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Capítulo1: Un Nuevo Comienzo

Diez minutos o tal vez más, mirando mi reflejo en un espejo, tratando de convencerme de que esa rubia de ojos grises, labios finos y nariz perfilada era yo. Perdía el tiempo, por mucho que lo intentase, seguía siendo una desconocida. Nada llegaba a mi cabeza, ni siquiera el destello de un recuerdo.

¿Quién es Natalie?

¿Quién soy yo?

Dos preguntas que me había hecho desde que desperté sin memoria cuatro meses atrás, sin un motivo neurológico que lo justificara. Según los médicos, yo era la única que lo podía controlar. ¡Ja! ¿Controlar? No recordaba ni siquiera mi nombre. ¿Qué carajo podía controlar?

—¡Leo está aquí!—anunció Pattie desde la planta baja.

Le dije con un grito que enseguida bajaba. Me recogí mi cabello liso en una cola de caballo, tomé un bolso bandolero de la cama y salí de su habitación. Sí, de Natalie, porque ella y yo compartíamos una sola cosa, el cuerpo. Bueno, quizás dos cosas si sumaba a Pattie, nuestra madre. Es raro hablar de esa forma, lo sé, pero así me sentía, como una persona que compartía el cuerpo con una desconocida.

A ella le gustaba el rosa, todo en su habitación era de ese color –inclusive las paredes–. Ella leía, tenía muchos libros en su biblioteca; amaba los vestidos, había un montón en su closet; le gustaba colgar extraños adornos en las paredes, de arlequines y máscaras… a mí no me gustaba nada de eso.

Y sé que sonará cruel, pero al principio ni siquiera me gustaba su madre, sentía una extraña aversión por ella sin saber por qué. Inclusive, cuando me dieron el alta del hospital, estaba un poco aprensiva. No quería irme con Pattie.

«No nos parecemos en nada, ¿cómo puedes ser mi madre?», le reproché una vez. Ella frunció los labios y contuvo las lágrimas. La había herido, pero no lo hacía a propósito. Su respuesta fue: «eres idéntica a tu padre, Natalie». Y, para que estuviera más tranquila, me mostró mi documento de identidad, acta de nacimiento y hasta un álbum de fotos.

Bajé las escaleras, vistiendo unos vaqueros, una camiseta lima y botas. Ropa que compré unos días después de haber salido del hospital, porque no quería usar nada de Natalie.

Leo sonrió al verme y le devolví el gesto. Sus ojos miel se fijaron a los míos como si quisiera hablarme con ellos, siempre me miraba así. Él usaba vaqueros negros y una sudadera gris de la Universidad de Ottawa. Era muy apuesto, fornido, dueño de una sonrisa encantadora y una voz fuerte y varonil… era el novio de mi viejo yo antes de perder la memoria.

—Última caja, campanita —dijo Leo, mientras la levantaba del suelo. Sonreí con emoción, estaba feliz de mudarme al fin a mi propio piso, ansiosa por comenzar de nuevo, lejos de la presión de Pattie, quien insistía en hacerme recordar un pasado que sentía ajeno.

—Gracias, Leo. Dame unos minutos —pedí con cortesía.

Él asintió y salió de la casa, cargando la caja que tenía escrito a un lado «pinturas».

—¿Estarás bien, mamá? —pregunté.

Sabía que le gustaba que la llamara así, en lugar de Pattie. Se lo concedía algunas veces, porque estaba consciente de que no era su culpa que, su única hija, hubiera decidido –egoístamente– resetear su cerebro.

—Cariño, me asusta que tú… —la interrumpí. No quería que mi vida siguiera condicionada por la pérdida de la memoria. Estaba cansada de decírselo, pero no quería aceptarlo.

—Ya lo hablamos. Solo necesito saber si estarás bien —asintió, pero tenía algo más para decir.

—Te quiero mucho, Natalie.

—Y yo a ti, mamá ­—la abracé por varios minutos, concediéndole un poco del cariño que añoraba tener de su hija. Me seguía resultando extraño ese tipo de contacto con ella, aunque no por falta de afecto, sino por mi escaso sentido de pertenencia con respecto a todo lo que me vinculara con mi vieja vida.

—Llévate un poco de tarta, cariño—sollozó, hipando por el llanto.

La esperé en el pasillo mientras traía una porción de la tarta que quedó del día anterior, cuando celebraron mi cumpleaños número veintiocho. Aunque para mí era la primera vez que soplaba las velas un veintinueve de mayo.

Una vez que obtuve mi porción de dulce, salí de la casa y me subí al Jeep de Leo, quien me esperaba con una enorme sonrisa que le iluminaba el rostro. Él tenía rasgos muy bonitos y perfilados, que destacaba aún más con su nuevo corte de cabello, bajo a los lados y alto arriba.

