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Capítulo 3: Comenzar de cero

Llegué a Bernie´s temprano, esa mañana. Habían pasado cuatro días desde que dejé a Leo en la sala, con el corazón roto. El mismo número de días desde que vi a el hombre misterioso en el parque.

Saludé a Ming desde la barra, estaba sentada en una de las mesas, estudiando para el examen que haría en la tarde. Podía tomarse ese tiempo porque aún era temprano. Yo, por mi parte, decidí poner en marcha la cafetera y limpiar la barra, aunque se veía reluciente. Me sentía un poco ansiosa, la verdad. Esperaba cada día que él regresara. No sé ni para qué, era un grosero… un arrogante sin educación.

Veinte minutos después, las puertas de Bernie´s se abrieron al público. El lugar estaba ambientado al estilo retro. Se servía café, desayunos, y, además, ofrecía un espacio para la lectura, armonizado con buena música, sobre todo de los años sesenta. Un espacio único y acogedor en el que nunca faltaban los clientes.

Estaba sirviendo café en la mesa siete, cuando escuché una voz preguntar: «¿Dónde está la otra mesonera?». El corazón se me detuvo y por poco le eché encima el café al anciano que estaba atendiendo. Sonreí cortésmente, puse su café en la mesa y luego me giré de una forma nada elegante para buscar la mirada de Ming y darle un mensaje silencioso. Ella asintió, entendiendo lo que mis ojos gritaban.

Fue un alivio que apreciara mi gesto, no quería atenderlo, ese hombre me perturbaba de tal forma que me volvía torpe e insegura, más de lo que ya era.

—Está ocupada, pero con gusto lo atenderé yo —contestó.

Di varios pasos al frente, para estar más cerca de él. Porque, aunque mi plan era no confraternizar, eso no impedía que me acercara un poco más, solo un poco, para apreciar sus hermosos rasgos y el olor de su perfume.

Esa mañana, vestía una Polo negra, de la que no había cerrado todos los botones, dejándome ver una pequeña porción de la piel de su pecho. La barba ya le comenzaba a crecer y eso le daba un aspecto despreocupado que me cautivaba.

—¿Comparten el perfume? —Su pregunta llamó mi atención, al igual que a Ming, quien entornó los ojos.

—No. ¿Por qué? —refutó mi amiga con reserva.

—Soy ciego, pero mi olfato funciona y sé que ella está cerca —aseguró, con prepotencia.

—¿Qué quiere? —Me atreví a hablar. No iba a poner a Ming en una posición incómoda. Ella me sonrió, a manera de disculpa, y se fue para continuar con su trabajo.

—¿Eras tú en el parque?—preguntó, levantando el rostro hacia donde yo me encontraba.

—Sí —respondí sin inmutarme, como si nada dentro de mí se hubiera alterado con su presencia. Y mi reacción era algo que no entendía, por qué mi corazón latía de esa forma descontrolada por él, cuando las dos veces que nos habíamos cruzado, se comportó como un idiota.

—Lo siento —murmuró.

—¿Por qué? —repliqué. Quería que me dijera por cuáles de las veces se estaba disculpando. La lista tenía más de un renglón.

No respondió, bajó la cabeza y comenzó a golpear la mesa con la yema de sus dedos, con nerviosismo. Sus hombros entraron en tensión, al igual que su mandíbula, mientras que sus cejas tupidas se hundieron en un ceño fruncido, en conjunción con sus labios apretados. Imaginé que no le era fácil pedir disculpas, quizás no lo hacía muy a menudo o no se le daba bien.

Di la vuelta para dejarlo con su media disculpa y su enfurruñamiento creciente. ¡No me pagaban por mirar!

—Me gustaría comenzar de cero —dijo, cuando di dos pasos lejos de él. Me giré y lo enfrenté, para asegurarme de que había sido él quien habló—. Mucho gusto, mi nombre es Peter —se presentó, extendiendo la mano delante de la mesa. No apuntaba muy bien hacia mi posición, pero no lo podía culpar.

