los derrotaron y los hicieron huir. Esa mañana Dios derrotó a Alá y el conde Drakul cabalgó victorioso sobre los cadáveres de sus enemigos, y dicen que reía, mientras su espada se afilaba una y otra vez sobre los cuellos de los hombres odiados. En desbandada y llenos de pánico y rencor, unos pocos sarracenos lograron esquivar la furia de ese demonio y huir a regiones donde no pudiera encontrarlos la sed de ese filo terrible. Huyendo sin sentido, encontraron un castillo perdido entre los Cárpatos y a un campesino tembloroso. Le preguntaron quién habitaba allí y, cuando el hombre respondió que era la morada del noble señor de aquellas tierras, el siempre bienamado conde Drakul, los fugitivos planearon una venganza cruel. Cortaron la cabeza del campesino y la desfiguraron, y le arrancaron los cabellos. Cuando fue imposible reconocer algún rasgo en ella, la metieron en una bolsa de tela y cabalgaron hacia el castillo. Se detuvieron ante el portón principal solo para gritar que e
caer por la Villa cuando quieran y hacer lo que se les cante. Vamos a entrar por la avenida porque a esta hora hay mucha gente y no se les va a ocurrir hacernos una trampa. Vamos, cuando estemos cerca de El Trópico se van para donde dijimos. —Vamos —ordenó luego de una breve pausa. Y fueron. Todos. Como soldados romanos al asalto de Masada. Pero llevaban navajas en lugar de lanzas. Y un 22 largo. El Jefe había dispuesto su escaso mecanismo de defensa con sabiduría. En ese momento, Nueve pensaba en la historia de Drakul y en eso de que los pocos fueron más poderosos que los muchos, y pensaba también que algo así debería suceder si querían salir bien parados de la que se venía. Sabía que la tropa de Bardo era bastante más numerosa que la propia y confiaba en que la suerte que acompañó al conde de los Cárpatos le fuera igual de propicia a su grupo. Estaban bien distribuidos, pero no eran demasiados, y solo algunas navajas y un par de armas de fuego abultaban sus bolsillos. La
Los polvorientos caminos de la Villa lo vieron aparecer sin prisa, arrastrando sus años como una sabiduría pesada. Se detuvo en una esquina que señalaba el cruce de dos calles especialmente anchas y contempló hacia los cuatro vientos. El paisaje era idéntico, mirara para donde mirara. Las casas chatas permitían que los ojos no tropezaran casi con nada. El sol reverberaba en los techos de las casillas breves y aumentaba la sensación de soledad y vacío. A unos cuarenta metros de donde él se había detenido, un grupo de perros revolvía un gigantesco montón de basura buscando la comida del día. Cerca de allí, un almacén cobijaba seis o siete cervezas que se guardaban del calor. Las cervezas mataban el aburrimiento de la media mañana, dejando que pasara el tiempo y sintiendo la cercanía del cuerpo ajeno. No hablaban las cervezas. El silencio era un homenaje al otro. Una forma de estar juntos. Enseguida del almacén empezaban los pasillos, donde las ventanas de una casa se enfren
La madre no está y el funcionamiento de la casa queda a su cargo. —Hola, Sandri —saludaron los hermanos menores. —Hola, enanos —dijo la nena. Bardo no estaba todavía. Buscó en la heladera, buscó en el armario y preparó todo para el almuerzo. Cuando estaban por terminar, llegó el hermano mayor. —¿Te sirvo? —preguntó Sandra, sin averiguar sobre las causas de la demora. —No, ya comí por ahí —respondió él, sin explicar nada. Pocas palabras hay en la casa. Bardo no es de muchas y Sandra ha crecido mirándose en ese espejo. Tienen casi la misma edad. Se llevan apenas lo indispensable para gestar un bebé nuevo, luego de haber tenido uno. Diez meses después de Bardo, llegó la muchacha que ahora levanta la mesa, mientras los menores salen a jugar a la cancha y el mayor pone música. Sandra termina y ella también sale a la calle, alsiempreafuera, al de todos los días. Hace unas cuadras para cualquier lado y finalmente elige un rumbo, hacia la carpintería donde la está esperando Hug
