Cuando mi turno terminó en el café, salí de ahí y me subí a mi bicicleta para llegar a la escuela pública de arte, donde todos los jueves daba clase de pintura a niños de entre nueve y trece años.
Pattie no entendía cómo podía pintar de esa forma porque, según ella, nunca había tomado un pincel y mucho menos sabía dibujar. Mi antiguo yo era gimnasta, pertenecía a la Selección Nacional de Canadá y hasta había participado en los Juegos Olímpicos. ¡Polos opuestos en un mismo cuerpo!
Al llegar al aula de clases, saludé a mis alumnos –siete niños y tres niñas–, y les pedí que se sentaran delante de su caballete para comenzar a trabajar. Ese día les enseñaría el arte abstracto.
Comenzaron a trabajar luego de darles una breve explicación de lo que haríamos. Tomé mi propio pincel, lo llené de pintura roja y comencé a pasarlo por un lienzo en blanco. Mezclé varios colores y seguí pintando, dejando que mis dedos hablaran por mí. El arte me daba la libertad que anhelaba, me dejaba ser quien quería y no quien todos esperaban que fuese.
—¿Le gusta el mío, señorita Natalie?
—Es muy lindo Hans —le respondí, con una sonrisa. Él era un niño muy dulce y tenía mucho talento en la pintura, a sus escasos nueve años.
—Seguiremos la otra semana, niños —anuncié, cuando la hora había acabado. Todos lavaron sus pinceles, guardaron los materiales y se despidieron de mí con un abrazo. Eso hacía que los jueves fueran mi día favorito de la semana.
Al salir de la escuela de arte, pedaleé hasta Major's Hill Park. Quizás una mejor opción habría sido ir a casa para desempacar cajas o ir a una tienda a comprar muebles, pero me encantaba ir al parque, era mi fuente de inspiración.
Estaba embobada, mirando a la gente sonriendo, abrazándose, disfrutando de sus vidas con recuerdos, cuando un grito llamó mi atención.
—¡Tranquilo, Bob! ¡No corras! —Miré atrás y vi como un hermoso golden retriever tiraba de el hombre misterioso, guiándolo hasta mí.
El hombre se había cortado el cabello, afeitado, y cambiado su ropa arrugada por vaqueros y un jersey color vino. Si lo reconocí fue por su porte sin igual.
¿Qué cambió entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde?
Lo que haya sido, le sentó de maravilla y fue valorado positivamente por mi corazón, que latió acelerado en consecuencia.
—¡Bob, espera! —volvió a gritar, pero el enorme can no se detuvo hasta posar sus enormes patas en mi regazo y tumbarme al suelo. Su lengua rasposa se paseó por todo mi rostro.
—Tranquilo, amigo —dije entre risas.
—¿Quién está ahí? —preguntó él. Me aterraba responder.
¿Y si reconoce mi voz? No, sería imposible, solo cruzamos algunas palabras, concluí y por eso me atreví a hablar.
—Soy Carrie —balbuceé, mientras me incorporaba del suelo. Le mentí, porque era la primera persona a la que le podía decir un nombre que me identificara más que el que salía en mi partida de nacimiento. Además, era un desconocido, así que no le importaba cómo me llamara.
Guardó silencio por mucho tiempo, dándome oportunidad de absorber su aroma varonil y de ver sus ojos grises que, aunque se veían apagados e inexpresivos, eran hermosos.
Deseaba saber más de él, que me dijera su nombre para pronunciarlo en mi cabeza y comprobar si concordaba con su porte fuerte y varonil.
Esperé y esperé por alguna palabra, pero no sucedió.
—¡Vamos, Bob!—le ordenó a su perro, sin intentar al menos saludarme como era debido. No sé por qué pensé que cambiar su aspecto modificaría su actitud. Pero no, el tipo era grosero, sucio o limpio.
—Adiós, amigo —le dije al animal de cuatro patas, y no a la bestia de dos. Estaba enojada con él, mucho. No esperaba aquel trato y no lo merecía.
***
—Hola, Nat. ¿Qué tal tu clase? —me preguntó Ming, al abrir la puerta de su apartamento.
Llevaba su sedoso cabello suelto y un perfecto flequillo que enmarcaba sus rasgos asiáticos. Su familia provenía de Nagoya, Japón; pero vivían en Canadá desde antes que ella naciera. La conocí en la clase de pintura, una prima suya era alumna mía, y desde entonces nos hicimos amigas. Aunque ya no era solo mi amiga, también mi vecina en el edificio. No dudé en tomar el apartamento de al lado cuando me dijo que lo habían desocupado.