Parpadeé dos veces al ver que un destello blanco se asomaba entre sus labios rosados. No era una sonrisa enorme, pero era el inicio de una, y le otorgó a su rostro una belleza incalculable.

No tuve opción, aquella sonrisa, y su sensatez, me hicieron dar los tres pasos que me separaban de su mano para estrecharla con un saludo. Un fuego inusual fluyó por mis dedos, hasta apoderarse de mi corazón, cuando hice contacto con su piel. Fue la cosa más extraña y atemorizante que sentí alguna vez… que yo recordara. Aparté la mano, al ser consciente de que ese saludo estaba durando un tiempo excesivamente ridículo.

—¿Va a… quiere pedir algo? —pronuncié casi balbuceando.

Me sentí estúpida por hablar así. No quería que Peter supiera que me había perturbado de esa forma. Y, aunque quería correr a refugiarme, me quedé delante de él, esperando una respuesta. Fue entonces cuando sus ojos grises coincidieron con los míos por primera vez. Fue duro ver que en ellos no había expresión ni brillo, eran sombríos y vacíos, como si la vida se hubiera esfumado de ellos.

—Un capuchino, por favor —pidió, interrumpiendo la línea de pensamiento que me estaban llevando a la nostalgia.

—Enseguida se lo traigo —Hablé rápido y me apresuré a la barra. Mis emociones estaban muy perturbadas para seguir ahí.

—¡Oh, Dios! Eso fue lo más emocionante que ha pasado aquí —aseguró Ming, entre risitas.

No comenté nada porque no tenía nada para decir. Preparé el café de Peter y, en menos de lo que hubiera deseado, tenía que volver a su mesa.

Él es un cliente más, no tienes que sentirte nerviosa, pronuncié en mi cabeza, junto con respiraciones profundas. Sí, ya, seguro ese discursito de pacotilla va a resultar, acusó mi mente. Tenía razón. ¡Nada alejaría aquel nudo apretado de mi estómago!

Caminé hasta la mesa sin poder deshacerme de los nervios y los temblores de mis manos. Era una cosa extraña la que me sobrevenía a causa de él, un hombre que apenas conocía y que, hasta el día anterior, fue un pedante.

—Huele muy bien —musitó Peter, una vez que tuvo su café delante de él. Me gustaba llamarlo por su nombre, al menos en mi cabeza, era mejor que el hombre misterioso.

—Es un buen café —afirmé.

—No hablaba del café, sino de tu perfume —me congelé, literalmente.

Ese hombre, el mismo que días atrás fue un enorme idiota… ¿acaba de halagar mi perfume?

Adiós control corporal, me descompuse toda. No podía hilar mis pensamientos o formular una palabra. Pero, de todas formas, ¿qué se suponía que dijera?  Mi respuesta fue el silencio. Simplemente di la vuelta y caminé absorta hacia la barra y no me detuve hasta llegar a la cocina, un lugar que no me correspondía, pero que me sirvió de refugio.

—¿Estás bien? —me preguntó Chelsea, la cocinera del café. Asentí de forma automática, aunque no me sentía bien, del todo—.Hay una pila de platos sucios. ¿Los quieres lavar? —Esa fue una pregunta y un regalo. No sé cómo, pero ella intuyó que necesitaba un escape.

Cuando terminé con los platos, salí de la cocina y vi que Peter se había marchado. Alivio y decepción se mezclaron en mi interior. ¿Qué creía, que se quedara ahí esperándome? ¡Ah, es que fui tan infantil! ¿Quién huye porque halaguen su perfume? Solo una tonta, nada más. Él estaba tratando de reparar su actitud ofensiva y grosera de la primera vez y yo entré en pánico. ¡Quizás no volvería a verlo nunca! Y la sola idea me hacía doler el pecho. No había nada que pudiera hacer, actué de la peor formar y logré espantarlo.

—¿Estás lista para irnos, Dorothy? —dijo Ming.

—¿Quién?

