—Natalie —dijo una voz suave, melancólica… tan lejana como un murmullo—. Natalie —pronunció de nuevo, ahora más cerca.
Traté de abrir los ojos, pero fracasé. Mis párpados se sentían como dos compuertas de titanio. El cuerpo me pesaba igual, se había transformado en una prisión de la que no podía escapar y estaba desesperada por hacerlo.
—Natalie, mi amor —insistió la voz.
¿Quién es Natalie? ¿Por qué la llama?
Mi mente vagaba por calles intrincadas y oscuras, donde no había más que neblina y silencio, un silencio tan devastador que crispaba cada parte de mi ser. Pero, en medio de las tinieblas, vi un haz de luz que comenzaba a consumirse.
Corrí en esa dirección.
Luché contra la oscuridad que me quería arrastrar de regreso a aquel abismo.
Peleé con obstinación y la dominé.
Escapé, pero me sentía tan cansada que, hasta el mínimo movimiento ameritaba un gran esfuerzo. Sin embargo, era tal mi convicción que no cesé en mis intentos de abrir los ojos, hasta que finalmente respondieron.
Uno, dos, tres parpadeos… Traté de adaptarme a luz, a aquel resplandor intenso que me encandiló, haciendo que mis ojos derramaran lágrimas.
Borroso, todo era borroso y confuso.
—¡Oh mi Dios! ¡Estás despierta!
Habló la misma voz que llamaba a Natalie. Seguí con la mirada el sonido y me encontré con una silueta que poco a poco cobró forma. Se trataba de una mujer mayor, de cabello cenizo, ojos cafés y piel morena. Las pequeñas arrugas en la comisura de sus labios, y debajo de sus ojos, me dieron una idea aproximada de su edad. Quizás unos cincuenta y cinco años o más. La mujer se echó a llorar mientras decía constantemente: «Gracias, Dios».
De pronto, su rostro se comenzó a desdibujar ante mis ojos. Me sentí desorientada… fatigada. La confusión dominaba mis pensamientos y no me concedía un espacio para entender lo que estaba pasando.
¿Dónde estoy?
¿Quién es ella y por qué llora?
¿Quién soy?
Preguntas sin respuestas.
Desconcierto, duda… dolor.
Me dolía más el alma que el cuerpo. ¿Por qué? Quise saber.
—Todo estará bien, Natalie. Mamá está contigo —sollozó.
¡Mamá! ¿¡Ella es mi mamá!?
Ni su rostro, ni su voz, me dieron indicio alguno de que aquello fuera cierto. Y lo intenté, traté de encajar las piezas en mi cabeza, una y otra vez, pero nada tenía sentido para mí. Aquel desconcierto aceleró los latidos de mi corazón, con un palpitar tan intenso que se sentía en cada parte de mi cuerpo, corriendo por mi torrente sanguíneo como un río bravío. Sentía miedo, tanto que comencé a sollozar fuerte y dolorosamente.
—Natalie, cariño —susurró la mujer con letanía.
—¡No soy Natalie! ¡No me llames así! —grité con desesperación.
La mujer entornó los ojos y dio un paso atrás. Lo vi en su gesto, en su mirada, estaba confundida y asustada. ¿Más que yo? No, nadie tenía más miedo que yo.
—¿Qué me pasó? ¿Por qué no recuerdo nada? ¿Por qué no sé quién soy? —le pregunté. Las palabras se precipitaron fuera de mi boca con rapidez. Quería respuestas, las necesitaba.
—Cariño… —balbuceó, acercándose a mí, hasta intentó tomar mi mano, pero me hice un ovillo en señal de rechazo. No quería que me tocara. No quería que nadie lo hiciera.
La mujer se cubrió la boca con las manos mientras negaba con la cabeza, perturbada por mi aversión. Me dio pena la desilusión que mostraron sus ojos, pero no estaba en condiciones de preocuparme por terceros cuando mi cabeza era un caos.
—Iré por un médico —dijo con la voz entrecortada.
Se fue. Me dejó sola en este lugar frío y descolorido.