—Perfecta. Sabes que disfruto mucho con mis niños. Y a ti, ¿cómo te fue en el examen? —Indagué, mientras la seguía a la cocina. Ella estudiaba Relaciones Internacionales en la Universidad de Ottawa. Era una chica muy madura y centrada, a pesar de solo tener veinte años. Aunque su madurez no le impedía irse de fiesta algunas noches.
Su apartamento era del mismo tamaño que el mío, pero el suyo estaba perfectamente decorado con colores rojos, blancos y negros, muy al estilo japonés. Me encantaba ir ahí, se respiraba paz y tranquilidad. Me hubiera gustado mucho vivir con ella, pero tenía un compañero de piso, Theo. Él estudiaba abogacía, aunque estaba por graduarse.
—Iré a casa a desempacar —anuncié con poca gana.
—Te acompañaría, pero sabes que los parciales me tienen loca.
—Pobre de ti. Qué bueno que Natalie tenía veintiocho años y se había graduado en informática. Me evitó eso de ir a la universidad.
—¿Hasta cuándo hablarás de ti en tercera persona?
Suspiré, sabía que debía dejar de hacerlo, pero me acostumbré a marcar distancia entre mis dos versiones hablando de esa forma y me funcionaba.
—Hola, Nat. Vi a tu novio no novio en el pasillo—anunció Theo, al entrar al apartamento de Ming.
—Bueno, creo que tengo que irme —dije resignada.
—Mísera, ya quisiera yo que un tipo como Leo tocara a mi puerta —se burló Ming.
—Si quieres te lo envío —bromeé.
No esperé su respuesta y salí de su apartamento. Leo estaba esperándome en la puerta con una caja de pizza en la mano.
—Hola, campanita —pronunció con esa sonrisa matadora que devastaría a cualquiera, menos a mí.
Es que él no lograba acelerar a mi corazón como el hombre misterioso. Y, cabe señalar, que aquel no me había sonreído ni una sola vez, sino todo lo contrario, era un grosero.
—No sabía que venías —musité, mientras metía la llave en el cerrojo de mi puerta. La abrí y él me siguió dentro.
—Creo que ya es hora de que compres un teléfono. No puedes ir por la vida sin uno —aseveró, haciendo alusión a que no podía avisarme que vendría si no tenía un medio.
—Quizás sí.
Leo puso la pizza en la encimera y luego abrió la nevera para sacar dos latas de Coca–Cola. Me resultó incómoda la confianza con la que se movía en mi apartamento y por eso supe que no podía dejar que esa situación continuara, era el momento de cortar por lo sano.
—Espero que la próxima vez que venga tengas un par de sillas al menos —mencionó, mientras se llevaba la pizza y las bebidas al espacio vacío de la sala. Le hice compañía en el suelo, en el mismo lugar que ocupamos el día de la mudanza, y decidí que hablaría con él después de comer, para no arruinar su apetito.
Mientras masticaba mi ración de pizza, Leo me miraba como si viera en mí más de lo que yo misma podía, y aquella ilusión en sus ojos me dio a entender que hablar del tema sería más difícil de lo que había pensado. Pero era un mal necesario.
—Hay algo que necesito decirte —jugué con mis dedos y alterné la mirada entre ellos y Leo. Era un momento muy duro porque él fue el único que estuvo para mí a lo largo de los meses anteriores, ayudándome a adaptarme un poco—. No puedes visitarme a diario, ni traerme comida, y mucho menos mirarme así. Tienes que seguir adelante.
—Nat, no me pidas eso —la inflexión de su voz decía lo dolido que se sentía. No quería herirlo, pero alargar la conversación solo empeoraría las cosas.
Me levanté del suelo, porque no podía estar ahí, necesitaba moverme, soltar la ansiedad… y caminar era una opción viable.
—Ese es el problema, que yo no me siento Nat. No soy ella. Sé que es injusto, que tú la amabas, pero dejé de ser Natalie desde que desperté sin recuerdos.
—Eso no tiene sentido. Sé que perdiste la memoria, pero sigues siendo Natalie —dijo, a la vez que se incorporaba del suelo.
—Comparto su cuerpo, pero no soy ella. Nada de lo que a ella le gustaba me gusta. No me identifico ni siquiera con su nombre.