—Claro, no lo sabes. Es un personaje de una película que se transporta a otro sitio sonando sus tacones contra el suelo. En pocas palabras, desapareciste —se burló.

—Mejor no hablemos de eso —eludí—. Y sí, estoy lista.

Ese día teníamos planeado elegir los muebles para mi apartamento, me urgía. Caminamos cuatro calles abajo, hasta llegar a Antique Market, en Bank Street. Encontramos maravillas en esa tienda. Compré un sofá azul, que me encantó, junto a cuatro cojines de distintos colores, que tenían un diseño abstracto en tonos pasteles. También añadí una alfombra beige de pelo corto, donde descansaría el sofá junto a dos sillones marfil. Un baúl antiguo de madera, que haría las veces de mesita de centro, se sumó a la compra. Eso sería todo, pero luego vi un hermoso jarrón de vidrio estilo francés, pintado a mano con hojas otoñales, en tono marrón y dorado, y tuve que incluirlo. Tres taburetes altos en color negro, fue lo último que adquirí.

La vendedora me aseguró que al día siguiente llegarían los muebles a mi apartamento y pagué un extra para que los instalaran. Sin Leo cerca, no tenía quien me ayudara a subirlos.

Al salir de ahí, fuimos a comer, estábamos famélicas e ir de compras requiere un esfuerzo bárbaro. ¡Elegir! Ese no era mi fuerte.

—Creo que necesitas algunas cosas más, como ollas y utensilios de cocina. También algunas cortinas y un televisor —comentó mi amiga.

—Los compraré en línea. ¡Qué viva la era moderna! —celebré.

—Pues llámame anticuada, pero prefiero ir de tiendas.

Llegamos a un restaurant tailandés, el favorito de Ming, y almorzamos Popiah, una especie de rollito relleno con verduras y tiritas fritas de cerdo. Mientras estuvimos ahí, me contó de un chico que había conocido en el campus, el tercero en un mes. Ella no era el tipo de chicas que asumía algún compromiso, para Ming el amor era algo estúpido que alguien inventó. «Amarrar tu vida a una persona es un desperdicio de tiempo y, además, agotador», esa era su forma de pensar y la respetaba. Además, ¿qué sabía yo del amor?

«Dejarse guiar por los sentimientos es como conducir un auto con los ojos vendados», dijo una vez. Por eso no le comenté lo que había sentido con Peter, ni lo mucho que deseaba verlo de nuevo. Tampoco mencioné que quería saber más de él y ver más allá de lo que mis ojos podían.

Llegamos a nuestro edificio antes del atardecer y decidí ir a mi apartamento, no al suyo, como ofreció ella. No tenía cabeza para ver una película y quería darme una ducha tibia.

Y fue ahí, en la soledad de mi baño, recibiendo la calidez del agua, que volví a pensar en él. ¿A quién engaño? Seguí pensando en él, no lo sacaba de mi cabeza. ¿Habría sentido lo mismo que yo cuando nos tocamos? ¿En verdad le gustaba mi perfume? ¿Volvería al café? Me reprendí por estar preguntándome tantas estupideces. Era lógico que él adulara la única cosa que percibía de mí.

Con aquel pensamiento rondando mi cabeza, abandoné la ducha y salí del baño. Me puse algo cómodo para la ocasión, pantalones de chándal y una blusa de tiras. Tenía mucho trabajo por delante, para muestra un botón: pilas y pilas de cajas regadas por toda la sala. Exhalé con desánimo y, por un momento, estuve por regresar a la habitación y tumbarme en la cama, pero eso no sería productivo y, además, al día siguiente llegarían los muebles que compré y necesitaba el espacio libre.

Eran casi las once de la noche para cuando terminé. Desembalé las cajas más importantes, las demás las oculté en la habitación desocupada.

Después de eso, encendí mi laptop y navegué por varias páginas de compras online, donde adquirí lo que faltaba en casa, incluyendo la sugerencia de Leo: un teléfono móvil.

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