Moscú. 5 meses atrás...El aire dentro del estudio de danza del Bolshói tenía un aroma particular, una mezcla de madera pulida, resina de colofonia y el leve rastro de perfume que las bailarinas dejaban tras cada giro perfecto. Las paredes de espejos devolvían el reflejo de Svetlana una y otra vez, replicando la intensidad de su concentración y la disciplina grabada en cada músculo de su cuerpo.Llevaba horas repitiendo la misma secuencia de pasos. El pas de deux del Hada de Azúcar. Un rol que había hecho suyo durante tres años consecutivos, pero esta vez, la presión pesaba más sobre sus hombros. En marzo se elegiría a la nueva prima ballerina del Bolshói. Ese título no era solo un reconocimiento, era un destino, una consagración en el mundo del ballet ruso. Y ella estaba dispuesta a darlo todo para conseguirlo.El piano resonaba en el rincón del estudio, las notas vibraban en el aire como un hechizo, y Svetlana se elevó en un soutenu, alargando la línea de sus brazos con una gracia e
La noche se cirnió sobre la villa Bellandi como un manto pesado y opresivo. Afuera, el viento ululaba a través de los jardines, sacudiendo los árboles con furia contenida.Svetlana estaba recostada en la cama, envuelta en sábanas de lino suave, su cuerpo aún débil, pero su mente en constante alerta. A unos metros, Dante estaba sentado en un sillón de cuero oscuro, con la cena frente a él, cortando la carne con la precisión meticulosa de un hombre que no dejaba nada al azar.—¿Por qué no mencionaste que mi padre estaba aquí? —preguntó Svetlana, su voz fue un susurro que apenas rompió el silencio.Dante dejó el tenedor sobre el plato con un leve clic y alzó la mirada hacia ella. Sus ojos, oscuros como la tormenta que amenazaba en el horizonte, se clavaron en los suyos.—Si te soy sincero… —exhaló lentamente, como si estuviera eligiendo sus palabras con cuidado—, en un principio no pensé acceder a que él te viera.Svetlana frunció el ceño.—¿Por qué?—Porque no sabía cómo reaccionarías.
El salón privado, escondido en las entrañas de un edificio antiguo en Moscú, estaba impregnado del espeso humo de los cigarros y el inconfundible aroma del vodka. En la mesa, rodeado por sus hombres más leales, Vladislav Petrov escuchaba el murmullo de las conversaciones dispersas, dejando que el sonido se fundiera con sus propios pensamientos.Había recibido una información delicada, peligrosa. Alguien dentro de su círculo estaba vendiendo secretos a los italianos. Un traidor. La sola idea le revolvía el estómago con una mezcla de furia y desprecio. No era un hombre que tolerara la deslealtad, y quienquiera que fuera el infiltrado, no viviría lo suficiente para arrepentirse de su traición.Por esa razón, había convocado la reunión de última hora. No podía permitirse seguir adelante con los planes originales del ataque al clan Bellandi si la información estaba comprometida. Todo debía replantearse, reestructurarse. Cualquier movimiento en falso podría significar una debilidad fatal.B
El sol bañaba las estrechas calles de la ciudad con un resplandor dorado, proyectando sombras alargadas sobre los edificios de piedra y las fachadas antiguas. A esa hora, las calles estaban llenas de vida, con los mercados funcionando a pleno ritmo y la gente yendo y viniendo en su rutina habitual. Nadie prestaba demasiada atención a la fila de camiones de reparto estacionados en una bodega discreta, en las afueras del puerto. Parecían transportes comunes, parte del engranaje de la ciudad. Pero lo que llevaban dentro estaba lejos de ser legal.Dante observaba todo desde la sombra de un almacén, con los brazos cruzados sobre el pecho y un cigarro encendido entre los labios. A su alrededor, varios de sus hombres se movían con precisión casi militar, revisando las cajas, confirmando los números, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de que los camiones partieran.—Esto se ve bien —comentó Fabrizzio, cerrando una caja y asegurándola con cinta adhesiva—. Deberíamos tener todo l
