Cualquier otra persona podría pensar que una boda en el jardín principal de la mansión Arriaga era la definición de un sueño hecho realidad. Pero para Isabella, ese lugar sólo representaba la culminación de todas sus pesadillas. La boda no sería más que una puesta en escena llena de falsas sonrisas y máscaras cuidadosamente colocadas, donde la verdad era un invitado inesperado y oculto entre los arbustos perfectamente podados.
Isabella levantó la barbilla con aire de desprecio, observando las luces que colgaban del techo, parpadeando con una falsa inocencia. Las luces del montaje no podían ocultar la oscuridad del acuerdo en el que se había visto atrapada, arreglado sin su consentimiento por su propio padre. Todo era un teatro donde el amor, ese ideal que tanto había anhelado en sus años de adolescencia, se había escapado.
Los Arriaga y los Varela habían sido rivales durante generaciones. La solución de unir a ambas familias bajo un mismo nombre no era fruto de la magia de un flechazo romántico, sino del agotamiento de recursos de ambas partes. Una alianza fría y calculadora, decidida para salvar las fortunas y los negocios de las dos dinastías.
Cuando Isabella supo de la "propuesta" de su padre, su reacción fue de pura incredulidad. ¿Ella? ¿Casarse con Álvaro Arriaga? Recordaba con amargura la última vez que lo vio. Álvaro, con esa sonrisa petulante que podía irritar hasta a un santo, había sido la constante espina en su costado durante cada interacción obligatoria en eventos de sociedad. Las bromas mordaces, las palabras crueles que compartían entre copas de champán y saludos fingidos, eran un juego de nunca acabar. Y ahora, ¡le proponían casarse con él!
La puerta de la biblioteca se abrió e Isabella se giró al escuchar el ruido. Allí estaba él, Álvaro, con una expresión a medio camino entre el aburrimiento y hostilidad. Sus ojos oscuros la observaron como si estuvieran midiendo su capacidad de soportar aquella situación. Isabella sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero se prometió a sí misma no mostrar debilidad.
—Qué sorpresa verte aquí, Isabella —dijo Álvaro con una media sonrisa que no llegó a sus ojos—. Espero que no te hayas imaginado que iba a dejar todo el peso de este acuerdo en tus delicados hombros.
—No me subestimes, Álvaro. Los hombros pueden parecer delicados, pero pueden cargar más de lo que te imaginas —replicó Isabella, manteniendo su voz firme. —¿Te has acostumbrado ya a la idea de tener que soportarme de por vida?
Álvaro soltó una carcajada, llena de algo que Isabella no terminaba de entender. Tal vez era resignación, o tal vez era el desprecio habitual. Dio unos pasos más cerca de ella, invadiendo su espacio personal, sin romper el contacto visual.
—Estoy acostumbrado a muchas cosas, Isabella. Y soportarte será solo una más en la lista. Pero tú deberías saber que las cosas no serán fáciles. Ni para ti, ni para mí, y definitivamente ni para nuestros padres. ¿Estás lista para este teatro?
Isabella respiró profundamente. Apretó los puños que tenía ocultos tras su espalda, sintiendo la tensión correr por su cuerpo. No había vuelta atrás. Las vidas de sus familias dependían de ello, y aunque deseara correr, aunque deseara escapar de esa jaula dorada, no podía hacerlo.
—No tienes idea de lo lista que estoy, Álvaro —dijo, con un brillo desafiante en la mirada—. Esto puede ser un teatro, pero recuerda que yo también sé actuar.
Álvaro asintió lentamente, con esa misma expresión imperturbable, como si hubiera esperado esa respuesta. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder terreno, y en ese preciso momento, Isabella se dio cuenta de que el verdadero combate no estaría en lo que dijeran o en lo que ocurriera ante el altar. El verdadero combate estaría en el corazón de cada uno, y sabía que no podía permitirle a Álvaro ver cuán rota se sentía realmente.
La boda podría ser un pacto de conveniencia, pero Isabella estaba decidida a no dejar que nadie, ni siquiera Álvaro, la convirtiera en una marioneta. Y mientras Álvaro le tendía la mano para sellar el compromiso, ella la aceptó, sabiendo que ese apretón de manos marcaba el inicio de una guerra sin cuartel.