Sí, porque todo a mi alrededor era blanco, tan insípido y vacío como mi mente. Y lo odié. Odié aquel color, odié no recordar mi vida, odié cada segundo mientras estuve sola en aquella habitación, esperando que la mujer regresara. Odié aquel miedo que me hizo pensar que, si pasaba mucho tiempo sin nadie a mi alrededor, volvería a la oscuridad, a aquel sueño aterrador del que apenas pude escapar.
***
Una semana después, luego de exámenes y estudios exhaustivos, los médicos confirmaron mi diagnóstico: amnesia a causa de un trauma psicológico.
—¿Qué provocó el trastorno? ¿Cuándo recuperaré mis recuerdos? —le pregunté al médico que me estaba tratando.
—Tú reprimiste tus recuerdos, tú debes liberarlos—concluyó.
¡Me sentí tan perdida! ¿Cómo se suponía que obligaría a mi mente a hacer algo así? Él debía ayudarme. ¡Tenía que haber algún modo! Y no hablaba de sentarme en un diván a hablar, como en los últimos siete días, quería una solución inmediata que devolviera el aire a mis pulmones, porque así me sentía, que no podía respirar.
Y, cuando pensaba que nada podía ser peor, Pattie, mi supuesta madre, develó una verdad que me arrastró de regreso a la terrible pesadilla que cada vez era más lúgubre.
Estuve tres meses en estado de coma. ¡Tres meses!
Quería correr hasta que mis piernas no pudieran más.
Quería gritar, gritar a todo pulmón hasta que mi voz despertara aquellos recuerdos cautivos.
En medio de mi desesperación, una pregunta cobró fuerza.
¿Qué obligó a mi mente a encerrar mi pasado?
Diez minutos o tal vez más, mirando mi reflejo en un espejo, tratando de convencerme de que esa rubia de ojos grises, labios finos y nariz perfilada era yo. Perdía el tiempo, por mucho que lo intentase, seguía siendo una desconocida. Nada llegaba a mi cabeza, ni siquiera el destello de un recuerdo.¿Quién es Natalie? ¿Quién soy yo? Dos preguntas que me había hecho desde que desperté sin memoria cuatro meses atrás, sin un motivo neurológico que lo justificara. Según los médicos, yo era la única que lo podía controlar. ¡Ja! ¿Controlar? No recordaba ni siquiera mi nombre. ¿Qué carajo podía controlar?—¡Leo está aquí!—anunció Pattie desde la planta baja.Le dije con un grito que enseguida bajaba. Me recogí mi cabello liso en una cola de caballo, tom&e
Cuando mi turno terminó en el café, salí de ahí y me subí a mi bicicleta para llegar a la escuela pública de arte, donde todos los jueves daba clase de pintura a niños de entre nueve y trece años.Pattie no entendía cómo podía pintar de esa forma porque, según ella, nunca había tomado un pincel y mucho menos sabía dibujar. Mi antiguo yo era gimnasta, pertenecía a la Selección Nacional de Canadá y hasta había participado en los Juegos Olímpicos. ¡Polos opuestos en un mismo cuerpo!Al llegar al aula de clases, saludé a mis alumnos –siete niños y tres niñas–, y les pedí que se sentaran delante de su caballete para comenzar a trabajar. Ese día les enseñaría el arte abstracto.Comenzaron a trabajar luego de darles una breve explicación de lo que har&iacut
Llegué a Bernie´s temprano, esa mañana. Habían pasado cuatro días desde que dejé a Leo en la sala, con el corazón roto. El mismo número de días desde que vi a el hombre misterioso en el parque.Saludé a Ming desde la barra, estaba sentada en una de las mesas, estudiando para el examen que haría en la tarde. Podía tomarse ese tiempo porque aún era temprano. Yo, por mi parte, decidí poner en marcha la cafetera y limpiar la barra, aunque se veía reluciente. Me sentía un poco ansiosa, la verdad. Esperaba cada día que él regresara. No sé ni para qué, era un grosero… un arrogante sin educación.Veinte minutos después, las puertas de Bernie´s se abrieron al público. El lugar estaba ambientado al estilo retro. Se servía café, desayunos, y, además, ofrecí
