Fría como el acero

Las luces del pasillo subterráneo se encendían una a una al paso de Dante. No se escuchaban pasos, sólo el eco lejano del metal que vibraba con el mínimo roce. Sus ojos estaban fijos al frente, dispuesto acabar con la mujer que apenas unos días le ofreció ser su aliado.

Ahora caminaba hacia ella. Esta vez, ella era la prisionera.

Empujó la puerta de acero con una mano enguantada. El sonido oxidado del metal rasgó el silencio. La sala era amplia, sin ventanas, con paredes de concreto y una única lámpara colgando sobre la mesa metálica en el centro. En las esquinas, las sombras se agitaban como animales expectantes.

Fiorella estaba en el suelo. Los labios partidos, una ceja ensangrentada, los brazos atados a la espalda. La habían derribado con violencia al atraparla. Había peleado, sí, hasta que la hicieron sangrar.

Cuando lo vio entrar, intentó incorporarse. Pero el guardia detrás de ella le presionó el cuello con la bota, obligándola a agachar la cabeza.

Dante se detuvo frente a ella.
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