Todo fue simple para Nueve. Solo tuvo que dejar quesu alma hablara, o gritara o pegara alaridos. No importaba. Eleazar apenas estaba allí para escuchar esos sonidos.Las cosas fueron bastante más difíciles para Sandra.Cuando Bardo supo que su culorroto —como él lo nombraba— entraba en el horizonte de su hermana, le prohibió que lo viera. Pero Sandra no había sido amasada contimideces y le habló sin rodeos al hermano mayor:—Bardo, te lo voy a decir cortito, así lo entendés: nome-jo-das.Bardo intentó, entonces, el castigo corporal. La agarródel pelo y trató de llevarla afuera de la casa para que elbarrio entero viera el escarmiento, pero una certera patada de la chica en la entrepierna del hermano justiciero loconvenció de no hacerlo, y lo convenció del todo. Se quedó en el piso lamentando su iniciativa y pensando que talvez no sería mala idea dejar que Sandra hiciera de su vida sentimental lo que ella quisiera. Esa noche le pidió queal menos no lo llevara a la casa.De esa
estaba sabiendo a él. Y también se convenció de que a los pocos segundos lo supo de memoria. Solo entonces, Muchomeo se permitió hablar para decir su frase favorita: "Voy al baño". ¿Qué se dijo cuando, luego de unos segundos, Muchomeo regresó y pudo al fin comenzar la reunión, en la que Bardo informó al líder de las cooperativas locales sobre su proyecto? Se dijo lo que ya se sabe del proyecto de Bardo y sobre la necesidad del camión para que el plan llegara a buen término. El viejo escuchó con atención y dio su bendición a la idea, asegurando de paso el vehícu lo y algunos brazos que ayudaran a cargarlo. El acuerdo quedó sellado. El proyecto siguió su camino. Nueve lo veía raro a Eleazar. Hacía días que parecía estar obsesionado por transmitirle todo lo que sabía sobre los ritos indispensables para reparar las partes afectadas de las inutilidades rodadas que solían caer en su taller. Nueve se había convertido en una joven esponja y absorbía todo lo que oía, pero no de
los demás y que había resuelto no hacerse millonario conese secreto porque no quería perder su taller mugriento enel olvidado barrio de la Fábrica. Y entonces le preguntópor qué había decidido quedarse. Eleazar lo miró comopara que Nueve supiera que su mirada era también unapalabra y le contestó esto: "Por las telenovelas". Nueve optó por no sorprenderse y esperó simplemente alguna aclaración. Que vino y fue verdadera:—Eso, por las telenovelas. ¿Vos no viste que en las telenovelas son todos millonarios, como vos decís? Bueno,¿y te fijaste en las caras de esos tipos? Siempre en guardia, como mirando para atrás, odiados por todos, porqueson más malos que el hígado hervido y, si alguna vez seconsiguen una mujer, es por la plata que tienen y viven aterrorizados de que se la saquen. A la plata, digo. La mujerles interesa un pepino. Y a mí esa vida no me atrae paranada. Entonces me dije: "Eleazar, a vos te gusta el salamínpicado grueso, deja el jamón crudo para los que se banqu
térica y que ahora se encargaba de la enorme mayoría delas reparaciones, ante la mirada complaciente de Eleazar.—Pero no es eso lo que te quiere decir, amor —lo interrumpió la muchacha—. No te está hablando solamente de que en algún momento te va a dar todo lo que sabe.Creo que es algo más. A mí me parece que se está despidiendo.—¿Por qué despidiendo?—Eso no lo sé. Tendrías que preguntárselo a él. Pero alo mejor es verdad lo que dijo el otro día. Tenes que empezar a leer mejor en la cara de la gente o vas a tener problemas.Cuando llegaron, el taller estaba ya como el día.Totalmente a oscuras. Abrieron la puerta con cuidado y, antes de que la mano de Sandra pudiera acercarse a la llavede luz, la voz de Eleazar la detuvo.—No prendan nada. No quiero ver —dijo desde el fondo del taller la figura que se adivinaba sentada en el pisofrío de cemento—. Vengan, siéntense aquí conmigo.Los chicos buscaron dos almohadones que usaban siempre para esos casos y se sentaron frente al vie