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(...)

Ahora son casi las ocho y, dentro de poco, en la sala del dormitorio, se apagarán las luces. Los

niños están poniéndose sus pijamas descoloridos, que tienen siempre las mangas demasiado

cortas o demasiado largas, y que –con los años– han pasado de mano en mano, de remendadora en

remendadora.

Berta neni les da un beso a todos en la frente y se retira en su cuartito, feliz de que los niños

hayan pasado un día inolvidable.

«Es increíble la de veces que la felicidad puede reinar en un sitio como este», piensa. Y se da

cuenta de que, tal vez, la felicidad no dependa tanto de lo que se posee, sino de saberse resignar a

lo que no se tiene.

(...)

A pesar de sus cincuenta y dos años, Lynne sigue vistiéndose como una chica joven. Se adorna

el pelo con mariposas de colores y se pone faldas cortas y ceñidas, demasiado incluso.

«Baby Jane Hudson» la ha apodado con malicia su vecina. Y, sin embargo, cada vez que se mira

al espejo, Lynne se siente feliz con su aspecto. Es una mujer despreocupa
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