Su mirada se precipitó al suelo. Lo herí y me pesó haberlo hecho, pero… ¿qué más podía hacer? Para mí, dejarlo ir era lo más sensato y sano para los dos.
—Lo siento, eso se escuchó muy mal. Tú me gustas. Es decir, tú eres lo único que me gusta de mi antigua vida —admití.
Me miró con un brillo especial en sus ojos, caminó hasta mí y tomó mi rostro entre sus manos. Su cercanía me hizo saber que no me supe explicar y me sentí muy avergonzada. Le había dado falsas esperanzas y tenía que destrozarlas de inmediato.
Sus dedos se movieron en mis mejillas y sus labios estaban cerca de los míos, demasiado cerca. Aparté el rostro a un lado, cuando la proximidad era demasiada, provocando que sus labios chocaran con mi mejilla.
—No me gustas de esa forma y no quiero que mi primer beso sea con alguien que…
—¡No es tu primer beso! —Gritó con disgusto—. Nosotros hicimos más que besarnos, muchas veces. Nos amábamos, Natalie. Te sigo amando —me lo dijo mirándome a los ojos, suplicando por algo que yo no sentía.
—Pero no lo recuerdo. Para mí todo es nuevo. Yo… nunca me he enamorado… —sus manos abandonaron mi rostro y dio dos pasos atrás.
—Es injusto. ¡Más de tres años amándote! —dijo exasperado, con los puños cerrados y la mandíbula tensa. Me estremecí en mi lugar, nunca lo vi tan alterado y jamás había sentido miedo al estar cerca de él, hasta ese momento.
—Leo —suspiré.
Él negó con la cabeza y continuó hablando:
—Todos estos meses cuidándote, demostrándote que te amo, que te esperaría por siempre, y no vale nada para ti. ¡Me estás rompiendo el corazón, Nat! —confesó con un profundo dolor en sus ojos.
—Lo siento mucho, Leo. Pero necesito un nuevo comienzo. Necesito que Natalie quede en el pasado y no puedo hacerlo contigo alrededor. Perdóname.
Corrí a mi habitación y cerré la puerta, totalmente conmocionada. No quería lastimarlo, él no lo merecía, pero no podía seguir luchando contra un pasado que no sentía mío. No quería que me siguiera diciendo que era Natalie, quería descubrir quién era yo, más allá del pasado o los recuerdos que se escondieron en mi memoria por alguna razón.
Llegué a Bernie´s temprano, esa mañana. Habían pasado cuatro días desde que dejé a Leo en la sala, con el corazón roto. El mismo número de días desde que vi a el hombre misterioso en el parque.Saludé a Ming desde la barra, estaba sentada en una de las mesas, estudiando para el examen que haría en la tarde. Podía tomarse ese tiempo porque aún era temprano. Yo, por mi parte, decidí poner en marcha la cafetera y limpiar la barra, aunque se veía reluciente. Me sentía un poco ansiosa, la verdad. Esperaba cada día que él regresara. No sé ni para qué, era un grosero… un arrogante sin educación.Veinte minutos después, las puertas de Bernie´s se abrieron al público. El lugar estaba ambientado al estilo retro. Se servía café, desayunos, y, además, ofrecí
Di un largo bostezo, mientras esperaba que cambiaran el letrero en Bernie´s de cerrado a abierto. La noche anterior, me dormí tarde investigando cómo tratar a los invidentes. Según San Google, las personas invidentes dependen de los otros sentidos para compensar de alguna forma la carencia de las funciones visuales.Decidí dejar de investigar cuando me pregunté: ¿Para qué quiero saber cómo tratar a un invidente? Era una locura, puesto que Peter quizás nunca más volvería. Ya habían pasado varios días desde mi huida. ¿Y qué si volvía? Nada iba a pasar. Yo era una amnésica y él un discapacitado, una combinación catastrófica.Mi turno en el café no fue nada fácil, Ming estaba en la universidad y me tocó atender todas las mesas. Aunque me llené los bolsillos con las propinas.<
Su aroma a vainilla y almendras llenó el ambiente cuando entró a mi Hummer. Podía escuchar su respiración agitada, aquellas pequeñas exhalaciones que se escapaban de su boca. ¡No podía creer que estuviera ahí! Porque, desde que me habló en el café, me había preguntado cómo serían sus labios, deseé tocarla entonces, y lo hacía aún más al tenerla a centímetros de mí.Dejé de odiar a Henry por primera vez en años, porque solo él pudo decirle que yo estaba ahí. No era habitual en él hacer cosas como esas por mí, pero no cavilé mucho en sus intenciones, disfrutaría el tiempo que durara enarbolada la bandera blanca de la paz.—Hola, Carrie —pronuncié débilmente.—Hola, Peter —respondió con aquella voz sensual y ronca que se form&o