La brisa mediterránea susurraba entre los olivos, llenando el aire con el aroma fresco de la tierra y la sal del mar distante.Svetlana caminaba lentamente por los jardines de la mansión, con su brazo entrelazado con el de su padre. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que pudieron estar juntos de esa manera, sin miedo a las sombras que los acechaban. Alexei, sin embargo, no compartía su tranquilidad. Sus ojos recorrían el paisaje con cautela, como si esperara que en cualquier momento la ilusión de seguridad se desmoronara.—No entiendo, hija. No entiendo qué demonios decides quedarte aquí —murmuró, deteniéndose para mirarla con el ceño fruncido—. ¿Por qué te trata tan bien ese italiano? ¿Por qué eres tan importante para él?Svetlana suspiró, mirando el cielo despejado antes de devolverle la mirada.—No es fácil de explicar, papá.—Pues inténtalo. Porque a mí me cuesta creer que un jefe mafioso de la ‘Ndrangheta se haya vuelto un buen samaritano de la noche a la mañana.Svetl
La casa estaba sumida en una tranquilidad engañosa. El murmullo del televisor llenaba el espacio con un sonido monótono, y el aire tenía ese aroma familiar de hogar, una mezcla de café y madera vieja. Tatiana estaba en el sofá, envuelta en una manta, sus piernas inmóviles bajo el tejido grueso. El control remoto descansaba en su regazo mientras sus ojos vagaban por la pantalla sin realmente ver lo que pasaban.Tres golpes secos en la puerta rompieron la quietud.Tatiana no se movió, pero su hermana, una mujer alta y delgada con el cabello recogido en un moño apretado, frunció el ceño y fue a abrir.En cuanto giró el picaporte, dos hombres irrumpieron en la casa.No empujaron ni gritaron. Simplemente entraron.La expresión de la mujer pasó de la sorpresa al miedo en un instante.—¿Qué…? —balbuceó, dando un paso atrás—. ¡Salgan ahora mismo o llamaré a la policía!Los hombres no dijeron nada.Uno de ellos, alto y de complexión fuerte, recorrió el espacio con la mirada. Sus ojos pasaron p
El comedor estaba iluminado con una cálida luz dorada, pero la atmósfera era cualquier cosa menos acogedora. La mesa, de madera oscura y pulida, estaba puesta con una elegancia sobria: copas de cristal tallado, cubiertos de plata, platos de porcelana. A primera vista, podría parecer una cena civilizada, pero bajo la superficie bullía una tensión densa, pesada...Dante Bellandi cortaba su filete con una calma meticulosa. Sus movimientos eran fluidos, precisos, como si nada en el mundo pudiera alterar su serenidad. Nada. Ni siquiera la mirada incisiva de Alexei, quien estaba al otro lado de la mesa, con los hombros tensos y la mandíbula marcada por la irritación contenida.Svetlana lo notaba. Oh, claro que lo notaba. Cada mínimo gesto, cada mirada fugaz. Entre su padre y Dante se libraba un duelo silencioso. Un duelo de dominio.El sonido de los cubiertos contra la porcelana parecía ensordecedor en el silencio cargado.Hasta que Alexei fue el primero en romperlo.—¿Y bien? ¿Piensa tener
La noche se había instalado sobre la mansión con un manto de silencio inquietante, interrumpido solo por el ocasional crujido de la madera y el murmullo lejano de los guardias apostados en las entradas. Svetlana se encontraba en su habitación, con la espalda apoyada contra la puerta, tenía la respiración aún alterada y su corazón latía con una furia sorda.Dante Bellandi la había exasperado.No solo con sus palabras, sino con su actitud, con la forma en que había convertido la cena en un campo de batalla entre él y su padre. Como si ella no tuviera voz, como si sus sentimientos fueran algo secundario en su lucha de egos.Por eso, cuando pidió a los guardias y enfermeras que le hicieran entender a Dante que no quería verlo, que esa noche él no tenía cabida en su espacio, sintió un mínimo respiro de control. Al menos eso podía decidirlo ella.Pero, claro, Dante no era un hombre que aceptara un “no” como respuesta.El sonido de pasos firmes resonó en el pasillo. No necesitó verlo para sa