—¿Estás emocionada, campanita?

—Mucho —admití.

Él tenía una buena historia con respecto a ese apodo. Me la contó al menos tres veces, esperando algún tipo de reconocimiento de mi parte, pero no resultó, ninguna de ellas.

Para él, fue un duro golpe lo de mi amnesia, teníamos tres años de novios y hasta vivíamos juntos. Según mi madre, Leo fue a diario al hospital a visitarme y muchas veces tenía que echarlo fuera.

Pensando en sus sentimientos, me resistí a la idea de que me ayudara con la mudanza, sabía lo difícil que era para él. Mi nuevo comienzo lo alejaba cada vez más de mí, cuando lo único que quería era retomar lo nuestro, me lo había pedido muchas veces, pero era una idea absurda e injusta. Yo no era la mujer de la que él se había enamorado, porque Natalie y yo compartíamos el mismo cuerpo, sí, pero nada más.

—Creo que son todas, Nat ­—anunció, al dejar la última caja en el suelo de mi nuevo apartamento. Era una pesada, se notaba en la forma como se flexionaron los músculos de sus bíceps. Se había quitado la sudadera, exponiendo sus brazos con una camiseta sin mangas.

No podía negar que él me gustaba, era sexy, atractivo, amable, dulce, romántico y sabía cocinar, la combinación perfecta. Me fue fácil entender por qué Natalie se sentía atraída por él, creo que en eso era lo único en lo que estábamos de acuerdo.

Muchas veces, me encontré pensando en su relación. Me preguntaba qué tan seria era, si alguna vez le dijo te amo. A decir verdad, quería saberlo todo, pero no me atrevía a preguntar, no quería darle falsas esperanzas.

—¿Pizza o rollitos primavera? —sopesó, dejándome a mí la decisión.

Elegí la segunda opción, me encantaban los rollitos.

A falta de muebles, me senté en el piso, contra la pared de lo que sería la sala, en espera de la comida. Leo no tardó en acompañarme, sentándose cerca de mí, tanto que podía escuchar su respiración. Su proximidad me era incómoda, pero no quería ser grosera con él apartándome como deseaba.

Sin mirarlo, sabía que sus ojos estaban clavados en mí, esperando una reacción de mi parte que nunca llegaría.

—Te quiero —susurró con nostalgia.

Me estremecí. No esperaba que dijera algo así y menos en ese momento. Mi primer instinto fue correr y encerrarme en la habitación haciendo caso omiso a su declaración, pero no era una niña pequeña para reaccionar como una. Contrario a ello, me atreví a mirarlo a los ojos. Esperaba que algo dentro de mí se despertaría en reconocimiento… no pasó. Lo único que sentí al ver la añoranza en sus ojos fue culpa y ese no era el sentimiento que él esperaba de mí, él quería afecto verdadero, que correspondiera a sus sentimientos… no podía.

Leo asintió comprendiendo mi silencio y decidió marcharse sin esperar la cena. No le pedí que se quedara porque sabía que era muy duro estar a mi alrededor guardando las distancias, cuando antes tenía plena libertad de tocarme.

***

—Buenos días, Natalie.

—Buenos días, Bernie —le respondí al señor de barba espesa y calva lustrosa, mientras me ponía un delantal blanco. Era el dueño del café Bernie´s, y un viejo amigo de Pattie, quien me dio la oportunidad de trabajar como mesonera en su café. Y, aunque no era mi trabajo soñado, ayudaría a pagar las cuentas.

Ese era mi primer día de trabajo oficial, luego de un entrenamiento previo de una semana, y esperaba que todo saliera bien. Aunque, ¿qué tan difícil es servir mesas y tomar pedidos?

Me dejé de preguntas tontas y, con libreta y lapicero en mano, rodeé la barra para atender al señor Vincent, el cliente más antiguo del café. Apunté su pedido sobre el papel blanco: un latte y tostadas francesas.

Atendí cinco mesas más antes de dejar en la ventanilla que daba a la cocina las notas con los pedidos. Chelsea, la cocinera de Bernie´s, se encargaría de la comida y yo del café.

En ese momento Ming –la otra mesonera del lugar, y mi única amiga– entró al café, dando carreras.

—Lo siento. Lo siento. Estudié hasta tarde y me quedé dormida —se excusó, a la vez que retorcía su cabello negro en un moño alto. Bernie rodó los ojos, sus estudios siempre eran un comodín para llegar tarde.

—¿Hablaste con Leo? —preguntó de espaldas a mí, mientras la ayudaba a anudar el lazo de su delantal.

—Todavía no. No sé cómo —admití. Sabía que tenía que tener esa conversación tarde o temprano, pero seguía postergándola por cobarde.