Di un largo bostezo, mientras esperaba que cambiaran el letrero en Bernie´s de cerrado a abierto. La noche anterior, me dormí tarde investigando cómo tratar a los invidentes. Según San Google, las personas invidentes dependen de los otros sentidos para compensar de alguna forma la carencia de las funciones visuales.Decidí dejar de investigar cuando me pregunté: ¿Para qué quiero saber cómo tratar a un invidente? Era una locura, puesto que Peter quizás nunca más volvería. Ya habían pasado varios días desde mi huida. ¿Y qué si volvía? Nada iba a pasar. Yo era una amnésica y él un discapacitado, una combinación catastrófica.Mi turno en el café no fue nada fácil, Ming estaba en la universidad y me tocó atender todas las mesas. Aunque me llené los bolsillos con las propinas.<
Su aroma a vainilla y almendras llenó el ambiente cuando entró a mi Hummer. Podía escuchar su respiración agitada, aquellas pequeñas exhalaciones que se escapaban de su boca. ¡No podía creer que estuviera ahí! Porque, desde que me habló en el café, me había preguntado cómo serían sus labios, deseé tocarla entonces, y lo hacía aún más al tenerla a centímetros de mí.Dejé de odiar a Henry por primera vez en años, porque solo él pudo decirle que yo estaba ahí. No era habitual en él hacer cosas como esas por mí, pero no cavilé mucho en sus intenciones, disfrutaría el tiempo que durara enarbolada la bandera blanca de la paz.—Hola, Carrie —pronuncié débilmente.—Hola, Peter —respondió con aquella voz sensual y ronca que se form&o
Las sensaciones que se despertaron en mí mientras tocaba a Peter me estaban llevando por un camino peligroso. El miedo me hizo su presa, y caí.¿Por qué aparté las manos de su pecho e inventé una estúpida excusa? Porque mi cabeza había trazado un mapa que no se detenía en su pecho, llegaba más al sur, donde su hombría se alzaba. ¿De dónde salió aquel pensamiento? ¿De dónde fluyó aquel deseo categórico de desnudarlo y llenar su cuerpo con besos y caricias? Quizás de los recuerdos reprimidos de una Natalie carnal y apasionada.—No te vayas, por favor —pidió.Sus palabras no me afectaron tanto como aquel contacto de su mano sobre mi piel. En mi mente no solo lo tocaba, lo desnudaba y le decía lo mucho que lo deseaba, lo mucho que necesitaba que me hiciera el amor.—¿Por qu
Dos horas después de aquella despedida abrupta, estaba sentada en la sala, viendo un programa de bricolaje y decoración de interiores en el televisor, mientras comía sushi. Ming había influenciado mucho en mi dieta.Alterné la mirada miles de veces entre la pantalla del televisor y la pintura que reposaba contra la pared de la sala, esa que tenía garabateado el número de teléfono y la dirección de Peter. La idea de hacer uso de mi garantía pululaba en mi cabeza. ¿Y que si solo teníamos el presente? No me importaba. Deseaba sus manos acariciando mi piel desnuda. Deseaba probar su boca con la mía. Deseaba sentirlo en cada parte de mí. Aquellos pensamientos lujuriosos me perturbaron, no sabía de dónde venían, pero sí quién los provocaba y eso era lo que importaba.Peter me advirtió que no tendríamos futuro y que su pasado era u
Me quedé hecha de piedra cuando Peter me pidió que me acercara para tocarme. Fui una cobarde, maté al tigre y le tuve miedo al cuero. Es que no es lo mismo decirlo que hacerlo.—Carrie, ¿sigues ahí? —inquirió con preocupación.—Yo… eh… Sí, es que… —balbuceé. Peter se acercó lentamente, encontrándome a mitad de camino.—¿Dónde quieres que empiece? —indagó, acariciando mis hombros con suavidad. La pregunta de Peter fue clara, quería que marcara el inicio, lo que conllevaría a un fin. ¿Qué se suponía que le iba a decir? No tenía idea de cómo dar un beso, menos podría indicarle dónde quería que iniciara.—Eres el experto. Tú decide —insté sin titubear, aunque en mi interior estaba encorvada en posición fet