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Capítulo 2: No soy ella

Cuando mi turno terminó en el café, salí de ahí y me subí a mi bicicleta para llegar a la escuela pública de arte, donde todos los jueves daba clase de pintura a niños de entre nueve y trece años.

Pattie no entendía cómo podía pintar de esa forma porque, según ella, nunca había tomado un pincel y mucho menos sabía dibujar. Mi antiguo yo era gimnasta, pertenecía a la Selección Nacional de Canadá y hasta había participado en los Juegos Olímpicos. ¡Polos opuestos en un mismo cuerpo!

Al llegar al aula de clases, saludé a mis alumnos –siete niños y tres niñas–, y les pedí que se sentaran delante de su caballete para comenzar a trabajar. Ese día les enseñaría el arte abstracto.

Comenzaron a trabajar luego de darles una breve explicación de lo que haríamos. Tomé mi propio pincel, lo llené de pintura roja y comencé a pasarlo por un lienzo en blanco. Mezclé varios colores y seguí pintando, dejando que mis dedos hablaran por mí. El arte me daba la libertad que anhelaba, me dejaba ser quien quería y no quien todos esperaban que fuese.

—¿Le gusta el mío, señorita Natalie?

—Es muy lindo Hans —le respondí, con una sonrisa. Él era un niño muy dulce y tenía mucho talento en la pintura, a sus escasos nueve años.

—Seguiremos la otra semana, niños —anuncié, cuando la hora había acabado. Todos lavaron sus pinceles, guardaron los materiales y se despidieron de mí con un abrazo. Eso hacía que los jueves fueran mi día favorito de la semana.

Al salir de la escuela de arte, pedaleé hasta Major's Hill Park. Quizás una mejor opción habría sido ir a casa para desempacar cajas o ir a una tienda a comprar muebles, pero me encantaba ir al parque, era mi fuente de inspiración.

Estaba embobada, mirando a la gente sonriendo, abrazándose, disfrutando de sus vidas con recuerdos, cuando un grito llamó mi atención.

—¡Tranquilo, Bob! ¡No corras! —Miré atrás y vi como un hermoso golden retriever tiraba de el hombre misterioso, guiándolo hasta mí.

El hombre se había cortado el cabello, afeitado, y cambiado su ropa arrugada por vaqueros y un jersey color vino. Si lo reconocí fue por su porte sin igual.

¿Qué cambió entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde?

Lo que haya sido, le sentó de maravilla y fue valorado positivamente por mi corazón, que latió acelerado en consecuencia.

—¡Bob, espera! —volvió a gritar, pero el enorme can no se detuvo hasta posar sus enormes patas en mi regazo y tumbarme al suelo. Su lengua rasposa se paseó por todo mi rostro.

—Tranquilo, amigo —dije entre risas.

—¿Quién está ahí? —preguntó él. Me aterraba responder.

¿Y si reconoce mi voz? No, sería imposible, solo cruzamos algunas palabras, concluí y por eso me atreví a hablar.

—Soy Carrie —balbuceé, mientras me incorporaba del suelo. Le mentí, porque era la primera persona a la que le podía decir un nombre que me identificara más que el que salía en mi partida de nacimiento. Además, era un desconocido, así que no le importaba cómo me llamara.

Guardó silencio por mucho tiempo, dándome oportunidad de absorber su aroma varonil y de ver sus ojos grises que, aunque se veían apagados e inexpresivos, eran hermosos.

Deseaba saber más de él, que me dijera su nombre para pronunciarlo en mi cabeza y comprobar si concordaba con su porte fuerte y varonil.

Esperé y esperé por alguna palabra, pero no sucedió.

—¡Vamos, Bob!—le ordenó a su perro, sin intentar al menos saludarme como era debido. No sé por qué pensé que cambiar su aspecto modificaría su actitud. Pero no, el tipo era grosero, sucio o limpio.

—Adiós, amigo —le dije al animal de cuatro patas, y no a la bestia de dos. Estaba enojada con él, mucho. No esperaba aquel trato y no lo merecía.

***

—Hola, Nat. ¿Qué tal tu clase? —me preguntó Ming, al abrir la puerta de su apartamento.

Llevaba su sedoso cabello suelto y un perfecto flequillo que enmarcaba sus rasgos asiáticos. Su familia provenía de Nagoya, Japón; pero vivían en Canadá desde antes que ella naciera. La conocí en la clase de pintura, una prima suya era alumna mía, y desde entonces nos hicimos amigas. Aunque ya no era solo mi amiga, también mi vecina en el edificio. No dudé en tomar el apartamento de al lado cuando me dijo que lo habían desocupado.

—Perfecta. Sabes que disfruto mucho con mis niños. Y a ti, ¿cómo te fue en el examen? —Indagué, mientras la seguía a la cocina. Ella estudiaba Relaciones Internacionales en la Universidad de Ottawa. Era una chica muy madura y centrada, a pesar de solo tener veinte años. Aunque su madurez no le impedía irse de fiesta algunas noches.

Su apartamento era del mismo tamaño que el mío, pero el suyo estaba perfectamente decorado con colores rojos, blancos y negros, muy al estilo japonés. Me encantaba ir ahí, se respiraba paz y tranquilidad. Me hubiera gustado mucho vivir con ella, pero tenía un compañero de piso, Theo. Él estudiaba abogacía, aunque estaba por graduarse.

—Iré a casa a desempacar —anuncié con poca gana.

—Te acompañaría, pero sabes que los parciales me tienen loca.

—Pobre de ti. Qué bueno que Natalie tenía veintiocho años y se había graduado en informática. Me evitó eso de ir a la universidad.