Las sensaciones que se despertaron en mí mientras tocaba a Peter me estaban llevando por un camino peligroso. El miedo me hizo su presa, y caí.¿Por qué aparté las manos de su pecho e inventé una estúpida excusa? Porque mi cabeza había trazado un mapa que no se detenía en su pecho, llegaba más al sur, donde su hombría se alzaba. ¿De dónde salió aquel pensamiento? ¿De dónde fluyó aquel deseo categórico de desnudarlo y llenar su cuerpo con besos y caricias? Quizás de los recuerdos reprimidos de una Natalie carnal y apasionada.—No te vayas, por favor —pidió.Sus palabras no me afectaron tanto como aquel contacto de su mano sobre mi piel. En mi mente no solo lo tocaba, lo desnudaba y le decía lo mucho que lo deseaba, lo mucho que necesitaba que me hiciera el amor.—¿Por qu
Dos horas después de aquella despedida abrupta, estaba sentada en la sala, viendo un programa de bricolaje y decoración de interiores en el televisor, mientras comía sushi. Ming había influenciado mucho en mi dieta.Alterné la mirada miles de veces entre la pantalla del televisor y la pintura que reposaba contra la pared de la sala, esa que tenía garabateado el número de teléfono y la dirección de Peter. La idea de hacer uso de mi garantía pululaba en mi cabeza. ¿Y que si solo teníamos el presente? No me importaba. Deseaba sus manos acariciando mi piel desnuda. Deseaba probar su boca con la mía. Deseaba sentirlo en cada parte de mí. Aquellos pensamientos lujuriosos me perturbaron, no sabía de dónde venían, pero sí quién los provocaba y eso era lo que importaba.Peter me advirtió que no tendríamos futuro y que su pasado era u
Me quedé hecha de piedra cuando Peter me pidió que me acercara para tocarme. Fui una cobarde, maté al tigre y le tuve miedo al cuero. Es que no es lo mismo decirlo que hacerlo.—Carrie, ¿sigues ahí? —inquirió con preocupación.—Yo… eh… Sí, es que… —balbuceé. Peter se acercó lentamente, encontrándome a mitad de camino.—¿Dónde quieres que empiece? —indagó, acariciando mis hombros con suavidad. La pregunta de Peter fue clara, quería que marcara el inicio, lo que conllevaría a un fin. ¿Qué se suponía que le iba a decir? No tenía idea de cómo dar un beso, menos podría indicarle dónde quería que iniciara.—Eres el experto. Tú decide —insté sin titubear, aunque en mi interior estaba encorvada en posición fet
¿Qué clase de mujer soy? ¿Cómo puedo llorar, lamentando no haber aceptado una propuesta que me dejaba en tal mal lugar? La respuesta estaba en mis narices, porque sabía que si aceptaba una relación así, me perdería, que jamás podría escapar de ella, que no podría desligar mis deseos de mis sentimientos. Porque era innegable, sentía cosas por Peter más allá del sexo. Quería más que eso y él no podía dármelo. Sabía que tomé la decisión correcta, pero eso no significaba que me aliviara. No lo hacía ni un poco.—Estás rara, Nat. Dímelo.—Soy rara, Ming. No recuerdo ni mi nombre.—Hay algo más. Los ojos te brillan de una forma extraña, estás distante, has tomado mal tres órdenes. ¿Tiene que ver con Peter?
Henry condujo por veinte minutos hasta una enorme mansión a las afueras de la ciudad. Al llegar, Peter se bajó del auto y me ofreció su mano como soporte. Caminamos juntos hasta la enorme puerta de madera y vidrio en forma de “U” invertida, que se abrió antes que la alcanzáramos.—Gracias, Marie —le dijo a la muchacha de servicio. Le ofrecí una sonrisa y seguí caminando del brazo de Peter.Miré con asombro el lujo y la extravagancia que residían en cada espacio de la enorme casa. El piso de mármol se reflejaba como un espejo, los techos doblaban la altura de Peter y en ellos destacaba una decoración minuciosa de líneas en yeso. A la izquierda, había un recibidor con sofás negros, dispuestos en “L”, sobre una alfombra gris con blanco.En la pared adyacente, vi una pintura que despertó en mí emociones ext