El día después del compromiso oficial, Isabella se despertó con la sensación de que todo había sido un mal sueño. Pero la realidad la golpeó tan pronto como abrió los ojos y se encontró en la habitación de la mansión Varela, la cual había sido destinada para ella y que pronto compartiría con Álvaro. A pesar de la comodidad de la cama y el lujo del decorado, la sensación de claustrofobia le impidió relajarse. Sabía que Álvaro estaba al otro lado de la puerta, en el ala opuesta de la residencia.
Aunque ambos habían aceptado lo inevitable, había una realidad inegable: debían convivir, al menos para aparentar ante sus familias y la sociedad. Isabella se preguntó cuánto tiempo podría soportar la farsa sin perder la calma.
La llamada a desayunar la sacó de sus pensamientos. Con un suspiro, Isabella se puso de pie, se vistió con la ropa que las sirvientas habían dispuesto para ella y bajó las escaleras de caracol con paso firme, aunque en el fondo estuviera tambaleándose. Llegó al comedor principal, donde la luz del sol se filtraba a través de las ventanas altas, iluminando la enorme mesa que ya estaba servida.
Álvaro estaba allí, sentado en la cabecera, con un aire de despreocupación que a Isabella le resultó insoportable. Al verla entrar, levantó la vista y sonrió, aunque sin rastro de calidez.
—Buenos días, Isabella —dijo con esa voz suave que sólo usaba para disfrazar el filo de sus palabras—. Espero que hayas descansado bien. Hoy tenemos un día ocupado por delante.
Isabella tomó asiento frente a él haciendo una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—Descansé lo suficiente, gracias —replicó, mientras tomaba la taza de café que le habían servido. Dio un sorbo y se obligó a mantener la compostura—. ¿A qué te refieres con un día ocupado? Pensé que íbamos a evitar vernos más de lo necesario.
Álvaro se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, como si disfrutara del descontento de Isabella.
—Oh, querida Isabella, eso sería demasiado fácil —murmuró—. Verás, nuestros padres quieren que empecemos con las "actividades de pareja" para mostrarle al mundo lo bien que nos llevamos. Así que hoy tenemos que hacer algunas visitas. El banco familiar, la galería y, por supuesto, la visita obligada a la empresa. Todo esto para convencer a todos de que somos la pareja perfecta.
El sarcasmo en su voz era evidente. Isabella sintió un nudo en el estómago al pensar en lo que se avecinaba. No solo tendría que soportar la presencia constante de Álvaro, sino también fingir que disfrutaba estar con él. Sin embargo, no podía permitir que Álvaro viera cuán vulnerable se sentía.
—Perfecto —dijo, alzando la barbilla desafiantemente—. Me pondré mi mejor sonrisa para el espectáculo. Estoy segura de que tú también podrás fingir bien.
Álvaro soltó una carcajada, sin intentar siquiera disimular el tono despectivo.
—Por supuesto, Isabella. Fingir es lo que mejor hacemos ambos, ¿no es así?
Isabella apretó la taza de café con tanta fuerza que temió romperla. No había duda de que esa conviviencia forzada sería un campo de batalla, donde cada gesto y cada palabra sería una prueba para ambos. La guerra silenciosa entre ellos apenas estaba comenzando.
Cuando terminaron el desayuno, Isabella y Álvaro salieron juntos hacia el coche que los llevaría a la primera parada del día: el banco familiar. El chofer les abrió la puerta y ambos subieron al auto negro con vidrios polarizados. Mientras se acomodaban en los asientos de cuero, Isabella se obligó a mirarlo. Sabía que tenía que dejar de verle como el enemigo si quería sobrevivir a esta relación, pero cada vez que Álvaro le dirigía esa sonrisa desdeñosa, su resolución tambaleaba.
El coche arrancó y el silencio entre ellos se hizo palpable. Isabella decidió romperlo antes de que se volviera asfixiante.
—Dime, Álvaro, ¿por qué aceptaste esto? ¿El matrimonio? Podrías haberlo rechazado, podrías haber dicho que no, dijo mientras observaba su perfil—. No eres del tipo que hace lo que le dicen.