—¡Oh, oh!—pronunció Ming.

—¿Por qué ese ¡oh, oh!?

—Volvió el cliente del que te hablé. Es ese, en la mesa diez.

Miré por encima de mi hombro y vi a un hombre de cabello castaño, ocupando la mesa al final del pasillo. Por lo que me contó Ming, el tipo era una patada en el trasero, un pedante, amargado e insufrible.

—Estaba esperando que viniera. No puede ser tan malo como me has dicho —comenté.

—¡Ja! Es peor, ya verás.

Rodeé la barra y caminé hasta la mesa que el “hombre misterioso” ocupaba. Estaba encorvado frente a ella, con la cabeza gacha y sosteniendo el borde de la madera con fuerza, se notaba en lo blanco que se tornaron sus nudillos.

Su aspecto era descuidado, no solo por el cabello grasiento que le cubría el rostro, o por la solapa arrugada de su camisa blanca, que se asomaba en el cuello de su jersey verde, sino por el olor a basurero que expedía su cuerpo. Parecía un vagabundo barbudo y abandonado. Hubiera pensado que lo era de no haber notado el costoso reloj en su muñeca.

—Buenos días, señor. ¿En qué le puedo servir?—dije con amabilidad. Él ni se inmutó, pero esperé inmóvil por una respuesta. ¡No renunciaría sin dar pelea!

—¡Me gustaría mucho que te largaras! —gruñó.

—¿Disculpe?—repliqué con disgusto.

—¿Eres sorda? ¡Quiero que te vayas! —insistió, sin mirarme y manteniendo su postura de hombros caídos.

¿Quién se cree ese para gritarme?

—Mire, señor. Yo solo estoy haciendo mi trabajo y me importa muy poco su actitud de m****a. Así que, si no pide algo que esté en el menú, el que se va a largar es usted —le advertí.

Eso de el cliente siempre tiene la razón no iba conmigo.

—Un café americano —refunfuñó, cuando terminé mi improvisado discurso.

—¿Algo más? —inquirí, ganándome un bufido en respuesta—. Entiendo, solo café —sonreí con hipocresía y fui por su americano.

—Es un imbécil —le dije a Ming, al llegar a la barra.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó con incredulidad.

—¿Qué?

—¿Cómo lograste que ordenara algo? Ha venido más de tres veces y nunca pidió nada.

—Solo le dije que si no lo hacía se tendría que ir.

—¡Eres increíble! —aplaudió, pero no me sentí victoriosa, tomar un pedido no suponía una gran hazaña para mí.

Cinco minutos después, regresé a la mesa con el café de Don Actitud, quien seguía con la misma postura; no se había movido ni un poco, parecía un maniquí de esos de las tiendas de ropa. Tan frío y sin vida como un pedazo de plástico.

—Aquí lo tiene, señor. Espero lo disfrute —dije con ironía.

Él inhaló profundamente y luego exhaló, como si mi presencia le removiera las vísceras.

—Sí, como sea —desdeñó.

Su actitud, su postura, su aspecto… todo hacía evidente que era un hombre herido, que cargaba una cruz pesada y que actuaba en consecuencia. Era una lástima que siendo tan joven viviera de esa forma. ¿Qué le había pasado?

—¿Te vas a quedar viéndome toda la mañana? —bufó.

Me di la vuelta sin responder y me fui de ahí, tenía otras mesas que atender y no valía la pena perder mi valioso tiempo con una persona tan desagradable.

El café estaba lleno, estuve ocupada por una hora sin poder sentarme ni una vez. Y, cuando finalmente pude descansar en uno de los taburetes delante de la barra, vi que el hombre misterioso seguía en el café. Me lo quedé mirando con extrema curiosidad mientras pensaba, nadie tarda una hora para terminar un café.

Lo seguí observando sin disimulo. Creí erróneamente que, al mirarlo, develaría el misterio tras su apariencia. Porque por muy indigente que pareciera, aquel hombre no estaba cerca de serlo.

Aparté la vista cuando noté que se ponía en pie, pero sin perder la oportunidad de lanzar miradas furtivas hasta su lugar. Entre el ir y venir de mis ojos, noté que los pantalones que llevaba le quedaban anchos, era evidente que había perdido algunos kilos. Pero, a medida que erguía su postura, aquel hombre desecho y desprolijo desapareció, dándole paso a un espécimen nada despreciable. Con un baño, una rasurada y un buen corte de pelo, sin duda habría más de una haciendo fila para ganar su atención.

El hombre misterioso arrojó unos billetes en la mesa y luego echó a andar.

Asombro y conmoción se apoderaron de mí cuando noté que se estaba guiando por un bastón de invidente.

¡Él era ciego!

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