—¿Hasta cuándo hablarás de ti en tercera persona?

Suspiré, sabía que debía dejar de hacerlo, pero me acostumbré a marcar distancia entre mis dos versiones hablando de esa forma y me funcionaba.

—Hola, Nat. Vi a tu novio no novio en el pasillo—anunció Theo, al entrar al apartamento de Ming.

—Bueno, creo que tengo que irme —dije resignada.

—Mísera, ya quisiera yo que un tipo como Leo tocara a mi puerta —se burló Ming.

—Si quieres te lo envío —bromeé.

No esperé su respuesta y salí de su apartamento. Leo estaba esperándome en la puerta con una caja de pizza en la mano.

—Hola, campanita —pronunció con esa sonrisa matadora que devastaría a cualquiera, menos a mí.

Es que él no lograba acelerar a mi corazón como el hombre misterioso. Y, cabe señalar, que aquel no me había sonreído ni una sola vez, sino todo lo contrario, era un grosero.

—No sabía que venías —musité, mientras metía la llave en el cerrojo de mi puerta. La abrí y él me siguió dentro.

—Creo que ya es hora de que compres un teléfono. No puedes ir por la vida sin uno —aseveró, haciendo alusión a que no podía avisarme que vendría si no tenía un medio.

—Quizás sí.

Leo puso la pizza en la encimera y luego abrió la nevera para sacar dos latas de Coca–Cola. Me resultó incómoda la confianza con la que se movía en mi apartamento y por eso supe que no podía dejar que esa situación continuara, era el momento de cortar por lo sano.

—Espero que la próxima vez que venga tengas un par de sillas al menos —mencionó, mientras se llevaba la pizza y las bebidas al espacio vacío de la sala. Le hice compañía en el suelo, en el mismo lugar que ocupamos el día de la mudanza, y decidí que hablaría con él después de comer, para no arruinar su apetito.

Mientras masticaba mi ración de pizza, Leo me miraba como si viera en mí más de lo que yo misma podía, y aquella ilusión en sus ojos me dio a entender que hablar del tema sería más difícil de lo que había pensado. Pero era un mal necesario.

—Hay algo que necesito decirte —jugué con mis dedos y alterné la mirada entre ellos y Leo. Era un momento muy duro porque él fue el único que estuvo para mí a lo largo de los meses anteriores, ayudándome a adaptarme un poco—. No puedes visitarme a diario, ni traerme comida, y mucho menos mirarme así. Tienes que seguir adelante.

—Nat, no me pidas eso —la inflexión de su voz decía lo dolido que se sentía. No quería herirlo, pero alargar la conversación solo empeoraría las cosas.

Me levanté del suelo, porque no podía estar ahí, necesitaba moverme, soltar la ansiedad… y caminar era una opción viable.

—Ese es el problema, que yo no me siento Nat. No soy ella. Sé que es injusto, que tú la amabas, pero dejé de ser Natalie desde que desperté sin recuerdos.

—Eso no tiene sentido. Sé que perdiste la memoria, pero sigues siendo Natalie —dijo, a la vez que se incorporaba del suelo.

—Comparto su cuerpo, pero no soy ella. Nada de lo que a ella le gustaba me gusta. No me identifico ni siquiera con su nombre.

Su mirada se precipitó al suelo. Lo herí y me pesó haberlo hecho, pero… ¿qué más podía hacer? Para mí, dejarlo ir era lo más sensato y sano para los dos.

—Lo siento, eso se escuchó muy mal. Tú me gustas. Es decir, tú eres lo único que me gusta de mi antigua vida —admití.

Me miró con un brillo especial en sus ojos, caminó hasta mí y tomó mi rostro entre sus manos. Su cercanía me hizo saber que no me supe explicar y me sentí muy avergonzada. Le había dado falsas esperanzas y tenía que destrozarlas de inmediato.

Sus dedos se movieron en mis mejillas y sus labios estaban cerca de los míos, demasiado cerca. Aparté el rostro a un lado, cuando la proximidad era demasiada, provocando que sus labios chocaran con mi mejilla.

—No me gustas de esa forma y no quiero que mi primer beso sea con alguien que…

—¡No es tu primer beso! —Gritó con disgusto—. Nosotros hicimos más que besarnos, muchas veces. Nos amábamos, Natalie. Te sigo amando —me lo dijo mirándome a los ojos, suplicando por algo que yo no sentía.

—Pero no lo recuerdo. Para mí todo es nuevo. Yo… nunca me he enamorado… —sus manos abandonaron mi rostro y dio dos pasos atrás.

—Es injusto. ¡Más de tres años amándote! —dijo exasperado, con los puños cerrados y la mandíbula tensa. Me estremecí en mi lugar, nunca lo vi tan alterado y jamás había sentido miedo al estar cerca de él, hasta ese momento.

—Leo —suspiré.

Él negó con la cabeza y continuó hablando:

—Todos estos meses cuidándote, demostrándote que te amo, que te esperaría por siempre, y no vale nada para ti. ¡Me estás rompiendo el corazón, Nat! —confesó con un profundo dolor en sus ojos.

—Lo siento mucho, Leo. Pero necesito un nuevo comienzo. Necesito que Natalie quede en el pasado y no puedo hacerlo contigo alrededor. Perdóname.

Corrí a mi habitación y cerré la puerta, totalmente conmocionada. No quería lastimarlo, él no lo merecía, pero no podía seguir luchando contra un pasado que no sentía mío. No quería que me siguiera diciendo que era Natalie, quería descubrir quién era yo, más allá del pasado o los recuerdos que se escondieron en mi memoria por alguna razón.

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