Álvaro se giró hacia ella, y durante un segundo, Isabella creyó ver algo distinto en sus ojos. Algo que no era desdén, algo que parecía casi... tristeza. Pero esa expresión desapareció tan rápido como había aparecido, reemplazada por la habitual máscara de frialdad.
—Tal vez me gusta desafiarme a mí mismo —dijo con una sonrisa ladeada—. O tal vez simplemente quiero ver cómo manejas todo esto, Isabella. Digamos que me parece... entretenido.
Isabella resopló, girando la mirada hacia la ventana. No iba a conseguir respuestas honestas de Álvaro, eso estaba claro. Pero una cosa era segura: ninguno de los dos quería estar allí, y sin embargo, estaban atrapados en ese juego que les había sido impuesto. Un juego en el que, para bien o para mal, ambos tenían que jugar hasta el final.
Y mientras el coche se desplazaba por las calles de la ciudad, Isabella se juró que, si iba a jugar, lo haría a su manera, sin permitir que Álvaro o nadie más decidiera por ella. Porque si algo tenía claro, era que no dejaría que este matrimonio acordado por conveniencia de sus familias la consumiera.
La primera parada del día fue el banco familiar. Isabella nunca había sentido que el mundo de las finanzas fuera su territorio, pero hoy, al entrar del brazo de Álvaro, supo que la frialdad de los negocios estaba a la altura del hielo que habitaba entre ellos. Las puertas dobles de cristal se abrieron con un ligero chirrido, revelando un vestíbulo pulcro donde los empleados se detuvieron brevemente para observar a la pareja que avanzaba con pasos firmes. Todo estaba coreografiado, como si de un baile se tratara, y ambos eran los protagonistas forzados.
Álvaro tomó la delantera, con una sonrisa profesional que podía vender hasta mentiras piadosas. Isabella, por su parte, caminaba a su lado con la expresión serena y calculada que había aprendido a usar como una máscara. Cuando llegaron a la mesa de reuniones, Isabella se dejó caer suavemente en una silla de cuero, mientras Álvaro comenzaba la conversación con los directores del banco.
Durante la siguiente hora, Isabella asistió en silencio a la reunión, apenas prestando atención a las cifras que se mencionaban y las estrategias de inversión que se discutían. Observaba a Álvaro, quien parecía moverse con total naturalidad entre los términos complejos y las proyecciones de crecimiento. Se preguntó cómo alguien podía ser tan hipócrita para cambiar de actitud como quien cambia de traje. Le causaba una sensación de disgusto, pero también cierta envidia. Ella también quería dominar esa facilidad para despojarse de las emociones y seguir adelante como si nada.
—Isabella, ¿qué opinas? —la voz de Álvaro irrumpió en sus pensamientos, e Isabella parpadeó, volviendo al presente.
Todos los ojos de la sala estaban sobre ella. Álvaro tenía esa sonrisa de suficiencia, desafiándola a fallar. Con un leve asentimiento, Isabella se enderezó en su silla y adoptó un aire de reflexión.
—Creo que el plan es sólido —dijo, forzando una sonrisa cortés mientras se dirigía a los directores—. Sin embargo, pienso que deberíamos considerar los riesgos de inversión en el contexto internacional actual. Con la volatilidad del mercado, es prudente mantener una estrategia flexible que nos permita adaptarnos rápidamente a cualquier cambio.
Uno de los directores asintió, aparentemente satisfecho con su respuesta, y Álvaro levantó una ceja, sorprendido. Isabella notó cómo sus labios se curvaban en una sonrisa casi imperceptible, como si no hubiera esperado que ella pudiera responder con propiedad. No sabía si sentirse aliviada o molesta por ello, pero decidió ignorarlo.
La reunión continuó sin mayor incidente, y al cabo de una hora, ambos se encontraban de nuevo en el coche, en camino hacia la galería de arte. Isabella se dejó caer en el asiento y cerró los ojos un momento, intentando calmar el estrés que se había acumulado. La tensión de tener que actuar como la esposa perfecta, de ser evaluada constantemente, era abrumadora.
—Que sorpresa, no esperaba la respuesta de hace rato —comentó Álvaro, rompiendo el silencio.
