, pero también el principio del resto de

Europa.

Imi había estado esperando aquel viaje durante mucho tiempo y miles de veces al menos se lo

había imaginado, antes de quedarse dormido. Había fantaseado también sobre el último

momento de todos: aquel en el que el jefe de estación, que llevaría un gorro rojo –cómico y un

poco circense–, atravesaría a la carrera
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