Isabella abrió los ojos y se giró hacia él. Su tono no había sido sarcástico ni desdeñoso. ¿Un halago? No sabía si Álvaro era capaz de hacer uno.
—Gracias —respondía, tratando de no mostrar sorpresa—. Es algo en lo que me he estado preparando. ¡No iba a dejarte tener toda la diversión!
Álvaro la miró durante un momento antes de sonreír, pero esta vez pareció genuino.
—Sí, eso parece —dijo—. Tal vez no seas tan fácil de aplastar como pensaba.
—Y tú tal vez no seas tan cruel como aparentas —replicó Isabella, sorprendida por su propia osadía.
Álvaro soltó una carcajada y se encogió de hombros.
—No te equivoques, Isabella. Soy tan cruel como necesitas que sea.
Isabella resopló y se giró de nuevo hacia la ventana, pero una pequeña sonrisa luchó por escapar. No quería admitirlo, pero tal vez, solo tal vez, había algo más bajo la superficie de Álvaro. Algo que, si se atrevía a explorar, podría cambiar la guerra silenciosa que habían empezado.
La galería de arte estaba abarrotada. Al entrar, Isabella sintió que todas las miradas se posaban en ellos. Era evidente que todos sabían de su reciente compromiso, y ella sintió la presión de no fallar, de ser el reflejo perfecto de lo que se esperaba de una pareja poderosa. Tomó aire y entrelazó su brazo con el de Álvaro, sintiendo la tensión bajo su piel.
—Sonríe —le susurró Álvaro, con un tono que, sorprendentemente, no era una orden sino un consejo.
Isabella obedeció, y mientras recorrían la galería, escuchando los cumplidos y los falsos halagos, se dio cuenta de que aquello era más difícil de lo que había imaginado. Sin embargo, entre los falsos sonrisas, hubo un momento en que Isabella lo olvidó todo: la rivalidad, el odio, el pacto sin amor. Al observar una pintura de un paisaje perdido, se dejó llevar por la belleza de los colores, por la calma que emanaba del lienzo. Por un segundo, Isabella se permitió ser vulnerable, sintió la paz de escapar de todo lo que le rodeaba.
Álvaro, que había notado cómo ella se quedaba atrapada en la pintura, se inclinó ligeramente hacia ella, rompiendo el hechizo del cuadro.
—Hermoso, ¿no? —preguntó, pero su voz sonó distinta. Casi... comprensiva.
Isabella asintió, sin desviar la mirada del cuadro.
—Hermoso y lejano —murmuró—. Casi tanto como la libertad.
Álvaro guardó silencio, y por un momento, ambos se quedaron contemplando la pintura, sin la necesidad de fingir, de hablar o de desafiarse mutuamente. Quizás, había momentos en los que ambos podían encontrar un respiro en medio de toda la farsa.
Y así, en medio de aquel teatro de poder, Isabella encontró algo que la sorprendió: un pequeño fragmento de tregua. Una tregua que, aunque frágil, prometía cambiar la forma en que ambos se enfrentarían a lo que les esperaba.
Después de la galería de arte, la siguiente parada fue la empresa de la familia Arriaga, el epicentro de la fortuna y del poder que les había unido en ese acuerdo de matrimonio. Isabella no había puesto un pie allí antes, y aunque siempre se había imaginado que sería un lugar frío y formal, al entrar se dio cuenta de que su imaginación se había quedado corta. Las paredes eran de un blanco inmaculado, los suelos de mármol reflejaban el paso de los empleados, y la sensación de orden rígido era casi asfixiante.
Álvaro caminaba a su lado, saludando de forma superficial a los empleados que se cruzaban con ellos. Isabella lo observaba, cada gesto, cada sonrisa mecánica que ofrecía, y se daba cuenta de que aquel lugar era tan parte de él como la frialdad en su trato hacia ella. La empresa era la extensión física de todo lo que representaba Álvaro: poder, control, y una aparente perfección que ocultaba una gran cantidad de sombras.
Cuando llegaron a la sala de juntas, fueron recibidos por un grupo de ejecutivos que se levantaron al ver entrar a Álvaro e Isabella. Los hombres y mujeres allí presentes parecían dispuestos a hacer lo que fuera necesario para mantener sus puestos, y eso quedó claro por la forma en que miraban a Álvaro: con respeto, pero también con miedo. Isabella no pudo evitar preguntarse cuántas personas habrían tenido que sacrificar algo por el bien de la empresa.
—Señores, les presento a mi futura esposa, Isabella Varela —anunció Álvaro, poniendo una mano en la parte baja de la espalda de Isabella, un gesto que podría parecer protector, pero que ella percibió como una advertencia sutil.
Isabella asintió y sonrió, saludando educadamente a los presentes. Aunque las miradas no eran precisamente cálidas, todos hicieron un esfuerzo por mostrarse corteses. La reunión comenzó y Álvaro se sumergió de lleno en las discusiones sobre nuevas estrategias de inversión y planes de expansión. Isabella, por su parte, se mantuvo al margen, observando y tratando de entender más de aquel mundo al que ahora pertenecía.
De vez en cuando, los ojos de Álvaro se encontraban con los de ella, y había algo en su mirada que la inquietaba. Tal vez era una advertencia de no intervenir, tal vez era simple curiosidad, pero Isabella decidió mantenerse en silencio y aprender. Sentía la presión de adaptarse, de demostrar que no era una simple espectadora, sino alguien que podría ser útil para los intereses de ambos. Si debía convivir con Álvaro, si debía luchar en esa guerra silenciosa, entonces también tendría que conocer su campo de batalla.
La reunión se alargó durante horas, y cuando finalmente concluyó, Isabella se sentía agotada. No sólo por la cantidad de información que había escuchado, sino por la tensión constante que implicaba mantener la apariencia de unidad entre ella y Álvaro. Cuando salieron de la sala de juntas, el aire del pasillo le pareció un poco más ligero, pero la sensación de opresión seguía ahí.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Álvaro mientras caminaban hacia la salida.
—Interesante —respondió Isabella, sin mucho entusiasmo. Luego lo miró—. Me doy cuenta de que llevas sobre los hombros una gran responsabilidad. Es admirable, de alguna manera.
Álvaro la miró de reojo, sorprendido. Era la primera vez que Isabella decía algo que no estaba teñido de ironía o desafío. Él asintió lentamente.
—Es más fácil cuando no tienes opción —dijo, su tono más suave de lo habitual.
Isabella se detuvo un momento, obligando a Álvaro a hacer lo mismo. Lo observó con detenimiento, buscando algún rastro de debilidad, algo que le dijera que, tal vez, detrás de toda esa fachada, había una persona que también sufría el peso de lo que les habían impuesto.
—Álvaro... —dijo, dudando por un segundo antes de continuar—. ¿Alguna vez pensaste en decir que no? ¿Rechazar todo esto?
Álvaro se quedó en silencio, mirándola fijamente. La dureza volvió a sus ojos, pero también había algo más, algo que Isabella no podía identificar del todo.
—No. No tenía opción —respondió finalmente—. Al igual que tú, Isabella, yo también tengo mis cadenas.
Y sin decir nada más, Álvaro comenzó a caminar de nuevo, dejando a Isabella detrás, con sus pensamientos a la deriva. Ella respiró hondo y lo siguió, sintiendo que, por primera vez, empezaba a entender un poco más a aquel hombre al que tanto había odiado. Las cadenas que los ataban no eran tan distintas, y darse cuenta de eso la llenó de un extraño sentimiento de empatía.
Quizás, detrás de todo el odio, la rivalidad y la frialdad, había un punto en común. Después de todo, la guerra silenciosa no era sólo entre ellos, sino contra el destino que les habían impuesto.
Cuando finalmente salieron del edificio, Isabella levantó la vista hacia el cielo. La tarde comenzaba a teñirse de tonos anaranjados, y por un momento, sintió una extraña paz. Si bien la batalla aún no había terminado, ese día había encontrado algo más que enemistad en Álvaro: una posibilidad de entendimiento. Y eso, por mínimo que fuera, era un primer paso.
Álvaro le abrió la puerta del coche y ella entró sin decir nada. Mientras él rodeaba el vehículo para entrar por el otro lado, Isabella se dio cuenta de que había una parte de ella que ya no veía a Álvaro simplemente como enemigo. Ahora, lo veía también como alguien atrapado, igual que ella. Y con eso, la tregua frágil que habían encontrado empezaba a tomar una forma más sólida, algo que quizá les permitiría enfrentar juntos lo que vendría.
La noche cayó como un manto sobre la mansión Varela, cubriendo las sombras de las paredes antiguas y llenando de silencio los pasillos. Isabella, después de un día interminable, se refugió en la terraza de su habitación, donde el viento fresco y la oscuridad le ofrecían una tregua de los pensamientos que la acosaban sin descanso. Había algo liberador en la inmensidad del cielo nocturno, en la distancia de las estrellas que parecían tan ajenas a su realidad.El sonido de un golpe ligero en la puerta la sacó de su ensimismamiento. Isabella se giró, y tras un momento de duda, se acercó a abrir. Al hacerlo, se encontró cara a cara con Clara, una de las pocas personas en la casa a las que podía considerar cercanas. Clara había sido la sirvienta de confianza de la familia Varela desde que Isabella era una niña, y ahora, aunque la relación entre ambas era distinta, la joven seguía apreciando la compañía de Clara más de lo que le gustaba admitir.—Señorita Isabella —dijo Clara, en voz baja, c
Isabella no pudo evitar sentir un escalofrío mientras caminaba por el pasillo largo y apenas iluminado del ala norte de la mansión Varela. La noche había caído hacía horas, y la atmósfera dentro de la casa era pesada, casi opresiva. Luciana le había enviado un mensaje críptico, citándola en un lugar que normalmente estaba vacío. Isabella sabía que no podía ignorar la llamada, no después de los eventos del día anterior, cuando Álvaro había expresado su creciente sospecha sobre una traición dentro de la mansión.Al llegar al final del pasillo, Isabella abrió una puerta de madera que daba a una pequeña sala que rara vez se usaba. Allí estaba Luciana, de pie junto a la ventana, mirando hacia la oscuridad del jardín. La luz de la luna entraba por la ventana, iluminando solo un lado de su rostro, lo que le daba un aire más sombrío del habitual.—Isabella —dijo Luciana, sin apartar la vista de la ventana—. Gracias por venir.Isabella cerró la puerta detrás de ella, su corazón latiendo con fu
Los días se habían vuelto un ciclo interminable de secretos y tensión. Isabella sentía que el aire en la mansión se volvía más denso con cada minuto que pasaba. Las sospechas de Álvaro estaban creciendo, y su presencia se había vuelto casi asfixiante. Parecía estar siempre cerca, observando, esperando cualquier señal que pudiera delatarla. Pero Isabella no podía darse el lujo de cometer errores; aún tenía una misión que cumplir, y cada día la empujaba más al límite.Una tarde, mientras Isabella estaba en el jardín, disfrutando de un momento de relativa calma, Álvaro apareció detrás de ella. Su sombra se proyectó sobre la hierba, haciéndola sobresaltar levemente. Él se acercó sin decir palabra, con una expresión que mezclaba seriedad y algo más, algo que Isabella no podía descifrar del todo.—Necesito hablar contigo —dijo Álvaro, con un tono que no daba lugar a evasivas.Isabella asintió, intentando que su corazón no se reflejara en su voz.—Claro, ¿de qué se trata? —respondió mientras
Los días que siguieron a la quema de la segunda nota fueron un verdadero ejercicio de autocontrol para Isabella. Cada momento compartido con Álvaro se sentía como una prueba constante, un intento de aferrarse a la calma mientras el peligro acechaba en las sombras. Los paseos por los jardines, las cenas que solían estar llenas de silencio cómodo y miradas robadas, ahora se habían vuelto más tensos. Isabella sabía que cada palabra debía ser cuidadosa, cada gesto medido, para evitar que las sospechas de Álvaro volvieran a surgir.Una noche, después de una cena especialmente silenciosa, Álvaro se retiró a su estudio, y Isabella se quedó en la biblioteca, tratando de encontrar algo que la distrajera de sus pensamientos. Pero nada podía aliviar la sensación de que algo estaba a punto de romperse. Sentía el peligro casi tangible, como si el enemigo estuviera esperando en el umbral, preparado para atacar en cualquier momento.Cuando Clara entró apresuradamente, Isabella supo que algo había su